La historia cuenta que en algún momento de 1978 Yamilet Díaz, de 13 años, decidió que era suficiente. Necesitaba jugar y ser nuevamente una persona normal, si es que algo así era posible después de lo vivido. Resultaba un absoluto misterio a cuánta gente había tocado con sus manos, pero eran decenas, quizás cientos de miles. No quería más.
Todo había comenzado en la primavera de 1975 en la población Esmeralda de Talagante, en tanto Chile atravesaba uno de los años más duros en los albores de la dictadura. En abril se había implementado el plan económico conocido como El Ladrillo; se ponía en marcha el neoliberalismo a costa de altas cifras de desempleo, privatizaciones de empresas estatales, y el azote de los bolsillos de los más pobres, panorama enmarcado en una inflación anual de 370%.
El boca a boca hablaba de una niña con poderes curativos, revelados tras una visión. Vestía de blanco, no debía maquillarse, ni menos contraer matrimonio. Las romerías hasta las rústicas calles de la localidad a 35 kilómetros al sudoeste de Santiago, empezaron a atraer a unas 7000 personas diarias que arribaban desde todo Chile, embarcados en medio centenar de microbuses. Unos cuantos eran enfermos terminales y gente anciana, en tanto la gran mayoría parecían ser solo curiosos.
Aunque Yamilet no cobraba un peso por su servicio, la gente -mayoritariamente humilde- depositaba sobres con dinero en su casa.
“Cuando vienen menos, yo creo que son 3000 personas”, respondió la madre ante la consulta de un periodista de televisión. Según la mujer, era imposible llevar la cuenta del número de visitantes bendecidos por los poderes de su hija, “porque son muchos los que he visto, y mucha gente la que llega después aquí a puro darle las gracias”.
Ante las cámaras, una anciana explica que padece distintos malestares; enumera problemas de presión, los nervios, “incluso hasta los riñones”.
“Y sin embargo -remata- ahora estoy sana ya… casi”.
Las imágenes muestran a Yamilet en el umbral de la puerta de su casa imponiendo sus manos, ante una hilera interminable de gente de todas las edades. Su expresión apenas disimula el tedio. El contacto es de escasísimos segundos.
“¿Te gusta que venga harta gente?”, pregunta un periodista. “Si”, dice la menor.
El reportero intenta averiguar de dónde proviene “este espíritu de sanar”.
“Ni yo sé por qué”, responde Yamilet.
“La prensa ataca a la niña -declara un entrevistado con notoria molestia-, y a la (...) vez le tira la gente encima”.
Ante las cámaras, un especialista de salud sin identificar no duda del efecto de Yamilet entre los concurrentes. “Las enfermedades, casi en un 80% -argumenta-, son de tipo psicosomático”.
“Es decir -continúa-, la gente cree que está enferma, y también la gente cree que se mejora”.
Para el experto, los asistentes que en rigor no padecen enfermedad alguna, creen recuperar la salud “frente a un estímulo exterior con un rasgo de carácter tipo histérico”. La auto mejoría, elucubra, sucede porque “el detonante sería Yamilet”.
La madre ofrece otra explicación.
“Ella es instrumento de Dios -sintetiza-, lo dice todo el tiempo”.
El vidente de Peñablanca
Los orígenes de la imposición de manos -una práctica común en diversas religiones- provienen del judaísmo. En el caso del cristianismo, hay registros en el Nuevo Testamento; en Marcos 16:15-18 dice “(...) Y estas señales acompañarán a los que creen: en mi nombre expulsarán demonios; hablarán nuevas lenguas; tomarán en las manos serpientes; y si beben algo venenoso, no les hará daño; además pondrán las manos sobre los enfermos, y éstos sanarán”.
No hubo culebras ni venenos en el lustro exacto en que Miguel Ángel Poblete acarreó multitudes a los cerros de Peñablanca -comuna de Villa Alemana- en la década del 80, sino una serie de milagros o trucos -dependiendo de cómo se relate su historia-, contando la vieja práctica de la imposición de manos.
¿Su don? Línea directa con la madre de Cristo.
A las dos semanas de haber nacido en Curicó el 28 de mayo de 1966, Miguel Ángel Poblete fue abandonado. Internado en un hogar de menores de la ciudad, se acostumbró a entrar y salir de esos recintos.
“Muy artista, famoso por lo mentiroso”, describió en televisión el psicólogo Julio Irarrázabal, director del hogar donde creció Miguel Ángel. “Le encantaba en los shows hacer papeles de mujer”.
En el otoño de 1983, el joven dijo haber visto a una figura femenina que no era de este mundo en los cerros de Peñablanca, hasta donde había concurrido con un par de amigos para aspirar neoprén, y así evadir el hambre y delirar. Algunas ferreterías vendían a hurtadillas una cucharada del pegamento que ponía en órbita a niños vagabundos, hasta que el líquido se transformaba en una repugnante materia verde adherida a la bolsa de plástico, utilizada para inhalar.
A partir del 12 de junio de 1983 -año clave en las protestas contra la dictadura-, Miguel Ángel inició una serie de contactos con la Virgen. Uno de los primeros mensajes de la divinidad decía así:
“Si el pueblo chileno insiste en la violencia, vendrán días muy amargos. El marxismo está construyendo una torre y tratan de llevar muchas almas… a la perdición”.
Antes de concluir el invierno, el cerro era visitado por miles de personas pendientes del vidente y sus mensajes. El arzobispado de Valparaíso encomendó al sacerdote Jaime Fernández investigar el fenómeno.
