No era sencillo sospechar de él. Después de todo, Paolo Macchiarini, cirujano italiano que engañó a las máximas autoridades de la medicina global durante años, era un hombre que cargaba con un vasto currículum a sus espaldas.
Para el 2010, cuando llegó a trabajar al hospital universitario de Karolinska (uno de los más prestigiosos del mundo, reconocido por ser la sede de la entrega del premio Nobel de medicina), su nombre ya era conocido en el medio. Hace dos años había acaparado las portadas de los diarios europeos tras encabezar el primer trasplante de tráquea humana en el Clínic de Barcelona, una de las operaciones más complejas del área de los trasplantes de órganos. Ese antecedente, sumado a su carisma inherente, permitieron que se ganase la confianza de todos quienes lo rodeaban.
Por esa misma época, Macchiarini ya trabajaba en el ambicioso invento que lo haría conocido en el resto del mundo. Se trataba de una tráquea fabricada con plástico que, al ser envuelta por las células madres del paciente, permitiría realizar esta operación prescindiendo de un donante, mejorando (y en algunos casos salvando) la vida de muchos pacientes. Su historia era conmovedora e incluso se realizaron documentales televisivos para contar todo el proceso detrás de este descubrimiento, aparentemente revolucionario para el campo de la medicina regenerativa.
Eso, hasta que una serie de negligencias en torno a sus prácticas salieron a la luz. Las mismas que llevaron a que la mayoría de las personas que habían sido sometidas a dicha intervención terminaran falleciendo. En El cirujano del engaño, uno de los últimos estrenos de Netflix para el 2023, se reconstruye todo el camino recorrido hasta que el fraude de Macchiarini se hizo público.
Pero también se incluyen varios episodios de su vida personal y amorosa que terminan de perfilarlo como un verdadero mitómano en serie, cuyas mentiras costaron la vida de al menos siete personas inocentes.
Cronología de un engaño
El 2011 fue crucial para Macchiarini. Ese año comenzó el asenso definitivo de su fama mundial, pues fue el período en que pudo concretar su primer trasplante de tráquea sintética. El avance no solo era prometedor para quienes conviven con afecciones relacionados a ese órgano. Además, estaba conquistando un hito que ningún médico pudo concretar antes: prescindir de un donante para realizar un trasplante exitoso.
Su primer paciente fue Andemariam Beyene, un estudiante oriundo de Eritrea que estudiaba en Islandia. Tenía 36 años y sufría de un cáncer inoperable cuando decidió operarse con Macchiarini. El procedimiento, aunque complejo, se resumía en una extracción de las células madre desde la médula ósea para evitar que el organismo rechazara la pieza plástica, y que luego eran sembradas en la tráquea plástica.
Aunque tenía algunas dudas, Beyene cayó ante los encantos del doctor italiano, que lo acompañó en todo el proceso previo a la operación y lo convenció de que esa era su única opción para sobrevivir al cáncer. Y a pesar de que los primeros meses de recuperación fueron complejos, la cirugía parecía exitosa.
Al menos así se comunicó ante la prensa, que se vio deslumbrada con un procedimiento que prometía un cambio rotundo en las posibilidades de la medicina moderna. Pero no todo lo que brilla es oro, y así lo demostró el caso del joven africano.
Cumplidos dos años y medio de la intervención, Beyene falleció luego de agonizar durante gran parte del post operatorio y sufrir una serie de infecciones. Además, se descubrió que la tráquea sintética se había aflojado. Los resultados de la operación del joven eran suficiente para encender una alarma sobre las condiciones en que se realizaba el trasplante, pero Macchiarini se desligó del caso apuntando a que su muerte era esperable y relacionable a otras condiciones de salud.
Así, el italiano mantuvo el apoyo de sus colegas y continuó con las cirugías sin mayores inconvenientes, aunque el destino de sus pacientes se repetía una y otra vez. Ese mismo año trasplantó a Christopher Lyles, un ciudadano estadounidense que sufría de un cáncer terminal y que falleció a los pocos meses de la intervención. Lo mismo ocurrió en los casos de Yesim Cetir (intervenida el 2011 y fallecida el 2017 luego de un largo y delirante post operatorio), la ex bailarina rusa Julia Tuulik y otros tres pacientes más, contando a Hannah Warren, una niña de dos años que nació sin tráquea y que se sometió al trasplante oficiado por Macchiani, muriendo tres meses después.
