Columna de Marcelo Contreras: Festival Viña 2024, entregue las llaves
Esta edición del Festival difícilmente será recordada, a pesar de los intentos mediáticos por enmarcar el espectáculo de Andrea Bocelli como punto aparte y una demostración de categoría sublime e incuestionable, por el hecho de suscribir a la música docta occidental, con cobertura pop caramelizada. Viña 2024 fue un cierre digno de una sociedad organizativa en los descuentos.
Todo el ninguneo previo, la faceta descalificadora, las cifras indicando que tres cuartas partes de la población no tenía interés alguno en seguir las alternativas del último Festival de Viña del Mar, quedaron -como siempre- en nada.
Acorde a la tradición, desde que se televisa a partir de los años 70, seguimos atentos a las alternativas del evento musical más grande del país, cuya primera paradoja es lo poco que se habla de música, sino de todos los factores que hacen del espectáculo de la Quinta Vergara un espacio de múltiples dimensiones donde, incluso, se debaten características de nuestra idiosincracia y la vigencia de ciertas dinámicas en el espacio público. El Festival internacional de la canción de Viña del Mar 2024 ha dejado de manifiesto por enésima vez, que no solo es el evento más relevante de la música en vivo de Hispanoamérica, sino que nos importa porque nos representa como país, lo que queremos ser y proyectar.
Esta última edición puso en evidencia el desgaste de la producción a cargo del tándem entre Canal 13 y Televisión Nacional del Chile, como una pareja ansiosa de firmar cuanto antes los papeles de divorcio. El sentido de magnificencia y espectacularidad lució resentido, desgastado, un trámite. Los números de obertura estaban notoriamente doblados por sus intérpretes, con las pistas grabadas, mientras los sub utilizados músicos de la orquesta, arrinconados a un costado como si el escenario de la Quinta fuera un late show, observaban enmudecidos. Hubo números deshilachados como el de Celia Cruz; nadie se enteró en la Quinta que se estaba rindiendo tributo a la leyenda de la salsa.
El desgaste quedó plasmado -nítido- en la pareja animadora. En el papel, Francisco Saavedra parecía el indicado para una nueva era, con cualidades precisas dado el momento de tragedia que vive la ciudad jardín, por los incendios de hace un mes. Pero Saavedra, que partió con cierta convicción en la noche inaugural (aunque el intento de llanto sobró), se desmoronó rápido. Nunca hizo suyo el escenario de la Quinta, era una locación extraña. No había señoras que abrazar o partners del asado para elevar risotadas. No interpretó el guión, no lo sintió, lo repitió mecánico. María Luisa Godoy se llevó el peso de la tarea, en tanto el juego de la animación de Viña requiere complicidad. Los textos resultaron kilométricos y plagados de rimbombancias. Hubo escasa química y manejo de situaciones complejas, como lo sucedido en la segunda noche con Javiera Contador.
Sobre ese episodio, hay que decir que cuando la actriz y comediante fue anunciada en on y en off -los animadores suelen hablar con el público mientras la transmisión va a comerciales-, resonaron aplausos y manifestaciones de entusiasmo, superiores a las del día de Luis Slimming. A su favor, sumaba un reconocido debut en el mismo escenario, hace pocos años.
El éxito de Andrea Bocelli estaba en los cálculos, por ende, un público encendido demandando más canciones y premios. No es una situación inédita en Viña que un show rotundo complique el ambiente para el humor. En esa instancia, se requiere de un guión preparado, un plan de contingencia para manejar el temperamento del público, bajar las revoluciones, y controlar la situación. Esto no es ser general después de la batalla. Un simple espectador habitual y veterano del festival, debe recordar la cantidad de veces que Antonio Vodanovic apaciguó los bramidos del Monstruo. Es un deber organizativo prever escenarios.
Todos estos elementos, aún si hubieran sido manejados correctamente, no habrían salvado a Javiera Contador de una mala noche por una razón simple: la rutina era floja. Si a esa base nefasta se unen los nervios atropellando las palabras, y la inseguridad que explicitó sobre su material después de un traspié en un evento previo, era una tormenta perfecta para el fracaso. Javiera Contador no tuvo una buena noche por culpa de un público cavernario que recién descubrimos. No tapemos el sol con un dedo.
En el debate posterior en torno a las pifias, donde los camaradas artistas manifestaron en bloque el apoyo a la colega en desgracia pasajera -el artista local es proclive a exigir trato deferente por la naturaleza de su actividad, el aplauso y la adulación no bastan-, se sugirió en tono aleccionador que el maltrato de la pifia debe ser desterrado. Entre las soluciones hilarantes se promovió la indiferencia, algo así como practicar el ghosting en la Quinta, mala educación disfrazada de clase. Es interesante en la medida que refleja los cuestionamientos masivos y trascendentales que motiva la cita viñamarina, que a nadie importa un día antes, y que mañana habremos olvidado.
El Festival, lo más parecido que tenemos a un carnaval en la zona central, siempre debe estar sujeto a revisión y mejoras. Hubo una época en que se debatió cuánto se había ablandado el Monstruo. Se hicieron gags en televisión con artistas que salían empujando un carro de supermercado, cargado de antorchas. Se sugería que cualquiera podía triunfar en la Quinta, faltaba la exigencia del público.
Ahora el péndulo va en sentido contrario, acorde a las sensibilidades de espectros políticos preocupados de la salud mental -el gobierno de turno por cierto-, demostrando cómo el Festival siempre refleja el momento país, desde los días de la UP con el público completamente radicalizado, o las posteriores genuflexiones de la platea y artistas como Roberto Carlos y Mari Trini, a Pinochet y la junta.
La pregunta es si debemos desterrar las pifias, por ende el temperamento volátil del público viñamarino conocido como el Monstruo, de fama internacional. Todos los artistas pisan el escenario de la Quinta, en particular los comediantes, a sabiendas de la posibilidad de ser devorado con rechiflas. Lo seguro es que cualquier eventual cambio de actitud, tan difícil considerando que se trata de una fiesta donde la gente va a divertirse y manifestarse -bailar, cantar y reír-, no se convoca con acusaciones y descalificaciones marcando distancias entre artistas y público, sino con mensajería que, eventualmente, logre explicar lo inadecuado de pifiar si el espectáculo es mediocre. Suerte con eso.
El desgaste de los canales organizativos también se expresó en la parrilla anglo, reducida a Men at work, una banda de covers de si misma, en ligas inferiores en cuanto a grandes clásicos de la música en inglés. El festival de Viña podría explorar una infinidad de nombres aún activos y relevantes como Pet shop boys o Erasure -atemporales y magníficos en el electro pop-, o bandas rock de los 90. También resulta llamativo que a estas alturas no considere números de K-pop.
Esta edición del Festival difícilmente será recordada, a pesar de los intentos mediáticos por enmarcar el espectáculo de Andrea Bocelli como punto aparte y una demostración de categoría sublime e incuestionable, por el hecho de suscribir a la música docta occidental, con cobertura pop caramelizada. Viña 2024 fue un cierre digno de una sociedad organizativa en los descuentos, interesada en entregar pronto las llaves.
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