Si “lo personal es político”, entonces acordemos también que la intimidad es estilo; en el sentido de que allí expresamos rasgos distintivos, decisiones autónomas, modales liberados de la norma social. Muchas veces Mon Laferte se ha mostrado como una figura reveladora y atrevida, de gestos rotundamente personales y manifiestos convencidos, pero da la impresión de que nunca un disco suyo había sido tan íntimo como el nuevo Autopoiética. Escucharlo es asomarse a espacios reservados, y que como tales son a veces fascinantes y a veces rudos. Rara vez la franqueza es amable.
Hay aquí canciones provocadoras, otras vengativas; de romanticismo impúdico y autoafirmación soberbia. Se bailan, se escuchan con asombro, se corean con empatía; entendemos que en el lugar desde el que surgen no cabe la mentira estratégica.
A diferencia de la política profesional, que estandariza mensajes aspirando a una seducción pasajera, la música puede permitirse ser disruptiva, y desde la confianza en el propio talento apostar a una conquista menos rápida pero más profunda.
“Honestamente, me da igual si te quedas o te vas. / A mí la vida me ha enseñado a estar bien, sola”, advierte el estribillo de Amantes suicidas; orgullo puro y duro de una mujer que no puede esperar a un amante indeciso, tal como con la amenaza categórica que luego levanta Pornocracia, una canción de intensidad nivel-Rocío Jurado (aunque es improbable que la española hubiese hablado de “mi cara de vulgaridad”): “No hay nadie que te pueda dar lo que te di: / me vas a recordar”.
Son versos de verdad: ni quien escucha quiere abandonar la tarea ni resulta fácil de olvidar este disco de constantes quiebres, de brillo caribeño en los arreglos (con seis coproductores en los créditos) y consciente enlace tanto con la tradición popular latinoamericana (salsa, tango, bolero, ranchera, reggaetón) como con la electrónica pop más propositiva. Cama y discoteca; madurez e ilusión; Los Ángeles Negros (ahí está el sampleo a Tanto adiós de NO+SAD) y Portishead.
Son catorce tracks de alta exigencia vocal, que Mon Laferte acomete con carácter convincente, llevando la rienda de una sonoridad que parece entregarse antes a la producción sofisticada que al guitarreo todoterreno. El cierre con Casta diva es por completo inesperado: una cita a la Norma de Bellini (con coro incorporado) en contexto de confesión amorosa desviada hacia un deambow inquietante. Ópera y urbano.
Se repite en otras reseñas sobre este disco lo de una “reinvención” de parte de la más exitosa cantautora chilena de su generación. No hay tal cosa, si se considera que a la viñamarina desde hace mucho que la conocemos en un juego de incesante cambio (personal, musical, estético), capaz de hacer de su mutación identidad. Mejor le calza a este disco el aplauso ante un magnífico ejercicio de libertad.