Columna de Marisol García: Quieren dinero, oh
Es noticia en estos días la querella que Jorge González ha interpuesto contra uno de sus ex compañeros en Los Prisioneros (el baterista Miguel Tapia) y quien fuese su manager por varios años (Alfonso Carbone). A quien conozca la extensa cartola del negocio musical en el mundo le parecerá un giro biográfico acaso triste, pero en lo absoluto sorprendente.
Enormes diferencias y de todo tipo distancian a Ana Tijoux de Shakira, es obvio. Pero el muy buen nuevo disco de la chilena, Vida, ofrece aún más marcas para esa distinción.
Abre Millonaria, que suena como un desmentido valiente a quienes dividen a la humanidad entre personas tipo-Rólex y tipo-Casio: “Estoy tapizada / una familia que siempre me abraza / Soy millonaria: tengo mi piño, mi casa, mi gata / […] Valen más que millones de quilates / son lingotes preciados y radiantes / que brillan por la calle cuando salen…”.
Su canción es un saludo al valor incomparable de los afectos, y sorprende como una excepción en un panorama pop que hace rato se permite todo tipo de disidencias, salvo aquellas que se permitan sospechar del libremercado. ¿Es el pop esencialmente capitalista? Por cierto que sí, y hasta el más propositivo de sus operarios lo entiende como un producto que necesita de las dinámicas de intercambio para su amplificación y continuidad.
La oferta no sólo es pródiga en canciones de apología al consumo (Material girl, de Madonna, es cándida al lado del vigente bling-bling urbano), sino que también existe demanda por versos sobre desigualdad social y orgullo de clase, por calculados que estos sean. Ahí están Jennifer López queriendo hacernos creer que sigue siendo “from the block”, o la propia Shakira, que en una de las composiciones más impúdicas de su trayectoria (que ya es decir) asume en El jefe (2023) la voz proletaria del obrero explotado que a fin de mes sólo puede concluir: “Se acumulan las facturas / ser pobre es una basura”. La colombiana podría ser embajadora de un nuevo tipo de pop transclase.
Las tensiones en torno al dinero, el sustento económico y la competencia cargan de manera particular a los profesionales de la música. Es el suyo un oficio no solo inestable, sino además requerido de división de tareas, asociaciones y contratos temporales de bordes subjetivos; al cual el éxito, cuando llega, intrinca hasta lo imposible.
Es noticia en estos días la querella que Jorge González ha interpuesto contra uno de sus ex compañeros en Los Prisioneros (el baterista Miguel Tapia) y quien fuese su manager por varios años (Alfonso Carbone). A quien conozca la extensa cartola del negocio musical en el mundo le parecerá un giro biográfico acaso triste, pero en lo absoluto sorprendente.
Hace poco más de un mes, las dos partes del famoso dúo Hall & Oates saltaban a los titulares por una pelea judicial comparable, que no hace más que sumarse a una línea de la que no se salvan parientes (Beach Boys), ex parejas (Fleetwood Mac), referentes indies (The Smiths) ni leyendas (Pink Floyd). Hace años el baterista John Densmore llevó a un juicio a sus dos ex compañeros sobrevivientes de The Doors por querer venderle Break on through a un comercial de Cadillac, bajo el argumento de que Jim Morrison le hablaba al oído para que no lo hicieran (y ganó).
Es que el dinero motiva pasiones y revela mezquindades que a la canción popular no siempre le sale a cuenta incorporar con honestidad. A Lucho Barrios le salía convincente aquello de “amor de pobre solamente puedo darte”, pero sabemos que así es la fantasía romántica: puede tomarse gratis todo tipo de licencias.
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