Van diez minutos de show y ya son tres los tipos de músico que han pasado por el cuerpo del anfitrión en el Teatro Caupolicán: en la largada, el cantautor quieto y empático que convoca al canto colectivo con un cover todoterreno (Everybody’s Got to Learn Sometime); a continuación el rockero disruptivo en forma y fondo desatado con Devil’s Haircut; y luego el MC de la gran fiesta bailable que permite The New Pollution.
Son tres hits que auguran un concierto generoso en visitas al repertorio más popular de Beck, pero sobre todo la prueba de que el hombre sobre el escenario puede calzarse con rapidez trajes muy diferentes entre sí y verse impecable con cada uno. Habrá durante toda la noche ingeniosos collages y citas pop random en las proyecciones visuales a sus espaldas, que al fin son una muy eficaz metáfora sobre la música que estas apoyan. Desde su debut en la primera mitad de los años 90, Beck Hansen se ha mostrado convencido del poder de la revuelta de estilos ajenos como carácter creativo propio, y no en el atajo de un pastiche de copia/pega, sino en un respetuoso recorrido por aquello que vale la pena hacer perdurar a través de nuevas técnicas y efectos.
Del blues al disco, de Big Star a Prince, Beck Hansen es un músico estudioso de su oficio, que escoge a sus referentes con respeto y luego se toma con ellos licencias de fresca insolencia. Al frente de una banda de otros cuatro instrumentistas, su trabajo en vivo es firme y de excepcional ductilidad. Por momentos, parece un músico sin raza ni edad, disponible para que las canciones pasen a través suyo con toda una carga de tradición que consigue exceder a su autor y sus circunstancias.
Era la primera vez en Chile para un Beck a solas, sin el contexto de teloneo ni apoyo a un espectáculo compartido (como lo fue en 2007 con The Police; y en 2013 con Blur). El setlist que anima esta gira con breve tramo sudamericano (también hubo turno en Buenos Aires, y viene un par en Brasil) accede al recuento más popular, y como tal resulta una delicia. Ni asomo de sus singles recientes, a favor de la detención generosa en algunos de sus álbumes con más fama: tres paradas en el Odelay (1996), otras tres en el Midnite Vultures (1999) y cuatro en Guero (2005).
De este último se toma el primer final. En vivo, E-Pro pasa de invitación rock a hechizo; abducidos todos por su riff contundente, su estribillo inescapable y esas proyecciones de televisores en llamas que parecen incendiar el escenario completo, incluyendo a los músicos. Si Beck muere será entre las llamas de su propia música, contundente, inteligente, abrasiva.
Para los santiaguinos, es temporada de una cartelera de música popular nutrida hasta lo inverosímil: un ex Pink Floyd, dos de los mayores íconos del brit-pop, los pelos altos y caras pálidas más influyentes de los 80; todo en menos de diez días. Pero el show de Beck en vivo acaso les lleve ventaja en frescura. Ni hay todavía en el californiano de 53 años necesidad de nostalgia; ni decirnos qué pensar sobre política internacional estuvo jamás entre sus planes.
Tanto si aparece el rapero ingenioso (Loser), la estrella pop que dicta pauta (el saludo a Gorillaz de Valley of the pagans) o el trovador de corazón herido (Lost cause), su concierto es propuesta incesante, con los suficientes argumentos musicales para poder ahorrarse distracciones. Después del bis tuvo que volver una vez más, y eligió para la despedida una versión a pura guitarra y voz de uno de esos temas conmovedores que hicieron merecidamente famoso al atormentado Daniel Johnston. También ese traje en extremo austero le calzó estupendamente. A músicos como Beck no se les fabrica en serie.