De las ocho personas que pasaron por el quirófano del italiano, siete fallecieron. Y en el caso del sobreviviente se tuvieron que retirar las tráqueas plásticas y recurrir a trasplantes reales.
El caso de Tuulik fue uno de los más mediáticos. Era una joven madre que vivía con un hoyo en la garganta tras sufrir un accidente automovilístico. Aunque confesó que vivía con dolor y que la falta del órgano le significaba algunas trabas en su cotidianidad, lo cierto es que pudo haber prescindido del trasplante y continuar con vida. Pero otra vez fue seducida y convencida por Macchiarini, que prometió devolverle su vida de antes.
Todo el procedimiento detrás de su operación fue registrado en un largometraje bautizado como Supercells que se utilizó para difundir el trabajo del cirujano, concluyendo que el trabajo había salido a la perfección. Algo que estaba muy lejos de la realidad que vivió la mujer.
En el documental de Netflix, el periodista sueco Bosse Lindquist cuenta cómo inició la investigación que terminó por quebrar la credibilidad de Macchiarini. Todo inició con un documento que llegó a la oficina de la televisión pública de Suecia, donde un colega del médico lo acusaba directamente de asesinar a sus pacientes y cometer fraude en la ciencia.
Su primera reracción fue pensar que se trataba de un intento por difamarlo. “Es completamente imposible que sea cierto. Esto simplemente no pasa en el Karolinska”, pensó el periodista. Aún así, dio curso a un reporteo intenso donde realizó seguimiento a los pacientes del italiano, partiendo por Tuulik.
La historia de la joven era diferente a la del resto de sus pacientes. Motivado justamente por la “duda” que plantaban las enfermedades de base a la hora de analizar los resultados de los trasplantes, el cirujano optó por buscar pacientes relativamente sanos a través de un convenio con el gobierno ruso para realizar estos estudios experimentales. Así fue como conoció a Julia.
En el marco de su reportaje, Lindquist entabló comunicación con los realizadores del documental, que accedieron a enviarle las grabaciones en bruto. Entre las secuencias, había segmentos de conversaciones que no salieron al aire y que demostraban que Maccharini fue informado sobre el mal estado de las prótesis que se utilizarían. Además de ser varios milímetros más cortas, tenían una consistencia débil. Sabiendo esto, el médico prosiguió con la operación.
Además, encontraron un correo donde los productores de Supercells se contactaban con Tuulik para invitarla a la premiere de la película. La respuesta de la mujer fue la siguiente: “Estoy muy mal. Pasé más de medio año en el hospital de Krasnodar. Tres semanas tras la tercera cirugía empecé a pudrirme por dentro, y sigo pudriéndome. Ahora peso 47 kilos. Apenas puedo caminar. Me cuesta respirar. No tengo voz. El olor que emana de mi hace que la gente se estremezca. Las tráqueas artificiales son una mierda. Lamento decirlo”.
Las pruebas aportadas por el colega que acusó a Macchiarini terminaron de confirmar lo que ya sospechaban. A través de documentos recuperados en secreto del Karolinska, el equipo de la televisión pública sueca pudo confirmar que, contrario al conducto regular, el médico no había probado su tráquea plástica en animales, realizando el procedimiento directamente en humanos y sin antecedentes de éxito previos.
Un matrimonio oficiado por el Papa y trabajos para la CIA
Corría febrero del 2013 cuando Benita Alexander, productora de NCB News galardonada con dos premios Emmy por su trabajo, vio por primera vez a Paolo Macchiarini. Eran los días previos a la cirugía de la pequeña Hannah Warren, y por entonces, el canal estadounidense preparaba un documental titulado A Leap of Faith, con el objetivo de profundizar en esta nueva tecnología de los órganos sintéticos.
