El ingreso al escenario de Fred Durst, el ex polémico cantante de Limp Bizkit, fue contradictorio. Vestido con un buzo noventero similar a los que usaba el ex presidente venezolano, Hugo Chávez, y una barba tupida, que parecía convertirlo en una cruza imposible entre Kenny Rogers y Ray Conniff, hizo un gesto al guitarrista Wes Borland para que rugiera con un riff atronador y energético y abriera con uno de los hits de la banda: Break Stuff.
Durst bramaba y levantaba el dedo del medio de su mano derecha en una canción que habla de “romperlo todo”. La escena era visualmente graciosa. Durst, a estas alturas, es una persona que podría ser abuelo. Pero trataba de imprimirle una impostada rebeldía a un tema que todavía es un clásico en los que fueron jóvenes en el cambio de milenio.
La música de Limp Bizkit -un matrimonio entre el rap y el rock bautizado nü metal-, escaló rápido en la segunda mitad de los noventa. Es una música rabiosa y desencantada, que sintoniza con el ánimo juvenil de esa época e influida por los primeros discos de Faith No More y la aparición de Rage Against The Machine. Pero que como vimos esta noche –en su cuarta presentación en Chile- no tiene ninguna relevancia.
El grupo entretiene y planea un show para que el público lo pase bien. Actúa con profesionalismo. Pero salvo Borland, un as creativo de la guitarra, el resto de los músicos no cuentan con ninguna particularidad. Durst, alejado del tono controvertido de su época de mayor popularidad, es un cantante al que no solo le cuesta tener un vozarrón alto. También sus desplazamientos, pese a sus esfuerzos, denotan que no está en buena forma física.
El pecado principal de Limp Bizkit –y una de las razones porque este estilo, salvo Deftones y los primeros tres discos de Korn, se extinguió tan rápido- es que siempre suena prefabricado. Allí donde la rabia debería manifestar sinceridad, en este grupo parece de cartón, como si cada alarido instrumental fuera obra de un guión planificado.
Es, en esencia, un espectáculo profundamente estadounidense. Y que genera un zigzagueo emocional en el público. Pueden corear singles como Nookie o My Way, pero también provocan una desidia general con los extensos interludios entre algunas canciones. La gente ni siquiera se irrita. Se desconecta y comienza a conversar.
Como lo hacen en la mayoría de sus conciertos, interpretan clásicos de la historia de la música. Hicieron Behind Blue Eyes de The Who, Heart-Shaped Box de Nirvana y Faith de George Michael. Es un gesto de ego y libertad. Demuestran que conocen a las leyendas y reversionan a su arbitrio cada canción.
Aunque cuentan con más de cinco discos, hicieron tres covers y se fueron tocando nuevamente Break Stuff en una hora exacta de show. Un acto de suficiencia mínima que, sin embargo, terminó con el rating arriba. Por los parlantes sonaba el clásico de los estadios, “Vamos Chilenos”, mientras Borland daba la mano al público que estaba junto a las rejas y Durst improvisaba un baile como si fuera una cumbia desabrida. El auditorio agradeció el detalle de una banda que empatiza en el momento, pero que es absolutamente intrascendente en su propuesta artística.