Una de las postales finales de la jornada de cierre de Lollapalooza la noche del domingo, fue explícita en torno a una de las vibras recurrentes en esta edición: numeroso público sentado cómodamente en las amplias carpetas sintéticas, que cubrieron vastos sectores de la antigua pista aeronáutica de Cerrillos. En uno de los escenarios centrales se presentaba el convincente espectáculo de SZA, una de las cabezas de cartel de este Lollapalooza; sin embargo -tal como el sábado en gran parte del show de Arcade Fire-, la audiencia decidió que era mejor ver el concierto a nivel del suelo, como esas imágenes del cuarto de millón de asistentes a Woodstock hace 55 años arrumbados en las colinas, cuando la cultura de festivales recién se creaba. Es curioso en la medida que la norma en una reunión multitudinaria como esta, es presenciar de pie las performances, ojalá bailando y coreando, creando comunión y feedback entre el artista y el público.
Cuesta buscar instancias de verdadero fervor en este capítulo del festival que aterrizó en 2011 en Chile, en su primera vez fuera de territorio estadounidense. Lollapalooza 2024 será recordado, eventualmente, por otras características, detalles y -por cierto- notorias mejoras en las habitabilidades, pero difícilmente por su cartel.
Según datos de la organización, a partir del viernes 210 mil personas abarrotaron el parque Bicentenario de Cerrillos durante el fin de semana. Los asistentes “gozaron de tres veces más espacios de sombra que en años anteriores”, remarcó la organización en su saldo, destacando la implementación del Alternative stage, “un pabellón de 2.400 mts2″, claramente uno de los aciertos de este año, que merece algunas modificaciones para albergar más público en busca de refugio ante el sol y el calor, y que se perfila como la clase de escenario donde se puede disfrutar de números de calidad comprobada, de propuestas más elaboradas, un poco más elitistas si se quiere.
Fue el espacio que acogió, por ejemplo, al voluptuoso sexteto australiano King Gizzard & The Lizard wizard; Él mató a un policía motorizado (lejos la banda argentina más interesante de los últimos años); el renovado montaje de Cami que, por ahora, ha dicho adiós a su pasado análogo folclorizado para introducirse en la electrónica, y la poderosa propuesta de Ana Tijoux con nuevas canciones, artista que, de todas formas, merecía un escenario central.
La estampa desértica que se había convertido en imagen característica de Lollapalooza en esta etapa en el ex aeropuerto capitalino, fue notoriamente revertida este año. Creció una enormidad la superficie cubierta en las áreas adyacentes a los dos escenarios principales, desterrando la sensación de estar en un descampado a merced del sol que remata implacable el verano, con temperaturas de 30 grados y escasa brisa. “Los asistentes gozaron de tres veces más espacios de sombra”, subrayó la organización, a través de un comunicado emitido ayer.
Aumentaron también los puntos de hidratación con un sistema fluido para recargar vasos y botellas plásticas. Se trasladó -al fin- el área de comida, que antes interrumpía el flujo de público entre escenarios centrales y secundarios. Se estrenaron nuevos urinarios, mermando notoriamente las largas hileras, aguardando turno para cabinas inmundas en un santiamén. Surgieron estructuras armadas ingeniosamente con andamios para comer prodigando refugio del sol.
Aún así, la sombra escasea en el parque Bicentenario, pero convengamos que el festival rodeado de árboles y bosques -excepto Viña- es difícil de encontrar. Un festival al aire libre -si o si- exige largas caminatas y bloqueador. Si se trata de comodidad, mejor verlo en casa; otro de los avances de este año por lo demás, gracias a la transmisión de Chilevisión a través de su web y la señal Pluto TV, más el canal de Youtube de Lollapalooza Chile.
Aumentaron también las torres de amplificación tras las mesas de sonido y luces en los escenarios grandes, pero no quedó muy claro que funcionaran ayer, por ejemplo, en el show de Sam Smith. De todas formas, respecto del año pasado, cuando el volumen estuvo lejos de un mínimo satisfactorio, hubo avances.
