Las últimas dos semanas, las más intensas del año de la cartelera en vivo en Santiago, han expuesto en alta resolución las dos caras del envejecimiento del rock y la electrónica. El encanto de algunas citas de la primera casilla, envalentonado por el reencuentro con músicos legendarios, impuso inicialmente el elemento emotivo como catalizador. Hay que ser de piedra para no regocijarse ante las alineaciones clásicas de Red Hot Chilli Peppers y Blur, disfrutar del garbo y las agudezas de Pulp vía Jarvis Cocker, o conmoverse ante el ataque masivo a los sentidos y los cimientos morales, que Roger Waters propone con cada uno de sus retóricos espectáculos.
En el caso del género conectado a teclados, máquinas y pantallas, propuestas exuberantes y creativas como la de Róisín Murphy (ex Moloko) en el festival Fauna Primavera, y el retorno triunfal de Pet Shop Boys en un Movistar Arena peligrosamente sobrevendido, dejaron en evidencia que en materia de frescura el synth pop y la electrónica en general, juegan con ventaja frente a los clásicos del rock; géneros nacidos y popularizados en el siglo XX, uno cruzó la barrera hacia el nuevo milenio con natural facilidad, acorde a la propia cotidianidad familiarizada con las pantallas y las teclas, mientras el otro parece rezagado y pendiente del pasado.
Las primeras impresiones cambian y contrastan con el correr de los días. Blur y Pulp, emblemas noventeros, fueron números de apariencia más antigua, desgastada y chirriante, que el dúo de Neil Tennant y Chris Lowe, cuya carrera brilló una década antes que el Britpop. Su espectáculo de grandes éxitos no es un viejo wurlitzer, sino que posee una dinámica y una estética que se desplaza elegante linkeando periodos, siempre en dirección al presente y el futuro. El concierto fue un musical, una disco y una rave, entre otros giros. En cambio, Blur y Pulp parecen mirar hacia atrás mediante música, estética y actitud con retrovisor.
Tal como Roger Waters, Róisín Murphy también dispone de elementos extramusicales para convertir un concierto en una experiencia mayor. Los videos son ingeniosos, y utiliza vestuarios extravagantes que revelan una veta avant garde, con pellizcos sarcásticos y humorísticos. Su número depara una seguidilla de giros musicales y visuales de encantador vértigo, con una base electrónica elástica.
No podemos decir lo mismo del ex líder de Pink Floyd, profundamente embebido de una mirada mesiánica que divide el mundo entre buenos y malos sin matices, con él siempre dispuesto a señalar el lado correcto. Dispone de la grandilocuencia y los recursos, pero es predecible, discursivo y aleccionador.
La música popular que encanta masivamente a la juventud está dominada por las máquinas. Es un gallito que partió en los 70, cuando el pop inició su fabricación masiva en sintetizadores y secuenciadores, gracias a una generación de músicos y productores maravillada con Kraftwerk. Las máquinas siguieron progresando mientras las guitarras, los bajos y las baterías son elementos análogos, donde lo clásico y lo vintage posee alta valoración. Son dos mundos creativos y de performance en directo, que orbitan espacios temporales distintos.
“Voy a llegar a la gran máquina”, cantó Jorge González en Muevan las industrias, el primer éxito de Los Prisioneros convertidos en una banda electrónica que no necesitaba de un riff, un solo de guitarra eléctrica, o la propulsión de una batería convencional. El músico de San Miguel sabía que el futuro estaba más cerca de Depeche Mode y Pet Shop Boys, que de las venerables guitarras afiladas de The Clash. El tiempo lo confirmó.