“¡Ve a Chile! Chile es la gloria…”, le dijo su amigo, el escritor salvadoreño Juan Cañas, a modo de consejo. Tras meditarlo un poco, Rubén Darío decidió arriesgarse y tomar la sugerencia. Gracias al apoyo gubernamental nicaragüense, compró un pasaje en el vapor Uarda. Tras un extenso viaje de 19 días, arribó a Valparaíso el 24 de junio de 1886. Comenzaba una nueva vida en Chile.
Darío creía firmemente que en nuestro país se encontraría con algo mejor que su Nicaragua natal, donde no estaba pasando mucho. En sus bolsillos, muy poco dinero y una incipiente carrera como escritor que ya le había granjeado un reconocimiento en El Salvador, amén de sus primeras intentonas con el siempre complejo verso alejandrino. La famosa métrica de 14 sílabas muy utilizada por los franceses.
La historia del poeta acaba de ser recogida en el volumen Divino e infame: las identidades de Rubén Darío, del historiador y diplomático brasileño Luís Cláudio Villafañe y que publica la casa editora Taurus. En sus páginas, abarca desde sus modestos orígenes, a sus últimos días consumido por la cirrosis. Pero también una mirada a esos casi 3 años que el poeta estuvo en Chile.
Consultado por Culto, Villafañe señala que el periplo chileno de Darío -entre junio de 1886 hasta febrero de 1889- fue muy relevante en su vida. “Fue crucial. Desde muy joven se había consolidado como intelectual y poeta en Centroamérica y aspiraba a nuevos horizontes. Siguió el consejo de Juan José Cañas, un amigo que había sido representante de El Salvador en Chile. Ante la falta de recursos para viajar y sustentarse en Chile, Cañas le dijo: ‘Vete a nado, aunque te ahogues en el camino’”.
Darío llegó con un par de cartas de recomendación, una de ellas la ocupó con el periodista Eduardo Poirier, quien lo acercó a la intelectualidad chilena y logró que El Mercurio de Valparaíso se interesara por hacerle una nota. Luego, con ganas de llegar a Santiago, y a través de Poirier, se contactó con Adolfo Carrasco Albano, y a través de este logró que el director del diario La Época, Eduardo MacClure, le ofreciera un trabajo, exiguamente pagado, aunque al menos le costearon un traje y camisas a la medida.
Por entonces, Darío aún no había publicado su primer libro, y eso lo lograría en Chile. Solo a poco de llegar, el nicaragüense notó un aviso en el diario La Unión de Valparaíso en que se anunciaba un concurso literario. Se premiaría al mejor manuscrito de novela con un monto en dinero y con la publicación en formato folletín y como libro. Sin ser novelista, Darío se entusiasmó y le pidió a Poirier que escribieran juntos una novela breve, llamada Emelina. Esta no ganó, y se publicó al año siguiente, y la crítica fue poco amable con ella. Es que el fuerte del autor era la poesía, no la narrativa.
Pocos meses después, en marzo de 1887, Darío publicó su primer libro. Abrojos, se trataba de un volumen en que compilaba los poemas que había escrito hasta ese momento. La verdad es que no lo hubiese conseguido sin toparse con un nombre clave: Pedro Balmaceda Toro. Este, era el hijo del entonces presidente de Chile, José Manuel Balmaceda. Debido a un accidente en su primera infancia, era jorobado y eso lo hacía ser bastante retraído, por ello, volcó sus intereses en la lectura y la cultura. De hecho, habitualmente realizaba animadas tertulias literarias en La Moneda y publicaba artículos en la prensa al respecto bajo el seudónimo de A. de Gilbert.
Al ser un joven acomodado, Balmaceda Toro usaba los ingentes recursos que disponía para fomentar las artes. Era un mecenas cultural y al igual que Darío, estaba muy influenciado por los simbolistas franceses: Rimbaud, Baudelaire, Verlaine. Por ello, se interesó genuinamente en la obra del centroamericano y, junto a Manuel Rodríguez Mendoza, financió la primera edición de Abrojos.
“Con Pedro, Darío pudo frecuentar La Moneda y relacionarse con la alta sociedad, como ambicionaba -señala Villafañe-. Desde el punto de vista literario, el interés común por la literatura francesa, las tierras lejanas y los temas y objetos exóticos tuvo sin duda un gran impacto en el desarrollo estético y literario del poeta”.
Ese acercamiento a la alta sociedad estaba dado por el expreso deseo de Rubén Darío de lograr ascender socialmente en Chile. Sin embargo, se encontró con una muralla infranqueable. Más allá de poder participar de alguna que otra tertulia, nunca pudo establecer mayores nexos que le permitieran cambiar su suerte. Esta es una idea que venía arrastrando ya desde Nicaragua, según comenta Villafañe. “Darío fue criado por la tía paterna de su madre en una situación de relativos apuros económicos, a pesar de que su padre biológico tenía recursos razonables y su hermana, Rita de Alvarado, era bastante rica para los estándares nicaragüenses. Incluso desarrolló una especie de competencia con su primo, el hijo de Rita. La tía Rita financió los estudios de Rubén hasta que él se peleó con su primo. Entonces, ella cortó la ayuda. Por falta de recursos, el adolescente tuvo que abandonar sus estudios y nunca terminó la secundaria”.
