A ninguna banda le hace bien la hipérbole, y menos en lo que puede ser una legítima decisión de pausa o de reactivación de su trabajo. Ni la separación de un grupo es una noticia “dramática”, ni una reunión constituye, salvo excepciones, un evento “histórico”.
Avísenles a quienes redactan comunicados que lo más contundente en el reencuentro de los músicos y sus audiencias no son los adjetivos hipertrofiados con que terceros puedan calificar esas citas, sino lo que sea les nazca a los propios involucrados en ellas: experiencias de matices y emociones siempre particulares, nunca estándar, acompañadas de sonidos que corren libremente por su cuenta, y que no podemos calificar hasta tenerlos en el oído.
Hace doce años, el crítico británico Simon Reynolds consiguió con un libro suyo la cumbre para cualquier ensayista, que es instalar un término propio en el debate general. Desde entonces ocupamos la palabra ‘retromanía’ para referirnos a una tendencia innegable en el negocio musical contemporáneo: la incesante capacidad para reciclar su propio pasado y así idear rentable oferta nueva. Ya saben: discos de descartes, documentales a partir de archivos, retrospectivas en museos, conciertos de tributo, y mucho (mucho) de eso que ahora llaman interpolación, en el terreno ambiguo entre la copia y la cita.
“No es solo que nunca antes hubo una sociedad tan obsesionada con los artefactos culturales de su pasado inmediato, sino que tampoco había sido posible hasta ahora acceder a ellos tan fácil y copiosamente”, comenta el autor.
¿Es la nostalgia y el apego al recuerdo lo que convierte la reunión de grandes bandas en un suceso mayor? Sí, pero no es sólo eso. O no debiese serlo. Es también la promoción actualizada a un mundo con redes sociales veloces, los comentarios sobre viejas disputas superadas (más creíbles mientras más gestos hagan visibles), el acceso a técnica que optimiza el trabajo, el anecdotario infinito (suyo y de sus fans). Y por cierto el cálculo comercial, cómo negarlo.
Pero lo que diferencia a una banda de un wurlitzer es que en la primera manda la música en evolución, no entendida esta como repertorio de catálogo (por poderoso que sea) sino que como un sonido al que la experiencia enriquece, y que puede por sí solo levantar una propuesta que justifique (o no) la atención.
Desde su anuncio de reunión, hace diecisiete meses, Los Bunkers no sólo llevan ya varios conciertos en cuatro países, sino también cinco singles. Los Tres, en tanto, han articulado esta semana los detalles de su “revuelta” haciendo alusión al feeling de ensayos con resultados inesperados, incluso sin público al frente.
Se trata de dos bandas chilenas con tantas diferencias entre sí como referencias en común (ciudad de origen, colaboraciones, discoteca de favoritos, etc), a las que la opinión fácil buscará ahora poner a competir según parámetros de convocatoria y efectos. Acá va una mejor idea, considerando el probado oficio de ambos grupos y las ansias (y adjetivos) a su alrededor: dejar que suenen, y escucharlas.