Columna de Héctor Soto: De ayer y de hoy

Heat
Robert de Niro en Heat.


Vigente. Aunque no son muchas las películas que resisten más de 20 años, en justicia no debiera caber duda que Heat sea una de ellas. La cinta, que en Chile se llamó Fuego contra fuego y fue dirigida por Michael Mann, está teniendo una nueva oportunidad en varias plataformas digitales. La experiencia en el televisor o en la pantalla del PC, claro, no tiene el brío ni el esplendor visual con que la realización debutó en la pantalla grande en 1995. Es sabido que Michael Mann está entre los más sublimes obsesivos de la resolución visual que ha visto el cine después de Kubrick. El asunto es que, incluso hoy, es difícil encontrar títulos de este perfeccionismo artesanal y, además, de este espesor dramático y lirismo. La convergencia en el reparto de Robert de Niro y Al Pacino -antes de que ambos tomaran en su carrera un curso de declinación que a veces es preferible olvidar- es solo uno de los pilares que sostienen la realización. Los otros son el brillo fuera de serie de la puesta en escena y, sobre todo, los alcances, los matices y claroscuros, el aliento trágico y la complejidad tanto de la trama como de los personajes. De Niro interpreta al clásico ladrón que está discurriendo, tal como dictan los lugares comunes del género, su último operativo antes de retirarse a los cuarteles de invierno; Pacino es el policía que lo ha tenido por años entre ceja y ceja y que no está dispuesto a que su presa vuelva de nuevo a escapársele. Hasta ahí el terreno es archiconocido. Las complejidades parten con el entorno delictual que rodea y protege a De Niro, siempre expuesto a la traición; continúan con la mujer de la cual se enamorará (Ashley Judd) mientras está ejecutando su plan, lo que da lugar a un hermosa y truncada historia de amor, y culminan en la desoladora mirada de la cinta sobre la miserable vida emocional del policía. Lo realmente nuevo es que, no obstante ser antagonistas por constitución morfológica y doctrinaria, estos personajes comparten más de algo en común y se merecen recíprocamente. Saben lo que pesan. Tienen claro las derrotas a las cuales han sobrevivido. Conocen las debilidades y las heridas que arrastra cada cual. Y, como en las grandes tragedias, se profesan una secreta admiración profesional y un respeto que nace del secreto código moral que, a pesar de habitar mundos tan distintos, ambos comparten. Son afinidades que están más allá tanto de la ley como de las fronteras del bien y el mal. Aun sin ser tal vez la mejor película de Michael Mann, Heat sigue teniendo algo que decirnos.

Formidable. Porque es adictivo, siempre es un placer volver a G.K. Chesterton. A sus novelas, a sus ensayos, a sus conferencias, por mucho que varias de sus opiniones seguramente no resistan el test de la corrección política. Ciertamente este británico gordo, católico y divertido, capaz de levantarse de su asiento en el tren para que tres mujeres se sentaran cómodamente, maestro indiscutido de la paradoja, era un misógino de temer que ni siquiera aceptaba el sufragio de las mujeres. Pero estas barbaridades suyas, expuestas entre otros libros en Lo que vi en América, a menudo irrumpen con tanta levedad y humor que es enteramente posible imaginar al escritor dándolas vuelta, porque no tenía problemas en cambiar de opinión si los argumentos de su contradictor llegaban a convencerlo. Lo suyo era incluso superior a la autoridad de la inteligencia. Porque era una mezcla de sabiduría con encanto.

Visita. Diversos pensadores y ensayistas coinciden en que, tal como ocurrió en Europa en los años 30 del siglo pasado, no corren buenos tiempos para la democracia. Las encuestas al menos hablan de un creciente número de ciudadanos, sobre todo jóvenes, dispuestos a aceptar gobiernos no democráticos toda vez que garanticen niveles aceptables de bienestar. El atractivo de la mano dura -escribe Irene Vallejo en su libro El futuro recordado (Debate, 2022)- parece crecer entre aquellos que nunca la han experimentado”. El libro es una colección de viñetas leves y reveladoras. En contra de lo que todos pensábamos hasta no hace mucho tiempo, plantea, la democracia no es invulnerable. Según la autora de El infinito en un junco (Siruela, 201), el modelo democrático liberal está en riesgo y, por lo mismo, recuerda que para Aristóteles, quien vio caer el sistema político ateniense, en política todo es posible y nada es definitivo. No lo sabremos si no nosotros, los chilenos, que seguimos en busca de nuestro destino. Como lo sabía el insigne filósofo griego, el corrosivo virus antidemocrático parte de muy abajo o de muy atrás, si se quiere, y conduce a tratar a los contrincantes políticos no como gente con convicciones diferentes de las nuestras sino como gente peligrosa. Aunque Aristóteles hablaba sobre todo de la perversión demagógica, ahora eso se llama populismo, distorsión que se yergue en diferentes países como la solución para protegernos de los enemigos que este mismo fenómeno político nos fabrica. En dos semanas más, Irene Vallejos, destacada filóloga y escritora española, estará en Chile invitada tanto por La Ciudad y las Palabras, programa del Doctorado de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Pontificia Universidad Católica de Chile, como por Puerto de Ideas. Será una gran oportunidad para verla de cerca desplegando los temas que la han consagrado.

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