Crítica de humor en el Festival de Viña: Sergio Freire, un show sin electricidad
Se llevó dos gaviotas, demostró su soltura para bailar diferentes estilos, pero su show nunca tuvo ese golpe humorístico, ese chiste impactante, que pasa a la historia. El show no fue un paso en falso, pero tampoco fue una noche eléctrica. Fue simplemente correcta. Como quien trabaja para cumplir y no para descollar.
Del elenco original de El Club de la Comedia, Sergio Freire siempre fue el integrante silencioso. Una especie de, con sus lógicas diferencias, lo que significó George Harrison para Los Beatles. Aunque protagonizaba algunos de los sketches más recordados de ese programa como El Encuestador y sus participaciones eran divertidas, quedaba opacado en el recuerdo masivo por el carisma superior de otros compañeros.
El programa cumplió su ciclo vital y Freire permaneció en la ruta. Tenía una virtud que, en su época de mayor popularidad, lo distanciaba de los colegas de su ex espacio. Era el único que hablaba distinto y que no se había mimetizado como el resto. Ese singular factor lo llevó a su segunda presentación en la Quinta Vergara. No quiso hacer lo mismo que sus colegas de días anteriores. Ingresó al escenario con una coreografía que hubiese sido aplaudida por Jorge Pedreros, con un elenco de baile y el comediante protagonizando un tema de inspiración funk. Un buen detalle para darle más trascendencia a su show.
En su debut en Viña, hace seis años, el cómico triunfó, pero el stand up tenía otros ritmos. Era más pausado, sin aceleraciones y con historias que podrían durar fácilmente tres minutos. Hoy, el humor, como la propia vida, es más inmediato. El público exige más.
Pero Freire funciona en sus propios tiempos. Como un viejo crack del stand up. Buen contador de historias, con el oficio que dan los años en su profesión, sabe tocar las teclas del público para mantenerlo alerta y expectante. Pero también, a veces, ralentiza demasiado su actuación y la tensión se aleja como sucedió con la presencia de sus colegas Juan Pablo Flores y Rodrigo Salinas emulando a dos empresarios sin escrúpulos. Era una escena equivocada. Más bien, parecía un sketch televisivo –bueno, el festival de Viña es un programa de televisión- previsible y excesivamente noventero que un diálogo para representar en la Quinta Vergara. El auditorio, con una nutrida cantidad de sub 40, celebró el reencuentro de tres ex compañeros. Pero no río de forma desaforada y sincera.
También tuvo sus momentos. Hasta ahora, es el único que hizo chistes políticos –una veta poco explorada por los comediantes actuales-. Se burló de la ex alcaldesa Virginia Reginato y el millonario déficit en su administración, imaginó a uno de los nueve hijos de Kast como un rebelde que escuchaba a Illapu y le pegó un palo a Ricardo Lagos por la concesión de las carreteras.
Se llevó dos gaviotas, demostró su soltura para bailar diferentes estilos, pero su show nunca tuvo ese golpe humorístico, ese chiste impactante, que pasa a la historia. El show no fue un paso en falso, pero tampoco fue una noche eléctrica. Fue simplemente correcta. Como quien trabaja para cumplir y no para descollar.
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