Karl Ove Knausgård cuenta la historia en Tiene que llover, quinto volumen de Mi lucha, superventas de la “literatura del yo”. El autor noruego había participado, en la ciudad de Bergen, en un taller literario que contaba entre sus profesores a Jon Fosse.
Narrador, dramaturgo y poeta siete años mayor que él, lo había cautivado por la “manera salmodiante” en que lo vio y oyó recitar un poema “oscuro, hipnótico y escalofriante” de Paul Celan. Muy poco después, lo tuvo al frente como profesor de poesía, y no fue la mejor de las experiencias.
Fosse, para entonces un autor ya publicado y reconocido, encargó a los alumnos observar una pintura de un autor a su elección y escribir un poema sobre esa base. Knausgård optó por un cuadro de su compatriota Nikolai Astrup (1880-1928), hizo la tarea y fue el último en presentarla.
Fosse, de jeans y camisa blanca remangada, barba rala en la barbilla y círculos oscuros bajo los ojos, “no se puso a analizar el poema después de que lo recité, como había hecho con alguno de los otros”, sino que fue directo al grano: “La primera línea, dijo, es un tópico, la puedes quitar. También la segunda. Y la tercera y la cuarta. El único valor que tiene este poema, dijo después de haber rechazado cada línea, es la expresión ‘un cielo widescreen’. Nunca la había visto. Consérvala y quita el resto”.
“Pero entonces no queda nada del poema”, objetó su autor. “Así es”, le contestó el profesor de ocasión. “Pero tanto la descripción de la naturaleza como su ensoñación son tópicos. No hay nada de la mística de Astrup en tu poema, lo has banalizado por completo”.
Un rato más tarde, en medio de la informalidad de unas cervezas, Fosse se le acercó y le habló: “Es difícil escribir buenos poemas. No muchos saben hacerlo. Tuviste una buena expresión, y eso está bien, ¿entiendes?”. Knausgård dijo que había entendido, y hasta ahí llegó la conversación.
En su recuerdo, el que Fosse “intentara consolarme fue aún más denigrante que el comentario en sí. Significaba que me consideraba un tipo necesitado de consuelo. Con los demás hablaba de literatura, a mí me consolaba”.
Años más tarde, el autor de Mi lucha se convertiría, junto al titán del policial Jo Nesbø, en estandarte de las letras y la cultura de su país. Fosse, por su parte, podía contentarse con ser uno de los dramaturgos más adaptados a nivel mundial, aun si el conocimiento de su narrativa y su poética no ha traspasado tan fácilmente las fronteras noruegas. La editorial que lo publica en EE.UU. está formada por cuatro personas, y de sus más de 20 obras de prosa apenas un trío está traducido al castellano, incluyendo Mañana y tarde, novela que se lanza en las próximas horas al mercado hispanoparlante.
Ni autoexpositiva, ni contingente ni sentenciosa, la narrativa de Fosse atiende más al rol seductor de las palabras que a tramas o intrigas, menos aún a géneros o a estilos en boga. De ahí que lleve las de perder ante Knausgård y Nesbø en términos de fama y reconocimiento.
Eso, al menos hasta el jueves pasado.
Ese día, Jon Fosse -el “eterno candidato” al Nobel como lo llamaba El País en 2019- fue ungido por la Academia sueca con el más célebre de los premios literarios, el primero entregado a un noruego desde 1928. En cosa de horas, Random House anunciaba que dos de sus obras - Melancolía I y Det er Ales- estarán disponibles en castellano antes de fin de año y que el resto irá traduciéndose hasta completar el conjunto de su narrativa.
Operaciones de rescate como esta le ganarán miles de nuevos lectores. Algunos fruncirán ceños o se verán desorientados por un verbo mínimo, serpenteante y repetitivo, donde la propia puntuación desconcierta y donde, en principio, el camino es más importante que el lugar al que lleva. Otros, puestos a contramano del grueso de las literaturas contemporáneas, hallarán en su sequedad expresiva un remanso de serenidad y paz, incluso esperanza.
Depende de cómo se vea.
El rol de las etiquetas
“Maestro del minimalismo”, “Beckett del siglo XXI”, “El nuevo Ibsen”. Al menos una década llevaba Fosse en las listas de nobelizables antes de resultar finalmente nobelizado, así que los rótulos que se le imprimen ya tienen un tiempo de circulación. Esos rótulos facilitan la comunicación, pero no explican nada y pueden hacer un flaco favor al alentar la comparación con colegas canónicos en detrimento de las dotes del propio Fosse (como si a un futbolista lo llamaran “El Maradona del Pacífico”).
Pero siempre sirven de algo las etiquetas.
Por ejemplo, ahí donde el nombre de Henrik Ibsen (1828-1906) está inscrito en la cultura universal por Casa de muñecas y por una reconocida paternidad respecto del realismo moderno, el camino de Fosse ha tenido sus propios acentos y definiciones. En las tablas, para comenzar (ver columna), pero también en el resto de su variada producción, que a lo ya mencionado agrega ensayo y literatura infantil.
