La encuesta Cadem del pasado 21 de enero fue categórica: un 74% de los entrevistados señaló desinterés absoluto por sintonizar el próximo Festival de Viña. A su vez, dada la tragedia de los incendios, el barómetro de las redes sociales propuso la cancelación del evento o una radical modificación, con las ganancias para los damnificados. Ante una posible suspensión, la alcaldesa Macarena Ripamonti manifestó la subordinación a la autoridad ejercida por la Armada, que suspendió los eventos masivos en la zona. En el intertanto, tal como sucedió en la edición 2020 por el estallido social, la gala no va.
Resulta llamativo el aparente desarraigo y ninguneo local ante el mayor evento artístico que ha producido este país por más de 60 años, un hito de reconocimiento internacional que representa La Meca para los artistas latinos en busca de la consagración, y una magnífica vitrina para Viña del Mar como centro turístico de categoría.
En los últimos años se multiplican las crónicas y columnas proclamando la decadencia irremediable del evento. El punto de vista, invariable: hubo una época -generalmente los 80, cuando estábamos excluidos del circuito de los grandes conciertos-, en que el festival poseía una supuesta magnificencia y calidad indiscutida. Según ese supuesto, lo mejor de lo mejor se presentaba en el escenario de la Quinta Vergara. La información a un clic de distancia junto a un ejercicio de memoria más acucioso, contradice aquello.
Como una sopa con más agua, el evento se realizaba mediante artistas que se repetían dos días. Si bien el Festival de Viña siempre ha convocado a los nombres más importantes del circuito latino, en materia anglo -salvo la presencia de The Police en 1982- los números eran de segundo orden, o lejos de sus mejores días con tarifas más accesibles. No vinieron los Bee Gees, pero tuvimos al infortunado Andy en 1984. No vino Modern Talking, sino su cantante Thomas Anders en 1988 y 1989, cuando el dúo alemán ya no existía. Nazareth llegó una década tarde en 1985. KC and The Sunshine band, integrantes de la histórica edición de 1981, arribaron a un lustro de sus mayores éxitos. El desfase, símbolo del aislamiento internacional al que estábamos sometidos, era la norma.
En cuanto a la teleaudiencia, el arrastre sigue siendo contundente, a pesar de esa gran mayoría que dice no verlo. La última edición marcó un rating promedio hogar de 25,5 puntos, según datos de Kantar Ibope. El tiempo promedio en que fue sintonizado el vilipendiado espectáculo, fue de dos horas y nueve minutos.
Otro dato relevante se relaciona con el público juvenil que, según indican las tendencias, no tiene gran apego a la pantalla abierta. Aún así, un 63,7% de la teleaudiencia en 2023 era menor de 25 años. Por cierto, los datos de lectoría de Culto indican que las informaciones del periodo festivalero, son lo más leído del año.
El Festival internacional de la Canción de Viña del Mar no solo es parte del patrimonio de la ciudad, sino del país entero. En el caso de los artistas locales -músicos, humoristas y animadores- simboliza reconocimiento y eventual consagración si la noche es redonda. Para las figuras hispanoamericanas, el paso por la Quinta Vergara funciona como catapulta, en tanto para los más grandes de la canción en nuestro idioma, se trata de un escenario de categoría sin discusión.
No se irrespeta a las víctimas de la tragedia del pasado fin de semana por celebrar una fiesta como esta. Al contrario. Se rinde homenaje a sus memorias -que de seguro el Festival lo hará en su noche inaugural-, mientras se celebra con música y humor la vida, junto a la voluntad de recuperarse y seguir.