Criaturas del deseo, amanecemos cada día obsesionadas por un mensaje que no llega; por un encuentro anhelado o temido; por la impaciencia burbujeante del viernes, antesala soñada del fin de semana. Presas en la hojarasca de ocupaciones y preocupaciones, no reparamos en la rotunda maravilla de despertar en un cuerpo saludable. Únicamente al perderlo se descubre ese placer prodigioso, cuando nos asalta el taladro de un dolor, el lento peregrinaje de las pruebas médicas, la angustia. Walt Whitman celebró esa insólita alegría corporal: «Gozaré como loco del vaho de mi aliento, mi lento respirar, el latir de mis entrañas, sangre y aire que inundan mis pulmones, el sentir que estoy sano bajo la luna llena».
Nos cuesta amar nuestro físico así como es, oscilamos entre los extremos de modelarlo para adorarlo o descuidarlo por desdeñarlo: fetiche o fachada. Nuestros antepasados acusaron al cuerpo de ser lastre, infección, crisálida impura, castigo. Platón lo describió, con lenguaje penitenciario, como una prisión donde el alma cumple condena por sus faltas. En otros pasajes usó el juego de palabras griego sôma séma, «cuerpo tumba». En ese paisaje, el filósofo Epicuro nadó contra corriente, colocando el cuidado corporal en el centro de sus teorías. Y así se convirtió en uno de los personajes más tergiversados de la historia. Como escribe el profesor e investigador Emilio Lledó en Fidelidad a Grecia: «El hecho de que su pensamiento fuese casi barrido de la historia, y de que solo quedase de él la caricatura que descubrimos en escritores posteriores, demuestra que algo revolucionario y conmovedor había en su mensaje».
Epicuro compró una casa con un extenso jardín a las afueras de Atenas, donde fundó una singular escuela. A diferencia de la Academia platónica, no pretendía formar a futuros líderes políticos, sino que abría sus puertas a esclavos, mujeres, niños y ancianos. Allí, el dinero de los más ricos se repartía entre los más pobres para satisfacer las necesidades de la comunidad. Por entonces Grecia atravesaba un momento de dura crisis y las cartas de Epicuro dibujan un nítido trasfondo de indigencias, miserias y dificultades. El filósofo del buen vivir aspiraba a un sueño colectivo modesto pero ambiciosísimo: «La voz de la carne pide no tener hambre, ni sed, ni frío». Tan fácil, tan irrenunciable.
Este ideal le granjeó calumnias y caricaturas. Los antiguos se burlaban de sus seguidores con el mote: «cerdos de la piara de Epicuro». En nuestro lenguaje actual, un epicúreo es un amante del lujo, un exquisito manirroto, aunque el maestro era lo opuesto a un sibarita derrochador: vestía ropa sencilla y se alimentaba a base de pan, queso y olivas. Al mismo tiempo era crítico con la hipocresía de los poderosos que, encumbrados en sus lujos, predicaban resignación y austeridad solo para pobres y esclavos. El epicureísmo es más actual que nunca por su demanda de placer para todos los cuerpos, pero también por su denuncia de la avidez.
Aquellos inquilinos del jardín sabían que gozar requiere pensar: el poder intenta controlarnos modelando nuestros deseos. Un coro de voces nos invita a gastar sin medida, como si la clave de la buena vida fuese una tarjeta de crédito humeante. Epicuro cuestionó ese consumo codicioso que promete siempre una sensación más, un estímulo nuevo, dejando atrás tierra esquilmada. El filósofo sugería cultivar una libertad inteligente, compartida, consentida y sin compulsiones. Beber sin alcoholizarnos, comprar sin endeudarnos, comer sin hartarnos, saborear los manjares del jardín sin destruirlo, placeres generosos y nunca posesivos. No es una cuestión de templanza sino de independencia, pues la adicción desemboca en esclavitud. Frente al goce egoísta, Epicuro buscaba un hedonismo más sabio cuanto más hospitalario, atento a no agredir al disfrute de los demás y de quienes vendrán. Cubiertos los mínimos vitales para todos, crecemos en colaboración, conversación y amistad, porque la alegría pide compañeros. Esa teoría se tergiversó para desacreditar su mirada revolucionaria. La filosofía del cuerpo sigue denunciando las dos fallas de nuestro mundo: el exceso de miseria y la miseria del exceso.