Slash en Chile: emotivas postales de 1992
El show del músico fue antecedido por Gilby Clarke, antiguo guitarrista de Guns N' Roses. Durante el tour sudamericano, solo en Chile ambos se unieron en el escenario.
Fue el propio Slash quien introdujo a Gilby Clarke en Guns N’ Roses en 1991, cuando Izzy Stradlin decidió partir de la “banda más peligrosa del mundo”. Según recuerda el guitarrista del sombrero de copa, Clarke, quien por esos años circundaba bandas menores de Hollywood, se aprendió sesenta canciones en dos semanas. “Era el único que conocía con una onda similar a la de Izzy, algo nada fácil de conseguir”, escribe Slash en su libro biográfico.
“Lo único que recuerdo claramente sobre la audición es que tenían un área pavimentada donde Izzy solía posicionarse en los shows, lo cual me dijeron. ¿Tienes lo necesario para llenar este espacio? Eso fue bastante divertido”, recordaría Gilby en una revista de guitarras en 1992.
Y en cierta medida lo tuvo. Clarke fue parte de Guns N’ Roses cuando el conjunto angelino estuvo en la cresta de la ola entregando su impronta y dejando registros memorables en su dúo de cuerdas con Saul Hudson, como aquella interpretación de Wild Horses, de Rolling Stones, en Tokyo 92. Si bien no tuvo el talento compositivo que su predecesor, se hizo cargo de una cotizada plaza en la que llegó a sonar Dave Navarro. Su paso por ese grupo, del cual Chile fue testigo en 1992, se acabó al poco andar, con Axl Rose argumentando que “no podía componer con él”.
Pese a que su participación en GNR duró solo un par de años, Gilby quedó en la memoria Gunner. Es por ello que el anuncio de Gilby Clarke como telonero de Slash feat. Myles Kennedy and The Conspirators en parte de la gira causó entusiasmo. Aunque las venidas de Slash a Chile ocurren con cierta regularidad, en esta ocasión había un componente especial.
Son cerca de las 18.00 y la fila afuera del Teatro Caupolicán para ingresar a cancha se extiende por casi dos cuadras. Los infaltables vendedores ofrecen diversos diseños de poleras, entre ellas una con la icónica cara de Pepe Le Pew, aquel zorrillo de Looney Tunes que Slash inmortalizó en el imaginario rockero en el show de Tokyo 92. En la fila, algunos aprovechan de echarse tragos de cerveza para amortiguar la espera, mientras otros inician amistad compartiendo diálogos banales.
Tres horas después, Gilby Clarke aparece ante un teatro casi lleno. Al igual que Slash, Clarke puso su imagen en el congelador: luce la misma cabellera larga y oscura, gafas negras, una figura semi esbelta y actitud parrandera. Toma una Gibson Les Paul dorada gastada y empieza a animar al público. Se toma unos minutos para afinar su guitarra como si estuviera en la tocata de un bar y da partida a su repertorio con Monkey Chow, una de Slash’s Snakepit que es de su autoría.
Clarke aprovechó su popularidad noventera para lanzar una carrera solista que dejó varias placas. Pawnshop Guitars, su punto más alto, terminó siendo una suerte de eslabón perdido en los discos de Guns N’ Roses, con colaboraciones de Axl, Slash, Duff McKagan, Matt Sorum y Dizzy Reed. Tres canciones de este álbum aparecieron anoche: Tijuana Jail, Cure Me... Or Kill Me y el cover Dead Flowers.
Clarke no es un guitarrista prodigioso y tampoco un cantante talentoso, pero posee ese factor desconocido, ese que reza sobre la actitud rocanrolera y que el público sabe reconocer. Asemejándose a Keith Richards o a Joe Perry, Clarke parece estar de fiesta con su powertrío conformado por EJ Curse en bajo y Troy Patrick Farrell en batería. Sus puntos altos de la noche fueron Knockin’ on Heaven’s Door, cantada a coro por un excitado teatro, y un guiño al riff de My Michelle para el tramo final.
Slash
El fanatismo de Slash por el cine de terror se ve reflejado en la música introductoria del show. El profundo bombo de The Thing: Main Theme (Desolation), de Alan Howarth, suena minutos antes de las 21.00 para dar paso al arribo del conjunto. El caluroso Teatro Caupolicán se vuelve una caldera con la aparición de Slash en el costado izquierdo del escenario.
