Los intentos por cancelar expresiones musicales juveniles y otras formas artísticas masivas desde distintos espectros del arco político y la élite intelectual, jamás han rendido frutos. La historia lo enseña y lo restriega. En 1973 la presidencia de Luis Echeverría en México, que contaba con las simpatías de Salvador Allende y Fidel Castro, prohibió el rock como consecuencia del festival de Avándaro, el Woodstock mexicano, celebrado en 1971. Los medios inventaron una cumbre orgiástica y narcótica, y el mandatario reaccionó condenando el evento, hasta dictar la prohibición total del género. ¿Desapareció el rock? Por supuesto que no.
Medio siglo más tarde, el presidente Manuel López Obrador -también suscrito a la izquierda- rechazó los corridos tumbados. “Nada de música buena ondita, ni avanzada, ni rebelde -dijo el mandatario-. No, eso no es la felicidad”.
En Chile, tenemos bitácora en amordazamiento artístico. En dictadura, Los Prisioneros fueron vetados en Televisión Nacional, radio Concierto y el festival de Viña, mientras la gira de 1988 se desmoronó por el boicot gubernamental. ¿La popularidad? Intacta. Llegada la democracia, el gobierno de Aylwin prohibió el debut de Iron Maiden bajo acusaciones de satanismo propiciadas desde la jerarquía católica. ¿Resultado? Hoy es una de las bandas internacionales más famosas y queridas en el país. Hace un par de años, parlamentarios de Renovación Nacional impulsaron infructuosamente un proyecto para prohibir música y videos promotores del consumo de drogas y porte de armas, un eufemismo para suprimir la música urbana.
Resulta inaceptable responsabilizar a las artes de la representación por lo que sucede en la sociedad y pretender que cancelando su expresión, se combaten causas de complejas problemáticas sociales. La delincuencia juvenil, por ejemplo, no desapareció en Gran Bretaña tras prohibir La Naranja Mecánica (1971), ni disminuyó el suicidio juvenil en EEUU intentando llevar a la cárcel a Ozzy Osbourne y Judas Priest.
El intento de cancelación de Peso Pluma en el festival de Viña a partir de una columna incapaz de distinguir los matices entre canal público y estatal, con un firmante de aspiraciones presidenciales en el último ciclo eleccionario, que argumenta la paradoja de invertir dineros públicos en la contratación de un artista que glorifica al narcotráfico -cosa que no es tal por el sistema de financiamiento del evento-, mediante un texto revelador de un conocimiento superficial y prejuiciado de la figura y el género, expone finalmente la prepotencia orwelliana de una élite dispuesta a dictaminar qué productos culturales consumir, bajo la falacia del bien público.
Lo que asoma en esta maniobra apoyada inmediatamente por una casta política siempre ansiosa de luces y cámaras a costa del alarmismo, es una grosera subestimación de las capacidades del público para distinguir la representación de la realidad. La gente no es mayoritariamente imbécil como muchos gustan creer.
Los enlaces urdidos esta semana, donde se mezcló en un solo argumento el narcotráfico, la música urbana y la crisis en Ecuador, como presagio de una descomposición social cortesía de los corridos tumbados, solo escabullen las verdaderas causales de los problemas derivados del mercado negro en torno a las drogas. Una problemática donde se sobrepone la criminalización del usuario sobre las aristas sanitarias, debiera empujar un debate serio donde se asuma que erradicar el consumo es una quimera. El control de cancioneros y artistas no resuelve absolutamente nada en este conflicto. A lo sumo, nos expone al ridículo.