Red Hot Chili Peppers es una banda que ha editado su pasado suprimiendo capítulos. Están divorciados, por ejemplo, con algunos periodos de su discografía. No revisan nada de sus primeros cuatro álbumes, la mayoría irregulares excepto el explosivo Mother ‘s milk (1989) que catapultó su éxito internacional, ni se detienen en ningún título donde no haya participado John Frusciante, el guitarrista que se marchó hastiado dos veces para regresar en 2019.
Publicaron un par de álbumes en 2022 -Unlimited love y Return of the dream canteen-, demostrativos de una hermandad creativa capaz de evolucionar enfrentando el paso de los años con sinceridad y realismo. Ya no es una pandilla descamisada exhibiendo músculos y tatuajes con movimientos espasmódicos, insinuaciones eróticas y morisquetas -una manera de burlarse de la obsesión rockera por la pose que hizo escuela-, sino artistas legendarios disfrutando nuevos aires. Han surfeado todas las olas del éxito y el carrete de consecuencias fatales, contando la muerte por sobredosis de su guitarrista fundador Hillel Slovak en 1988, y serias adicciones de todos sus miembros. Ahora son veteranos en una órbita absolutamente personalizada donde, a ratos, asumen el escenario como sala de ensayo.
La noche del domingo, en la primera de dos fechas en el Movistar Arena -la segunda se concreta mañana-, Red Hot Chili Peppers ofreció el show más contundente de su irregular historial con Santiago, que data de 1999 en la Estación Mapocho; una bitácora de shows flojos, sin chispa y desconectados del público.
La banda californiana se ha desprendido de la mayoría de sus primeras influencias -funk, metal, punk y rap-, para derivar en un formato de rock clásico a secas, cuyo único desvío son los revoloteos jazz que a ratos emite la enérgica batería de Chad Smith, para encauzar las líneas verborreicas de Flea al bajo, y la guitarra incendiaria de Frusciante, en combustión gracias a numerosos efectos y una muralla de amplificadores Marshall, postal del siglo veinte.
La improvisación persiste como una herramienta en directo, pulsada que RHCP terminó imponiendo al público sin importar el efecto interruptus en la dinámica del espectáculo. El guitarrista y el bajista suelen reunirse en torno a la batería de Smith coronada por un gong, resolviendo con miradas y gestos los acordes a seguir o tanteando frases, el método improvisador que siempre dejó perplejo a Dave Navarro cuando reemplazó a Frusciante a mediados de los 90. RHCP no parece interesado en los riffs y las estructuras ortodoxas, sino en un diálogo instrumental que permite despliegues solistas y lucimientos.
La confianza en el método es tal, que abrieron con una jam que se extendió por casi cinco minutos, hasta la aparición de Anthony Kiedis para Around the world. Antes de la media hora Chad Smith ejecutó un solo incluyendo breves pasajes golpeando los tambores con las manos, a la manera de los bateristas de las tradicionales big bands, de cuyos exponentes también ha rescatado el sentido del espectáculo girando y lanzando baquetas.
En esta fase sudamericana de la gira, la constante del setlist es la modificación entre ciudades. En Porto Alegre el jueves, interpretaron Havana affair de Ramones, mientras anoche el guiño al punk rock fue con la entrada de London calling de The Clash, como prólogo de Right on time.
Aunque el cuarteto posee suficiente material como para montar un show de grandes éxitos, este tercer tiempo junto a John Frusciante consiste en contrapesar los clásicos con el material nuevo. Programaron cuatro cortes de Californication (1999), y así también otros cuatro del par de discos del año pasado. El tempo de Suck my kiss fue ralentizado, como a ratos parecía que el guitarrista se sentía mucho más cómodo con el nuevo material más calmo e intuitivo, que aquellas composiciones de hace 30 años cuando RHCP dominaba la nación alternativa, orquestada por los sellos corporativos.
A su vez Anthony Kiedis también ha bajado un par de cambios -no así la costumbre de mostrar el torso-, pero si está de humor como sucedió anoche, impone fraseo, melodía y carisma.
Más de una vez el sistema de señas y miradas puso en evidencia pequeños desbarajustes, sobre todo por parte de Smith que, embebido del espíritu jazz, se pasó de florituras unas cuantas veces desplazando compases.
El público, con una ligera cuota de renovación respecto de los primeros fans -una generación hoy cincuentona- atesorará una cita en que sus héroes al fin coinciden en energías e intereses. Estos Red Hot Chili Peppers modelo 2023 no tienen la malicia de antaño, sino la clase del que viene de vuelta con unas cuantas cicatrices.