El concierto parte con The River Is Rising, una del último álbum de Slash en conjunto a Myles Kennedy, titulado simplemente como “4″. Pese a que la última entrega de Slash en solitario carece de la pegada de sus registros anteriores, el inicio del show es explosivo. La cancha del teatro se vuelve tumultuosa y caótica, con un público luchando por estar lo más cerca de su ídolo o por lograr la mejor foto para sus redes sociales. Es ahí cuando algunos deben ser retirados de los sectores más cercanos del escenario debido al sofocamiento.
A poco andar aparece el riff de Back From Cali, una que a esta altura suena como clásico y que fue una de las primeras interacciones entre Kennedy y Slash. Fue en 2010 cuando el guitarrista reunió a varios músicos para lanzar un destacado disco solista. De ahí en adelante, flechado por la amplia tesitura vocal de Kennedy, decidió emprender junto a él una nueva aventura musical, alejado por esos años de Guns N’ Roses. Dicha aventura ya cuenta con 4 discos y varias giras mundiales.
Y es que no era difícil no quedar flechado con Kennedy. El cantante, de 54 años y también en Alter Bridge, es uno de los actuales cantantes de rock más hábiles: posee un alto rango vocal, un carisma único y una buena condición física. Con todo, Kennedy se echa al bolsillo todos los tonos que fueron requeridos de los proyectos pasados de Slash, incluyendo, en parte, el torbellino vocal de Axl Rose.
Pero el show de Slash, hoy día, no funciona como nostalgia de GNR. De hecho, con el paso de los años, son cada vez menos las canciones que toca de ese grupo. Si en 2015, también en el Caupolicán, fueron 7, ayer fueron solo 2.
A mitad del show aparece una rockera versión de Always on the run, riff creado por Slash para Lenny Kravitz a principio de los 90 y que terminó en el disco Mama Said (1991). “Era un riff muy funk para Guns”, recordó alguna vez Slash.
La balada Bent to fly llena el recinto con su nostálgico coro, mientras que vuelve el recuerdo de Snakepit con la pendenciera Speed Parade. El conjunto, pese a funcionar como banda paralela de Slash en relación a GNR, luce más contundente, aceitado y robusto que en 2019. Todd Kerns (bajo), Brent Fitz (batería) y Frank Sidoris (segunda guitarra) forman una base sólida para el despliegue melódico de Slash y Kennedy. Su crecimiento es notorio. Tanto que Kerns, quien ya mostraba interés en cantar, ahora se aventura con canciones donde Axl Rose desplegaba su prodigiosa garganta. Así es como Dont Damn Me, del Use Your Illusion I, cantada por el bajista, se transforma en un punto caliente del show.
El mismo pináculo alcanzado en Wicked Stone, donde el virtuoso hombre de las seis cuerdas disparó un solo de 10 minutos, con musculosos fraseos bluseros. La joya de la corona estuvo al final. Luego de una pequeña pausa, Gilby Clarke vuelve al escenario. Tal como en su etapa por Guns N’ Roses se ubica a un costado derecho del escenario. La escena es destacada por los presentes porque, pese a que teloneó a Slash en varios países de Sudamérica, no hubo interacción musical. Gilby no participó del show de Slash ni en Brasil ni en Argentina. Solo en Chile.
De un momento a otro suena ese riff furioso que da la partida a Nightrain. En cancha, algunos se abrazan entre ellos. Inesperado total. Una pequeña parte de lo que fue el Guns N’ Roses noventero, el mejor tiempo del conjunto, se empezaba a replicar en el Teatro Caupolicán. Tokyo y Chile 92 se vienen a la memoria en 2024. Todd Kerns asume de buena manera las voces y comienza el movimiento sísmico. Slash se acerca a Clarke formando una postal añosa, llena de nostalgia, y grabada en la memoria Gunner. El corte, donde Axl rezaba sobre tomar un vino barato parecido a la “gasolina” e irse de parranda en éxtasis, termina en la cima con Slash y Gilby uniéndose en un abrazo fraterno. El teatro amenaza con caerse. “Gilby es de la familia”, dice Myles.
Para el cierre aún quedaba Anastasia, esa que parte con un complejo riff donde Slash hace gala de su talento para transformar escalas en melodías y canciones pegadizas. “Te amo, chascón”, grita un extasiado fanático. El melancólico fin de una intensa noche de postales noventeras.
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