Crítica de humor del Festival de Viña: Lucho Miranda, la gracia de reírse de sí mismo
Sin una rutina sensiblera y con un humor ácido para burlarse de su discapacidad, Lucho Miranda triunfó con un show certero y en que demostró dominio escénico y buena resolución para improvisar.
La primera vez que el Festival de Viña recibió a un humorista con discapacidad, curiosamente un 28 de febrero, pero de hace once años, Rafael Araneda acompañó a Bastián Paz durante toda su rutina. Fue una media hora floja, escolar, en la que el público premió el esfuerzo del humorista por su condición diferente más que por su efectividad para hacer reír.
Lucho Miranda, prácticamente desconocido para la gran mayoría, y también con discapacidad no necesitó la caridad de los asistentes para sacar risas y más risas. En una época de extrema corrección y donde se persigue una peligrosa uniformidad, el nortino representa a una nueva humanidad más libre y sin los traumas que arrastran las generaciones pasadas.
Protagonista casi exclusivo de las historias de su espectáculo, Miranda invirtió los papeles: en lugar de buscar la previsible lástima como expresión humorística, expuso con gracia y acidez su minusvalía. No buscó el aplauso fácil ni la mirada lastimera del auditorio. “Quiero hablar de inclusión porque soy uno más”, afirmó. Esa reflexión, propia de personas que no se apocan por el azar del destino, fue su pasaporte al éxito. Su manera de generar respeto inmediato.
No hay mejor manera de expresar buen humor que reírse de uno mismo –los comediantes judíos son maestros en burlarse de sus propias costumbres- y Miranda lo hizo con precisión y consistencia. Provocó carcajadas cuando dijo que debería contratar a un kinesiólogo para que le ponga el anillo en el día de su matrimonio –no puede abrir sus puños-, se río por su dificultad para pronunciar las erres y cuando recibió la primera gaviota improvisó diciendo que debieron darle una con ala corta o el pico doblado.
Rápido para inventar en el momento y con un dominio escénico espléndido para debutar en un escenario como la Quinta Vergara, complotó una perfecta colaboración con el cantante colombiano Manuel Turizo –quien incluso subió para entregarle su primer galardón- y no necesitó frases sensibleras para congraciarse con el público.
La seguridad en sí mismo y en su trabajo fue sorprendente. Cuando hizo el bis y contó el celebrado chiste del sordo que corría más rápido que Evelyn Matthei, otra vez los animadores –como con los ovarios de acero de la mujer chilena- fueron desafortunados. Esta vez, Francisco Saavedra dijo “la historia del humor desde hoy es distinta”. Pésima intervención.
Miranda, feliz por su desempeño, pero ajeno a ostentaciones ridículas, puso la pelota en el piso. “No queremos dar pena. Es momento de que nos miren como las personas que somos, la persona que valemos”. Una declaración de principios al callo. Acorde con un tipo que sabe que su única diferencia con el público es su capacidad de entretenerlos y hacerlos disfrutar.
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