Le han llamado “experimental”, “existencial”, incluso “místico”. Se ha dicho o sugerido que su prosa apunta al núcleo de lo humano en lo humano, a una cierta esencia, y que por esa vía es capaz de transmitir “lo indecible” (para usar la fórmula de la Academia sueca): el vacío, la vulnerabilidad, el desgarro.
Pero dice Fosse, y acá podría haber una clave de su propuesta, que cuando escribe no tiene sentimientos desgarradores. En su obra “las emociones no son deletreadas, están contenidas”, declaró a El País. “Todo tiene que ver con la forma y con la música. Las personas que imagino son más sonidos o colores, metáforas, que seres humanos. Aun así, hay personajes, no son textos abstractos. Un buen arranque contiene el conjunto de la historia, solo tengo que seguir. Y cuando lo logro, yo mismo me sorprendo. Alumbré algo nuevo, y eso es lo fascinante: ese rol de creador. Es lo contrario de escribir una sinopsis”.
Para muestra, tres botones agrupados en uno solo: en 2014 se publicó en su lengua original -una de las dos variantes escritas del noruego, ocupada por menos del 15% de la población- la novela Trilogía, cuyo arranque es cuando menos desolador.
Asle y Alida, pareja jovencísima, deambula por las calles de Bjorgvin. Se están buscando la vida tras dejar el poblado de Dylgja, “donde apenas había unas pocas granjas y alguna casita de pescadores en la playa”. Ella, próxima ya a parir, lleva dos bolsas con comida; él, al hombro, “dos hatillos con todo lo que tenían y en la mano la caja con el violín que había heredado de su padre Sigvald”.
Asle y Alida llevan horas dando vueltas y nadie les quiere arrendar una pieza. ¿Será por el parto inminente? ¿Será porque no parecen estar casados? El punto para lector no debería estar tanto en responder a estas preguntas como en padecer las pellejerías de estos personajes por la sola forma en que estos nos son presentados. O por la forma en que se nos cuenta su pasado.
Asle, por ejemplo, “se crió con su madre Silja y su padre Sigvald hasta que el padre se perdió en el mar un día que la tormenta de otoño llegó sin avisar. Padre Sigvald solía pescar por las islas al oeste y la barca se fue a pique allí, cerca de la Piedra Grande. Y desde entonces madre Silja y Asle estuvieron solos en la Caseta. Pero al poco de desaparecer padre Sigvald, madre Silja enfermó y empezó a adelgazar y quedó tan flaca que daba la impresión de que se le veían los huesos de la cara, sus grandes ojos azules fueron creciendo y al final le ocupaban casi la cara entera, así lo veía Asle, y la larga melena oscura se fue poniendo más fina, más rala, y al final una mañana no se levantó y Asle la encontró muerta en la cama”.
De eso hacía poco más de un año, cuando Asle tenía unos 16. “Lo único que le quedaba en la vida eran él mismo y las cuatro cosas que había en la Caseta, además del violín de padre Sigvald. Asle se había quedado solo, más solo que un dedo, salvo por Alida. Al ver a su madre Silja tan infinitamente muerta y perdida, lo único en lo que pensó fue en Alida. En su larga melena oscura y en sus ojos negros. En todo lo suyo. Asle tenía a Alida y ella era lo único que le quedaba, lo único en lo que pensaba. Asle acercó la mano a la cara fría y blanca de madre Silja y le acarició la mejilla. Ya solo le quedaba Alida. Eso pensó”.
Otro tanto aportó Mañana y tarde (publicada originalmente en 2000), que sigue a su personaje central del nacimiento a la muerte. Y lo del nacimiento no es un decir, como puede refrendar el padre del protagonista:
“Y Olai ve que Marta le acaricia y le acaricia la espalda al niño Johannes y dice ea ea, calma, no grites tanto. Todo irá bien, dice Marta, y lo dice con esa respiración honda y lenta, una respiración procedente de algún lugar en calma, fuera del mundo, piensa Olai, junto a la cama en la que Marta descansa y el niño Johannes chilla y chilla y el niño Johannes oye su voz entrar poderosa en el mundo y su chillido llena el mundo en el que se encuentra y ya nada es caluroso y negro y rojizo y húmedo y entero, ya no hay más que su propio movimiento, ahora es él quien llena lo que hay y su voz y él están separados pero a la vez no lo están y también hay algo más, algo de lo que forma parte pero que no es él, porque ahí afuera su voz se separa y viene a su encuentro y suena más fuerte y más fuerte (…)”.
Exateo convertido hace una década al catolicismo, no descarta Fosse que su escritura consista en “llevar a la página mi bagaje de mal músico”, pues considera que “escribir es escuchar, es un acto más musical que intelectual”.
En un texto, remata el flamante Nobel 2023, “la forma debe ser extremadamente exacta: cada coma, cada cambio está medido para que al leer puedas sentir las olas, un latido, y el cambio de ritmo según avanza la trama. Esta unidad entre forma y contenido es necesaria. Con la escritura ocurre igual que con un ser humano: no se puede separar el alma del cuerpo, un cadáver no es una persona”.
** LEA la columna de Víctor Carrasco: “Jon Fosse: La voz de lo que no se puede decir”