Columna de Matías Rivas: Bob Dylan espera la noche

Bob Dylan 1997
Columna de Matías Rivas: Bob Dylan espera la noche


La canción del verano podría ser Not Dark Yet de Bob Dylan. Relata la historia de un tipo que no puede dormir por culpa del calor. Su tono es abatido. Su centro de gravedad es el verso que dice: “Ni siquiera hay espacio para estar en ningún lugar”. Viene en el disco Time Out of Mind de 1997, que significó el regreso de Dylan a la primera línea después de un tiempo de relativa opacidad. Tenía 56 años, recién había superado una delicada histoplasmosis. Daniel Lanois, quien fue el productor, cuenta lo que sintió al escuchar las letras: duras, profundas, desesperadas. Varias tratan del amor y el desamparo, entre otras, Love Sick.

Not Dark Yet es una balada hipnótica y oscura. Sus imágenes son románticas: sostiene que el alma se vuelve de acero, pues tras la belleza hay dolor. Menciona una carta amable de una mujer, en la que ella puso todo lo que pensaba. Pero Dylan, con su voz quebrada, no sabe por qué debería importarle, si aún no llega la noche. Es decir, todavía está sofocado, exánime. Recuerda que pasó por Londres y también por París. Confiesa que acabó en el fondo de un mundo de mentiras, no buscó nada en los ojos de nadie. A veces carga más de lo que puede soportar. Nació y morirá en ese lugar contra su voluntad: “parece que me muevo, pero estoy quieto. Cada nervio de mi cuerpo está tan desnudo y adormecido, que ni siquiera puedo recordar cómo llegué escapando hasta aquí”.

La crítica considera que Time Out of Mind es crucial dentro de su obra. Señalan que es un trabajo en torno a la decepción y la madurez con una potencia musical que conmueve. En YouTube se encuentra la versión que realizó junto a Eric Clapton en 1999. Levemente más rápida, con otro arreglo. Para mí es uno de los poemas memorables de Dylan. Aborda el ocaso, el final del día, un tópico clásico, y lo revitaliza con un tono que mezcla la melancolía y la rabia.

Love Sick podría ser la continuación desesperada de Not Dark Yet. En ella, Dylan advierte que espía a las parejas para sentirse aferrado a una sombra. Y que su mujer lo destruye con una sonrisa mientras duerme. En Love Sick se queja, tiene rabia y deseo. La interpretó en los Grammys de 1998. Dylan estaba vestido con un terno elegante, color gris, camisa de cuello largo y una corbata de lazo. Fue interrumpido mientras cantaba por un sujeto que se metió súbitamente al escenario con un mensaje en su pecho desnudo: soy bomb. Dylan lo miró con una mueca y siguió inmutable mientras el tipo bailaba con la intención de llamar la atención y arruinar el show. Hasta que lo sacaron rápido y sin escándalo.

Sam Shepard en su libro Rolling Thunder: con Bob Dylan en la carretera anota, lleno de admiración: “crea una atmósfera mítica de la tierra que nos rodea. La tierra por la que caminamos cada día y que nunca vemos hasta que alguien nos la enseña”. Y se detiene en detalles: “Manos de cuero lechosas, curtidas, que nos dicen más cosas que su cara sobre la música y sobre dónde han estado. Manos antiguas, demoníacas, no humanas, que casi dan miedo”.

Luego de que Dylan obtuviera el Premio Nobel de Literatura se publicaron varios compilados con sus letras y crónicas. Si uno las lee, no comprende la decisión del jurado. Su talento se percibe con meridana claridad en sus composiciones musicales. Hace poco salió el volumen Filosofía de la canción, decepcionante salvo por un par de anécdotas. Prefiero Tarántula, su conjunto de poemas y textos de 1971. Su estilo -en esa época- estaba influido la poética beatnik y la tradición maldita. Dylan inventaba personajes, máscaras, de ahí que se haya pintado la cara y que su facha esté en constante metamorfosis.

En su última grabación, Rough and Rowdy Ways de hace cuatro años atrás, hay una alusión directa a Walt Whitman en el sencillo I Contain Multitudes. Una más de las vertientes que ha cultivado Dylan. Le gustan los profetas y los visionarios. El sustrato bíblico de su imaginario es ineludible.

Knockin’ on Heaven’s Door la compuso para la película de Sam Peckinpah, Pat Garrett y Billy the Kid de 1973, en la que además actúa. Son los años del hipismo, y una de las lecturas de cabecera de muchos es el Matrimonio del cielo y el infierno de William Blake, un libro con proverbios, entre ellos, el que indica: “Si las puertas de la percepción se purificaran todo se le aparecería al hombre como es, infinito”. Dylan citará esta idea mística a la hora de contar la muerte de un sheriff. Comienza con las palabras: “Mamá, quítame esta placa / no puedo usarla más”. Y termina con la directa referencia: “Está oscureciendo, es demasiado oscuro para que yo lo vea / siento que estoy llamando a la puerta del cielo”.

La cultura de macetero (esa que no tiene raíces que dan hacia el suelo ni hacia la calle) sufre con la sola mención del nombre de Bob Dylan. No consideran que posea el peso específico de J.M. Coetzee o V.S. Naipul. Tienen razón si nos remitimos al estricto plano del lenguaje escrito. Pero se equivocan al dejar de lado a los trovadores. Remota tradición. El caso de Leonard Cohen es similar. Ambos son proclives a adoptar el discurso de los perdidos. Sus himnos se entonan igual que los cánticos órficos. Son breves monólogos acerca de la soledad y el desengaño.

La cantidad de covers que se ha hecho de sus éxitos es imponente. Desde Grateful Dead, Jimi Hendrix, Patti Smith y The Rolling Stones hasta Lana del Rey, Guns N’ Roses, Adele y PJ Harvey. Son muchas las bandas y solistas que vuelven a interpretar ciertos temas, los que se van quedando en la memoria colectiva. Se transmiten de una generación a otra. Quien los creó pasa al olvido. Se convierten en parte de un bagaje común. Cada uno los adopta a la circunstancia que le conviene. Sus autores gozan de una inmortalidad popular, sin “yo”. Semejante a los rezos y las leyendas.