Para Alexander era claro que los conflictos de interés debían evitarse a toda costa en el rubro periodístico, pero confesó a las cámaras de Netflix que la química que sintió con el médico era innegable. Ambos eran divorciados y no era extraño que pudiera pasar algo entre ellos. A lo largo del rodaje no solo se vieron durante las grabaciones, sino que también en citas y restoranes en contextos ajenos al laboral.
No era difícil notar que Macchiarini era un hombre atractivo. Además de tener un trabajo bastante particular (en su círculo solían llamarlo el “supercirujano”), era políglota y un romántico de manual. Según cuenta la productora, el dinero nunca fue problema para él. No escatimaba en organizar encuentros o viajes en los lugares más sofisticados del mundo y gastar todo lo que fuera necesario en regalos caros.
A las pocas semanas ya estaba profundamente flechada de él. La atracción era mutua y así fue como iniciaron una relación que duró dos años, donde incluso llegaron a comprometerse. Los primeros meses fueron relativamente normales, pero poco a poco, Macchiarini comenzó a agregarle más capas a su vida profesional que la dejaron anonadada.
La primera sospecha eran las llamadas de emergencia en días de festividades como navidad o año nuevo. Al poco tiempo, el cirujano le confesó a su prometida que formaba parte de una suerte de red de médicos VIP que atendían a pacientes famosos.
Y entre ellos, estaban nada menos que Hillary y Bill Clinton, el entonces presidente Barack Obama, Vladimir Putin y el mismísimo Papa Francisco. Hasta aquí era una situación relativamente verosimil, pero Alexander incentivó sus dudas cuando su futuro esposo le confesó que había tenido una reunión en el Vaticano para conseguir un cura dispuesto a casar a dos personas divorciadas, y que quien oficiaría su boda sería nada menos que el pontífice.
Al principio le creyó, pero pocas semanas antes del matrimonio un amigo y colega le escribió para decirle que por esas fechas el Papa estaría en una gira por Latinoamérica, lo que hacía imposible que estuviera en su matrimonio. Las mentiras de Macchiarini se desmoronaban.
En un último intento por mantener sus engaños, y ante los reproches de su pareja, el cirujano no encontró nada mejor que “confesarle” que su faceta como médico era una fachada para ocultar su verdadero trabajo: era un agente de la CIA norteamericana. Esa fue la gota que revalsó el vaso, y que hizo que Alexander cancelara el comprimiso y se separara definitivamente de él.
Al poco tiempo, la periodista descubrió que Macchiarini también le mentía sobre su estado civil. En un momento de envalentamiento, se acercó a su casa en Barcelona, la única a la que nunca había sido invitada, y allí se enteró de que el cirujano vivía con otra mujer y dos niños pequeños. A los pocos días, y tras intentar deshacerse de todas las cosas que la vincularan con el italiano, descubrió que las exclusivas joyas que le había regalado eran falsas. Una ralla más para la suma.
¿Cuántas otras novias tenía repartidas por el mundo? ¿Qué tan probable era que todas esas mentiras se extendieran también a su trabajo profesional? Para Alexander, era claro que ese nivel de mentira compulsiva debía ser un rasgo de su personalidad.
Convencida de eso, la estadounidense decidió contar su historia a la revista Vanity Fair, que publicó un extenso y detallado reportaje haciendo pública la farsa que envolvía la vida personal del médico. Y al tiempo, se hizo público el documental preparado por la televisión pública sueca sobre los fraudes y mala práxis de Macchiarini.
Este último conmocionó a la población sueca, que pedía la suspensión del médico del Karolinska e incluso su encarcelamiento. El 16 de junio del 2022 fue acusado por agresión grave por cuatro de los siete pacientes fallecidos. Sin embargo, y en primera instancia, solo fue encontrado culpable por una de esas acusaciones. El resultado del jucicio fue una suspensión de sentencia que le permitió salir de Suecia y seguir ejerciendo la medicina en cualquier otro lugar del mundo.
Finalmente, y tras una apelación, el triubal decidió que sí era culpable de agredir gravemente a esos tres pacientes, sentenciándolo a dos años y medio en la cárcel.