El religioso observó una serie de situaciones inusuales. Los cerros, de difícil acceso, contaban de pronto con senderos y rutas para el desplazamiento de peatones y vehículos. Se había montado un escenario digno de un recital con notoria amplificación. De noche, se encendían luces electroboscópicas, mientras que de día surgían humaredas de los cerros aledaños cubriendo parcialmente el cielo. En esas instancias, Miguel Ángel ordenaba a la muchedumbre observar el sol. Entre las nubes, la luz y el humo, supuestamente se manifestaba la Virgen de diversas formas.
El sacerdote reparó que los equipos para la infraestructura eran acarreados por camionetas sin patente. A su vez, muchos peregrinos arribaban en buses facilitados por la Armada. Todo parecía perfectamente coreografiado.
“Miguel Ángel ha llegado -anunciaba una voz por altoparlantes-, y la Virgen aparecerá en unos minutos”.
Para Jaime Fernández, una de las pruebas definitivas de planificación y coordinación en estos multitudinarios encuentros, que atraían gente no solo de Chile, sino de Argentina, Perú y Colombia, entre otros países de la región, fue el momento en que escuchó a personal militar distribuido en los cerros, contactar el vuelo de una avioneta. Al rato, en los cielos de Peñablanca surgió un trazo que la muchedumbre identificó como un pez, asociado a la figura de Cristo como “el pescador de hombres”.
Entre los mensajes de la Virgen a través de Miguel Ángel, había loas al gobierno de facto y reproches a la iglesia. “Los sacerdotes ministros de mi hijo -declaró el vidente en trance rodeado de micrófonos y cámaras-, por sus impiedades y obrar los santos misterios, por su amor al dinero, al honor y al placer, se han convertido en cloacas de impureza”.
A la iglesia le llamaba la atención que Miguel Ángel hacía gala de un lenguaje propio de un conocedor profundo del credo y los ritos, extraño para un joven que hasta antes de las visiones no tenía mayor nexo con el catolicismo. Las pesquisas de Fernández apuntaron que un un ex sacerdote agustino cercano a la Secretaría general de gobierno, asesoraba al vidente.
Fue entonces que Jaime Fernández tuvo una ocurrencia. Le preguntó al obispo de Valparaíso Francisco de Borja Valenzuela, la autoridad que lo había encomendado, qué deseaba que la Virgen comunicara a través de Miguel Ángel, en sus habituales contactos de los jueves.
“Que hable del Apocalipsis”, sugirió el alto jefe religioso.
Fernández invitó a cenar al joven vidente. En la mesa le preguntó si acaso la madre de Jesús se había referido al Apocalipsis, en alguno de sus numerosos contactos. Según el sacerdote, Miguel Ángel ni siquiera conocía el término. Fernández citó entonces algunas referencias al fin de los tiempos, señalando con exactitud su ubicación en las escrituras.
A la semana siguiente, la Virgen de Peñablanca habló del Apocalipsis. Las citas eran exactamente las mismas que el sacerdote había mencionado.
Comer tierra y mirar al sol
Los reportes de la época de Televisión Nacional de Chile decían que, entre diversos mensajes de la Virgen a través de Miguel Ángel, los rusos enfrentarían prontamente un proceso “de conversión”. La divinidad también desaconsejó las protestas con cacerolas que comenzaron a arreciar ese año con la banca chilena al borde del colapso, en tanto la inflación se encumbraba en un 23,1%.
El 8 de diciembre, Miguel Ángel habría sostenido bajo el mentón una vela encendida por más de 20 minutos, sin quemarse. Los episodios milagrosos, según sus partidarios, se multiplicaron. El vidente caía violentamente de rodillas, arqueaba la espalda y parecía sangrar de la cabeza sin razón. El sacerdote Fernández advirtió que la sangre no era tal, sino que se trataba de un líquido contenido en unas minúsculas bolsitas que Miguel Angel discretamente reventaba en su cuero cabelludo.
La gente, completamente absorta, cumplía con los mandamientos de la Virgen en boca del vidente, por estrafalarios que fueran. Comer tierra y mirar directamente al sol, eran algunas de sus insólitas órdenes. La Virgen también le pidió que se disfrazara, y fue así como un día Miguel Ángel llegó vestido de niño explorador.
El 6 de septiembre de 1984, el arzobispado de Valparaíso dictaminó que las apariciones eran falsas.
“¿Estás bien, hija mía?”
La Virgen completó más de 400 contactos con Miguel Ángel Poblete, hasta que en 1987 anunció que vendría una gran prueba colectiva, una instancia para remecer la fe. El 12 de junio de 1988, a exactos cinco años del primer contacto tras aspirar neoprén, la Virgen apareció por última vez en Peñablanca.
Miguel Ángel viajó a Perú para iniciar un tratamiento hormonal. Al poco tiempo se contactó con un matrimonio profundamente católico, que de tanto en tanto lo acogía. Emocionado, el joven reveló que le estaba creciendo el busto.
Miguel Ángel transitó hasta convertirse en mujer. Primero se llamó Ángel y luego tomó el nombre de Karol Romanoff. Bajo su nueva identidad y seguida de un séquito, se presentó en el lugar de las apariciones, cuando ya era un santuario donde los sacerdotes católicos ofrecían misas con la venia de Joseph Ratzinger antes del papado, y del cardenal Jorge Medina, a condición de no mencionar las apariciones.
Karol fue expulsada.
Pasó sus últimos años viviendo en una parcela miserable con cuatro ancianas. Los escasos animales de la propiedad, todos famélicos, estaban marcados a fuego con sus nuevas iniciales. Murió el 27 de septiembre de 2008 a los 42 años por cirrosis, a causa del alcoholismo. Jamás trabajó.
La Virgen nunca dejó de hablarle, aseguró, aunque las visitas se hicieron esporádicas.
“Aparece una vez o una vez a las 500 -contó ebria en cámara- y me dice ‘¿estás bien hija mía?’”.