Si nos dejamos llevar por los comentarios en las transmisiones que siguen el Festival de Viña y las ocurrencias en redes sociales, la Quinta Vergara vivió un momento histórico con el debut de Andrea Bocelli (65), en la segunda noche del certamen. Según esos parámetros, esta sí que es música -de la buena, la que realmente vale la pena-, porque nos sentimos más cultos y elevados bajo el amparo de una orquesta y coro de 140 profesionales, más una serie de invitados del tenor nacido en Lajatico, en la campiña italiana.
Por el solo hecho del soporte sinfónico y las acrobacias vocales propias del género, imposible poner en duda que se trata de un gran espectáculo que, por cierto, lo fue. Pero la Quinta Vergara estuvo lejos de venirse abajo presa de la emoción con las interpretaciones de Bocelli. La Quinta ha vivido momentos telúricos con Juan Gabriel, Ricardo Arjona, Marco Antonio Solís y Luis Miguel, entre varios. Andrea Bocelli fue escuchado con respeto y aplaudido a rabiar en varias ocasiones en la galería; sin embargo, cada vez que un artista emociona en el escenario viñamarino, se lleva el vitoreo de esa muralla humana que conforma el anfiteatro; digamos que no es precisamente una situación excepcional. Acabo hubo aplauso y reconocimiento, pero no fue una experiencia sublime o algo parecido.
La música que interpreta mayoritariamente Bocelli no es superior, más culta y apta para las masas porque lleva violines y un director de frac maneja a un considerable contingente, sino que está grabada en la memoria colectiva por su indiscriminado uso en filmes y avisos publicitarios, con intenciones épicas y emotivas.
El italiano apuesta sobre un repertorio absolutamente probado, clásico y conocido por largas décadas. Puede cantar La Donna è mobile de Giuseppe Verdi -la primera de la noche- como demostración de su raíz operática y amor por la tradición, para transitar hacia el ambiente festivo del clásico napolitano Funiculì, funiculà, el talante épico de Granada, y el romance de Bésame mucho.
Cantadas con acrobacia y sentimiento son impresionantes en primera instancia, como pronto la fórmula requiere matices. En ese sentido, Andrea Bocelli sabe dar respiros y distintas instancias, pasajes y ambientes a su espectáculo, con voces e instrumentistas invitados, contando a la soprano puertorriqueña Larisa Martínez, la cantante estadounidense Pia Toscano, la violinista Caroline Campbell, y su hijo Matteo Bocelli, todos parte de su número portentoso, que además sumó una sección de ballet con el cancionero de West side story.
Bocelli, que lo ha ganado y vendido todo llevando a las masas la ópera con notorios enlaces a la canción popular, pertenece a la misma categoría de André Rieu, Nana Mouskouri y hasta Kenny G. Son artistas que han tendido puentes entre las grandes audiencias y repertorios clásicos y reputados por su complejidad técnica, pero que difícilmente conquistan el favor de la crítica especializada en música clásica y jazz. El italiano ha sido despedazado en el New York Times, como resiente no contar con el beneplácito de los conocedores, que no perdonan estos descuelgues hacia lo popular, y ponen en duda sus capacidades técnicas, que pasan desapercibidas para quienes preferimos el cancionero pop.
Lo que sí consigue Andrea Bocelli es un ambiente donde, por un rato, cunde la discutible lectura de que la música docta es lo máximo a lo que puede aspirar un oyente.