Sofocado el fuego, junto a los esqueletos calcinados de los hogares humanos, los árboles muertos siguen de pie, como en reproche, y ya no dan sombra, sino que son ellos mismos sombras erguidas. Hasta el sol parece haberse ensuciado. Una vez más se ha destruido, por obra del hombre, la verde pujanza de la vida. Los avisos, los pactos y las promesas son un dique frágil frente a la avidez. Ovidio relató un cuento triste sobre advertencias desoídas, imprudencia y llamas. La historia universal de la devastación.
Faetón era un adolescente cuando descubrió que su padre era el Sol. Decidió acudir a su mansión, donde lo encontró en su trono de esmeraldas. Hijo mío, dijo el Sol al reconocerlo, cómo me alegra tu llegada. Pídeme un deseo y te lo concederé. Faetón dijo que quería conducir una vez el carro solar en su itinerario celeste. No podrás, la tarea es demasiado peligrosa, le advirtió su padre. Sin embargo, Faetón, envalentonado, insistió. A la mañana siguiente monta en el carro de oro, en el que ya están enganchados los caballos de aliento llameante. Salen en tromba por las puertas de oriente, feroces, rasgando las nubes a su paso. Dan sacudidas, se desbocan, Faetón pierde el control. A medida que el astro se desploma sobre la tierra los bosques arden, la ceniza extiende su sábana blanca sobre los pastos, surgen desiertos, los peces buscan refugio en lo profundo del mar.
Finalmente Faetón cae dando vueltas y muere. En medio de la desolación, sus hermanas lo entierran llorando por su destructiva arrogancia. Tan inagotable es su pena que las jóvenes se transforman en álamos. Todavía hoy, cuando el viento pasa por las hojas de estos árboles, podemos ver su llanto plateado por Faetón y por nosotros.