“Tuve que intentar traducir lo que agitaba mi alma”: la vida de Edvard Munch, el atormentado pintor de El Grito

MUNCH

Movilizado por el dolor y la angustia, su propósito artístico era diseccionar el alma del ser humano. Lejos de ser antojadizo, el tono de sus pinturas fue el resultado de una vida dura, marcada por la muerte y las adicciones. A 80 años de su fallecimiento, la carrera de Munch continúa siendo de las más icónicas de la historia universal.


Edvard Munch paseaba por un sendero con unos amigos cuando un cambio abrupto en el cielo se robó su atención. “De repente, el cielo se tiñó de rojo sangre”, describió luego en una de las páginas de su diario, fechada en 1892. “Sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad. Mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad. Sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza”.

Con esa anotación, el pintor noruego dejaba testimonio del germen de una obra que elevaría su nombre a los laureles de la inmortalidad. Como la Mona Lisa de Da Vinci o La noche estrellada de Van Gogh, El grito de Munch continúa siendo uno de los cuadros más célebres y populares de la historia universal. Y aunque no es su única obra maestra, representa con firmeza esas sensaciones angustiantes que marcaron su carrera.

El Grito Edvard Munch

Claro y contundente, ese fue su leitmotiv: “Igual que Leonardo da Vinci estudió anatomía humana diseccionando cadáveres, yo quiero diseccionar almas, penetrar en el territorio místico del inconsciente”, declaraba en otro pasaje de su diario. “Tuve que intentar traducir lo que agitaba mi alma”.

Ese interés por exprimir la interioridad de nuestra especie no era antojadizo. Censurado y admirado, obsesionado con la muerte y los pecados y atormentado por el alcoholismo y la depresión, su vida no fue del todo sencilla. En los días previos a su fallecimiento -el 23 de enero de 1944, hace exactos 80 años-, el pintor dejaba clara esa marca que lo perseguía. “Ya experimenté la muerte al nacer. Para mi el verdadero nacimiento es morir”, afirmaba en una frase que toma mucho más sentido al escarbar en algunos pasajes de su biografía.

La sombra del padre

Su fijación con la muerte comenzó cuando era apenas un niño. Tenía sólo cinco años cuando su madre falleció de tuberculosis, y 14 cuando Johanne Sophie, la mayor y más querida de sus cuatro hermanos, murió de la misma enfermedad.

Hasta entonces, la relación de los hijos con su padre, un médico militar llamado Christian Munch, era relativamente buena. Los mejores recuerdos que guardaba Edvard de su niñez eran justamente de ese primer lustro, cuando su papá les leía cuentos de Edgar Allan Poe antes de dormir.

Pero las cosas no tardaron en ponerse tensas. Además de ser fanático de la literatura de terror, el hombre también era un cristiano con una fe prácticamente obsesiva. Con la muerte de su esposa, su devoción religiosa se puso cada vez más dogmática y agresiva. A las narraciones de Poe se sumaron historias apocalípticas sobre el diablo y su descomunal sed de venganza, más constantes sermones sobre el terrible destino que les esperaba a los pecadores. Una serie de elementos que sólo alimentaban sus pesadillas.

Autorretrato con cigarrillo, Edvard Munch.
Autorretrato con cigarrillo, Edvard Munch.

Mi padre era temperamentalmente nervioso y obsesivamente religioso, hasta el punto de la psiconeurosis”, describió el artista en algún pasaje de su diario. “De él heredé las semillas de la locura. Los ángeles del miedo, el dolor y la muerte estuvieron a mi lado desde el día en que nací”.

“Vine al mundo asustado y viví con un miedo perpetuo a la vida y a la gente”. Así las cosas, Munch y sus hermanos pasaron gran parte de su infancia recluidos en su casa, atormentados por las profesías de su padre y la latencia de una enfermedad tan desgraciada como la tuberculosis.

Durante esos inviernos en casa comenzó a dibujar como una forma de aliviar toda esa ansiedad que ya acumulaba desde pequeño. Y aunque se matriculó en un colegio técnico para estudiar ingeniería, terminó abandonándola para dedicarse de lleno a la pintura.

Edvard Munch, pintor noruego.
Edvard Munch, pintor noruego.

La decisión golpeó una vez más su relación paternal. Para Munch padre, el arte no era más que un oficio pagano alejado de la mano de Dios. Cuando anunció que se inscribiría en la Real Escuela de Arte y Diseño de Kristiania, su familia comenzó a recibir una serie de cartas anónimas con pasajes de la biblia que le atribuían al joven pecados terribles.

Sin embargo, su progenitor estuvo lejos de quedarse de brazos cruzados. En más de una ocasión llegó a botar sus cuadros a la basura, sobre todo aquellos trabajos que representaban desnudos femeninos y se resistía a hacerse parte de la nueva vida de su hijo.

Por rebeldía o no, pasó poco tiempo hasta que Munch comenzó a frecuentar el círculo de artistas más bohemio de Oslo. De esos tiempos, el pintor se abrió a dos mundos que lo impactarían por el resto de su vida: el alcohol y las mujeres.

Mujeres y el pecado

Su ingreso al mundo de los artistas no estuvo excento de dificultades. Para su padre era un libertino, mientras que para sus colegas era un hombre demasiado tradicional, en un desequilibrio que sólo acrecentó su sensación de soledad.

