Columna de Héctor Soto: Caracteres y territorios
PORTENTO. Los rasgos que probablemente más sorprenden en Los asesinos de la luna son la densidad, el calado y las ambiciones del relato. La verdad es que Scorsese no sólo está contando un oscuro episodio de la historia de Oklahoma, cuando diversos potentados o herederos petroleros de una próspera tribu de la nación Osage comenzaron a ser asesinados a mansalva, unos tras otros, por infames razones de codicia. De alguna manera, la cinta también está repasando con otra luz los mitos fundacionales de la sociedad estadounidense y, en esa medida, ajustando cuentas con el western, que sigue siendo uno de los ejes de la gran narrativa que en el siglo XIX y comienzos del XX corrió las fronteras hacia el Oeste. Como casi todo el cine de Scorsese, esta cinta es enorme, caótica, barroca, impredecible, descentrada y, con frecuencia, muy sobregirada. En estas mismas proporciones, sin embargo, es también desafiante, reveladora, convincente, inspirada, sugestiva, misteriosa y profundamente personal. Si Scorsese es por lejos el más moderno de los cineastas de su generación es porque tanto en su cine como en sus personajes hay una escisión existencial irreparable que, traducida en furor y desasosiego, los vuelve pasto de desgarro, agonía y contradicción. Los héroes de Scorsese, al margen de que sea una licencia llamarlos así, nunca son de una sola pieza, nunca están en paz con el mundo ni consigo mismo, viven en la cuerda floja no sólo del bien y el mal sino también en la del ser y el no ser. Hay algo de fatalidad en la genética, en el carácter, en las disociaciones del protagonista de Taxi Driver, en el Jake LaMotta de Toro salvaje, en desertor de Goodfellas, en el canalla que compuso Leonardo DiCaprio en El lobo de Wall Street; también la hay en personaje que el mismo DiCaprio anima esta vez. Se ha casado con una aborigen que es heredera y le ha estado administrando venenos a instancia de su tío. Sí, es un crápula. Pero eso no es todo porque también puede ser un marido menos innoble de lo que parece y un alma que, por muy extraviada que esté, aspira de algún modo a la redención. Pocas veces la matriz católica del cine de Scorsese fue tan explícita como en esta película rápida, caudalosa y endiablada. A los 80 años, Scorsese tiene la energía de un caballo salvaje y no para. Algunos dirán que se repite. Otros que se supera a sí mismo. De lo que no hay duda es que es capaz de tocar todas las teclas de la expresión fílmica y de hacer lo que quiera. El remate de esta cinta, en un estudio radial como en los años 40, es portentoso. El relato visual se vuelve auditivo y, justo cuando estábamos creyendo que el cine se replegaba, bueno, aparece él para decir la última palabra de la película y dejarnos a todos con la cabeza suspendida… ¡Soberbio!
MELANCOLIA. En un librito encantador, Trieste o el sentido de ninguna parte (Gallo Nero, 2017), la escritora británica Jan Morris realiza una sentida reivindicación de lo que fue esa ciudad en los tiempos del Imperio Austro Húngaro, cuando la combinación de gobierno decente, prosperidad económica y burguesía ilustrada creó en esa ciudad un polo cultural envidiable hasta el día de hoy. Fue allí donde Italo Svevo escribió su novela fundamental (La conciencia de Zeno), donde Joyce compuso el Retrato del artista adolescente, donde los Habsburgo instalaron el gran puerto de su imperio y donde se juntó y mezcló civilizadamente una población italiana y suiza con eslavos y teutones, todo eso hasta que al siglo XX se le ocurrió golpear el avispero de las nacionalidades y desatar la hecatombe. Dominio romano, bizantino, franco, veneciano y austríaco sucesivamente, cuando Trieste después de la Primera Guerra Mundial quedó dentro de las fronteras de Italia perdió la función geopolítica que había tenido como gran enclave portuario, pero retuvo los rasgos melancólicos que todavía la distinguen. Morris, que se enamoró de la ciudad apenas la conoció, sostiene, en contra de lo que suponen muchos urbanistas, que toda gran urbe necesita por lo bajo algún elemento de desorden para templar la racionalidad de sus calles, ejes y configuraciones. Se refiere a un desorden militante, no a una simple falta de orden. Y ese elemento “de disentimiento”, dice, de oscuridad bajo una superficie que de día se ve tranquila y apacible, ciertamente sigue presente, por más que la ciudad ya no sea lo que fue en otros tiempos.
LA TRAICION. El nuevo documental de Errol Morris sobre John Le Carré (Volar en círculos, 2023, AppleTV+) clarifica varias cosas. Entre otras, que la madre del escritor abandonó el hogar familiar cuando él tenía 5 años y que se reencontró con ella a los 21; que nunca vio en ella la expresión de un sentimiento sincero; que su padre fue un pícaro y un impostor que se debatió toda su vida entre la riqueza y la pobreza; que el tema más constante de su vida fue la traición; que él personalmente traicionó y fue traicionado; que Inglaterra no movió un dedo para impedir que el doble agente Kim Philby desertara a la Unión Soviética desde Beirut en 1963, porque su detención habría sido un completo incordio para el establishment británico de los servicios secretos; que el gran placer del autor de El espía que regresó del frío fue siempre escribir; que su caudalosa obra jamás fue concebida como un himno a la épica o a la transparencia o al candor. Son insumos valiosos, sobre todo tratándose de una figura que, proviniendo del mundo de los espías, siempre tuvo no sólo doble sino también triple fondo. ¡Grande Le Carré!
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