Hace unos días, en sus redes sociales, Paulina Magnere, cantante ochentera de discreto desempeño en la banda Q.E.P., emitió un juicio sobre las pifias en el festival de Viña. Paulina se preguntaba si a las personas que reprueban un show humorístico en la Quinta Vergara les gustaría que los abuchearan en sus trabajos. Su análisis iba más lejos e, incluso, daba recomendaciones. Decía que, si algo no te parecía bien, lo mejor era permanecer en silencio y sin aplaudir. Y remataba su posteo con una frase espectacular. Como si viviera en un planeta lejano y solitaria, Magnere estaba convencida que en 2024 las pifias no existían porque “todo ha evolucionado”.
¿Qué sería de los espectáculos masivos sin la intervención del público? ¿Se imaginan como hubiesen sido los recientes Juegos Panamericanos sin el fervor popular? ¿Los comentarios especializados deberían prohibirse cuando fueran negativos para no dañar la autoestima de los comediantes?
Lo que sucedió con el estrepitoso show de Javiera Contador tuvo varios componentes. El público estaba disconforme por el término de Andrea Bocelli. Los animadores no cumplieron con su rol de aplacar la molestia. La organización podría haber previsto esa situación y adelantar las competencias internacional y folclórica. En fin, las razones eran variadas. El aspecto central del fracaso de la actriz, sin embargo, fue su deficiente presentación. Nunca pudo torcer su destino porque su monólogo fue inconexo, trabado, inentendible, de mínima fluidez y con historias larguísimas que nunca tenían un remate. Ante ese antecedente no hay que buscar culpables externos. Solo resta enfocarse en la autocrítica ante un show mal formulado.
Las silbatinas del público forman parte del folclore del festival y cada uno de los humoristas comprende que, al firmar el contrato, está expuesto a llenarse de trabajo si le va bien, y a una carnicería y desaparición momentánea, si falla. Por eso, generan profundo asombro las personas que se sorprenden de la eventual rudeza del auditorio o las iluminadas sugerencias que instan a que los espectadores permanezcan sin omitir expresiones, como si fueran figuras de cartón, en los respectivos monólogos.
Hasta ahora, el humor festivalero ha pasado por varias capas. La organización hizo bien en sumar a Lucho Miranda por su calidad más que por cumplir con el ítem inclusión. También aprobó en convocar exclusivamente a comediantes chilenos tras el fiasco de la temporada anterior con la argentina Laila Roth. La explosión de humoristas nacionales vive un estado de gracia similar a la música urbana. Cada vez se abren más locales dedicados al género con éxito de público y las redes sociales ayudan a visibilizar y masificar sus espectáculos. Es una buena manera de descubrir talentos.
Luis Slimming es, por lejos, el gran triunfador de la temporada. Con una trayectoria meteórica desde su aparición en Olmué 2023, el cómico de La Florida es el más evolucionado de su generación. No solo rastrea internamente en su biografía y el entorno para sacar carcajadas, sino que posee un manejo enciclopédico del humor chileno tradicional del chiste corto, ácido y jocoso. Su agudeza para percibir situaciones graciosas lo hace ir unos pasos adelante y, sin querer, su carácter secundario como guionista de otros comediantes, le sirvió para madurar un espectáculo que, todavía, no alcanza techo.
Lucho Miranda fue una grata sorpresa. Para la mayoría un desconocido, el nortino transformó sus supuestas debilidades en fortalezas. En estos tiempos de severa corrección, era el único que podía reírse de las discapacidades físicas. Y lo hizo con chispa, ingenio y una admirable seguridad en sí mismo. Tuvo, además, la actitud correcta al no apelar a las lágrimas por su triunfo y se fue del escenario diciendo que quería que lo valoraran por lo que valía, en lugar de su condición física. Un tipo sin traumas.
Los dos integrantes de El Club de la Comedia dejaron sensaciones irregulares. Con Alison Mandel no hubo innovaciones respecto a su debut de hace seis años. Si la primera vez se refirió a sus ganas de estar embarazada, ahora habló de los 4 años de vida de su hijo, pero repitió hasta la majadería el protagonismo de su pareja en su monólogo. Fue un exceso de azúcar que la hizo bajar el rating.
Sergio Freire, en tanto, se vio desganado. Como una persona que se toma una pastilla para dormir y progresivamente le cuesta más expresar palabras. Su show tuvo poco voltaje, se vio lento –pese a su manejo de masas- y las risas se extraían con fórceps. Su representación junto a sus ex compañeros, Juan Pablo Flores y Rodrigo Salinas, como unos empresarios despiadados, era de otra época. Un capricho noventero y sin vivacidad. Tuvo un plus. Fue el único que se atrevió a burlarse de Virginia Reginatto, Cathy Barriga y José Antonio Kast. En el saldo, dejó gusto a poco.
Pese a la larga lista de limitaciones que los comediantes deben tener a la hora de mostrar un show en Viña, ese escenario sigue teniendo un vértigo único. Son seis días en que los chilenos nos olvidamos que se asoma marzo y estamos transformados en censores –y, en ocasiones, verdugos- de lo que debe hacer reír. Fue una versión festivalera con altos y bajos, cuya mayor conclusión fue el peligro –con tintes fascistas- de algunos que buscan uniformar hasta las risas.