Uno de los shocks más grandes fue la libertad sexual que ya era común en los círculos bohemios. No concebía situaciones como la del pintor Christian Krohg, cuya esposa se relacionaba amorosamente con dos de sus mejores amigos bajo su consentimiento.

Las terribles consecuencias del pecado seguían atormentándolo e hicieron de su primera relación sexual un verdadero calvario. A los 22 años conoció a Millie Thaulow, la esposa de un amigo de su hermano, en una cena familiar celebrada durante las vacaciones. Luego de comer, la joven lo invitó a dar un paseo por el jardín. Tímido, aceptó.

El beso, Edvard Munch.
El beso, Edvard Munch.

Lo que Munch no imaginaba era que ese inocente paseo terminaría desviándose hacia el bosque. Y peor aún, lo harían protagonista de un pecaminoso adulterio. Más tarde describiría la situación en su diario, asegurando que fue como si la muchacha lo hubiese despojado todas sus energías. De esa anécdota habría nacido el cuado Amor y dolor, donde se ve a una mujer que, cual vampiro, posa su boca en el cuello de un hombre.

En general, su relación con el sexo femenino siempre fue bastante tensa. Tuvo varias amantes, aunque rehuía del compromiso: “Decidí siendo muy joven que nunca me casaría. Siempre he puesto mi pintura antes que cualquier otra cosa y las mujeres se han interpuesto a menudo en mi camino hacia el arte”, escribió en su diario.

Pero hubo una mujer con la que estuvo a punto de contraer matrimonio. Tulla Larsen era una rica heredera que se obsesionó con el pintor. Cuando se conocieron, Munch ya tenía problemas con el alcoholismo y una depresión bastante avanzada, aunque nada de eso le importó.

Larsen quería casarse con él a toda costa, aunque eso significara mantenerlo económicamente. Comenzaron un noviazgo, pero el artista pronto comenzaría a planear su huida. Incluso fue capaz de inscribirse a un sanatorio mental con tal de perderla de vista.

Amor y dolor, Edvard Munch
Amor y dolor, Edvard Munch

Fue ahí cuando la mujer ideó un plan con el que estuvo a punto de amarrar a su pretendido. Luego de la escapada, Larsen escribió una carta inventándose una falsa enfermedad terminal. La situación hizo que Munch se sintiera tan culpable que, en su respuesta, terminó pidiéndole por escrito que se casara con él.

Cuando quiso retractarse ya era demasiado tarde. Según la ley de entonces, los hombres estaban obligados a cumplir sus promesas de matrimonio. Y aunque finalmente logró librarse del compromiso, tuvo que hipotecar su casa y rematar varios de sus cuadros para pagar los costes del litigio.

Tras varios ires y venires, la relación entre ambos terminó cuando, luego de una acalorada discusión, Munch recibió un balazo en la mano derecha que le destrozó uno de sus dedos. Nunca se supo con exactitud quién perpetuó el disparo, aunque es bastante probable que el cuadro bautizado como La muerte de Morat representara parte de los sentimientos que la mujer despertó en el pintor.

Una mente perturbada

Heredé dos de los enemigos más temibles de la humanidad: la herencia de la tuberculosis y la locura”. Así definía Munch el legado de su familia, que no solo se vio golpeada por la enfermedad que le quitó la vida a su madre y hermana.

La salud mental también jugó un rol importante en su vida y la de sus parientes. Laura, una de sus hermanas menores, fue diagnosticada durante su infancia con una enfermedad mental; mientras que la depresión y los episodios de angustia siempre fueron algo cotidiano en la vida del pintor.

Aún así, de buenas a primeras no estaba demasiado convencido de tratar sus inestabilidades. “No quiero deshacerme de mi enfermedad. Mi sufrimiento es parte de mí mismo y destruirlo acabaría con mi arte”, escribió por esos años.

El alcohol solo empeoró las cosas. En un tiempo donde comenzaba a beber incluso antes del desayuno, sus problemas mentales se agravaron a tal punto que generó una demencia paralítica que lo llevó a pasar una temporada en una clínica psiquiátrica.

Autorretrato con brazo esquelético, Edvard Munch.
Autorretrato con brazo esquelético, Edvard Munch.

Durante el otoño de 1908 sus problemas se agudizaron. “Mi condición estaba al borde de la locura”, describiría luego. Preso de alucinaciones y sentimientos de persecución, se internó por ocho meses para recibir un tratamiento especializado y terapia de electrificación.

Su recuperación coincidió con la eclosión del expresionismo en Alemania, un territorio donde cultivaría una buena cantidad de seguidores al menos hasta la segunda guerra mundial.

Los últimos años de Munch fueron relativamente tranquilos. Siguió pintando en su finca de Oslo, aunque una serie de problemas a la vista afectaron su calidad de vida. Una de sus últimas tragedias vino con la llegada de Hitler al territorio alemán, pues el nazismo fue tajante al incluir su trabajo dentro de la lista del arte prohibido.

Muchas de sus pinturas alojadas en el país europeo fueron destruídas, aunque una parte considerable pudo ser rescatada por algunos amigos y personas afines a su arte. Ochenta años después de su muerte, sus obras sobre la soledad y la angustia del ser humano parece ser más contingente que nunca.

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