“Esta sensación de precariedad económica marcaría la personalidad de Rubén, que poco a poco se fue obsesionando con la idea del éxito, la elegancia y el lujo, algo que se puede ver incluso en su poesía. Aunque, gracias a su talento, pudo ganar mucho dinero, a veces sumas realmente importantes, con su irresponsabilidad financiera dilapidó todo lo que recibía y vivió toda su vida entre extremos de opulencia y momentos de bancarrota. Estas variaciones y la incesante búsqueda de riqueza y posición social se ponen de manifiesto en diversos momentos de su carrera, a menudo de forma verdaderamente cómica y otras veces rozando la tragedia”.
En Chile, Rubén Darío tuvo pocos trabajos estables. A inicios de 1887 dejó el trabajo en La Época para volver donde Poirier en Valparaíso. Luego, Pedro Balmaceda le consiguió un puesto como inspector de aduanas del que terminó siendo despedido por abandono laboral. Posteriormente ganó 600 pesos gracias a un poema sobre la guerra del Pacífico llamado Canto épico a las glorias de Chile.
Parecía que en 1888 la cosa mejoraba con su contratación en el periódico El Heraldo, de Valparaíso. Un diario opositor al gobierno de Balmaceda en el que si bien, no escribía de política, lo hacía sobre diferentes temas. Pero tras solo 8 artículos, fue despedido por el director, Enrique Valdés Vergara, quien le manifestó que aunque escribía bien, el diario “necesitaba más”.
Tampoco ayudaba el carácter bohemio y derrochador del escritor, quien pretendía sostener un estilo de vida elegante sin los recursos para ello. “El alcoholismo y la vida bohemia de Darío son variables a las que dedico bastante atención en la biografía -señala Villafañe-. Su lucha contra la adicción está marcada por altibajos. Hay momentos en los que incluso abandona el alcohol, pero enseguida recae en los excesos. Su bohemia e irresponsabilidad financiera, por otra parte, producen algunos momentos hilarantes de su trayectoria. Hay que decir que se trata de un personaje muy complejo, con muchas facetas, que en diversos momentos intenta reinventarse. A veces logra éxitos, aunque parciales, y en otras ocasiones sufre fracasos monumentales”.
En medio de esa precariedad y estrechez económica, Darío logró publicar su segundo título, Azul. El libro es considerado el hito fundacional del modernismo y que marcó a las generaciones posteriores. Fue financiado por Eduardo Poirier y Eduardo de la Barra, y mezclaba cuentos y poemas. Seguro de su talento, envió un ejemplar al más reputado crítico literario de España, Juan Valera, de la Real Academia Española, quien lo reseñó de manera muy favorable. Esto a pesar de que en Chile tuvo escasa repercusión en lo inmediato.
“Muchos estudiosos de la obra de Darío sostienen que el personaje que da nombre al cuento El rey burgués (incluido en Azul) sería inspirado en Eduardo McClure, su jefe en el diario La Época. En lo que se refiere específicamente a la influencia de su estancia en Chile en su estilo literario, no cabe duda de que la mayor proximidad de la literatura francesa —mucho más difundida y accesible en Chile que en Centroamérica— y el ambiente cosmopolita de Santiago fueron elementos cruciales para su poesía”, señala Villafañe.
Por entonces, su situación financiera se había vuelto insostenible y ello lo obligó a regresar a Nicaragua. Además, ya no se relacionaba con Pedro Balmaceda, con quien se había distanciado. En su libro, Villafañe explora dos causas para este alejamiento: el hecho de que Darío colaborara en un diario opositor al gobierno, y un supuesto comentario del poeta burlándose del defecto físico del muchacho. Nunca quedó claro, y no hubo chance de un arreglo. “Cuando Rubén abandonó Chile en 1889 ya no se llevaba con Pedro. Su viejo amigo murió meses después, mientras Darío se encontraba en El Salvador, y le dedicó una biografía, A. Gilbert, en la que, además de elogiar a Pedro, trataba de defenderse de la acusación de que había sido un ingrato”.
Villafañe hace un balance de la estadía del poeta en nuestro país: “Estuvo alrededor de dos años y medio en Chile. Analizando en retrospectiva, hubo grandes victorias. Sin embargo, en aquella época, para él las dificultades pesaban más que los éxitos y su aceptación en los círculos intelectuales chilenos estaba muy por debajo de sus expectativas, que —hay que decirlo— eran bastante irreales. Y nunca pudo establecerse socialmente, a pesar de que a través de su amistad con el hijo del presidente Balmaceda, tuvo acceso esporádico, aunque desde una posición de inferioridad, a la alta sociedad santiaguina”.
Pese a lo amargo de su experiencia, Villafañe comenta que Darío pensó en volver a nuestro país. “Estuvo a punto de visitar Chile de nuevo en 1912 como parte de una gira promocional de las revistas Mundial y Elegancias, de las que era director. Para darlas a conocer, viajó por España, Portugal, Brasil, Uruguay y Argentina con dos capitalistas uruguayos dueños de las publicaciones, un par de periodistas y un fotógrafo. Desde Buenos Aires, el grupo viajó a Santiago, pero Darío, enfermo, permaneció en la capital argentina”.
“En definitiva, la relación de Darío con Chile fue compleja y agridulce. Incluso llegó a decir en una carta privada que ‘a veces me figuro que he tenido un mal sueño al pensar en mi permanencia en ese hermoso país’. Sin embargo, en la misma carta reconocía la importancia de la experiencia chilena: ‘Eso sí que a Chile le agradezco una inmensa cosa: la iniciación en la lucha de la vida’”.