Se afianza además el espacio dedicado al stand up en un pequeño sector de carpas, como hubo sitio para demostraciones artísticas fugaces y coloridas, como el despliegue de bailes chinos.
Los flujos de ingreso y salida se siguen optimizando respecto de la torpe planificación del primer año en Cerrillos. La calle que conecta con el acceso del Metro fue despejada de comercio ambulante, que hasta 2023 invadía el área apenas franqueada la reja, dificultando el desplazamiento. De todas formas, el acceso a la estación Cerrillos para retirarse en la noche, se desborda siempre cerca de las 23 horas, provocando notorios atochamientos con personas apretujadas peligrosamente, intentando descender hasta los andenes.
El manejo de masas es una de las principales problemáticas de cualquier reunión multitudinaria, y Lollapalooza no ha encontrado una solución para distribuir gente agolpada en los escenarios centrales. El sábado se interrumpió el show de Blink-182 -lejos uno de los más concurridos de todo el festival-, para pedir infructuosamente al público que retrocediera varios pasos en aras de descomprimir la zona inmediata al escenario.
La imagen del fan apretujado contra la reja -el metalero sudoroso con expresión desquiciada-, es una instantánea que se evita hoy en día. Pero no se puede confiar en esa clase de medidas a viva voz. Una opción es sectorizar como se hace en otros eventos al aire libre. Se repleta y se cierra una zona para evitar aglomeraciones y pedidos por micrófono solicitando pasos en reversa, que solo redundan en afectar la dinámica de un show -cortar su energía-, como ocurrió con Blink-182.
A pesar de todos estos avances que hacen de Lollapalooza una experiencia en constante búsqueda de progreso, el cartel de este año perfectamente pudo comprimirse. El festival tuvo un flojo arranque el viernes. Limp Bizkit movió a la masa y la hizo bailar en clave nü metal en el atardecer de la primera jornada (acarreando muchas más gente que Arcade Fire el sábado), pero está lejos de ser una banda de primera línea.
La calidad de los números de aquel día fue apenas mediocre; inolvidable la influencer y youtuber mexicana Kenia Os, dejando en evidencia que era mejor escuchar las bases con voz grabada, en vez de su verdadero registro en directo. O los artistas urbanos que se tomaron el escenario sin cuerpo de baile ni pasos estudiados, como los mexicanos Latin Mafia y la chilena Akriila, chicos jóvenes que decidieron sentarse en algún momento de sus shows, carentes de herramientas para abordar el escenario. Es absolutamente impresentable una performance así en un festival de reconocimiento mundial, con miles de asistentes que pagan una entrada. Doblar y ofrecer poco show son malos antecedentes.
El generoso contingente chileno no está en discusión, en un arco que abarca desde figuras en apogeo como Jere Klein con sus 17 años y casi 13 millones de oyentes en Spotify, hasta los veteranos Congreso, institución integrante de nuestro acervo por más de medio siglo.
A pesar de que el artista nacional suele reclamar por falta de vitrinas, Lollapalooza se ha convertido en una instancia completamente afianzada y válida para exhibir el momento musical pop del país, con infraestructura de primera línea.
Las mejoras y el espacio privilegiado a la escena local no compensan la clave final de Lollapalooza, sea en Chile o cualquier otra latitud: un cartel atractivo para cada día. Este festival, con este lineup, podía abarcar un par de jornadas con dignidad, pero no tres.
Dicho de otro modo: demasiado relleno y pocos números para atesorar en la memoria, más allá de la nostalgia bien servida de Blink-182, la energía pop rock electrónica de alta definición de Phoenix, o la propuesta exuberante de SZA. Por lo mismo, resalta la imagen del público sentado en números protagónicos, como si el espectáculo al frente no fuera suficiente para incorporarse y participar del concierto.
Como todo evento de estas características, no hay fórmulas exactas para definir su éxito, como la constante debe ser la búsqueda de los mejores artistas posibles, nada más ni nada menos. Es el estándar que Lollapalooza conlleva, un festival de cabecera al que se le exige el mejor menú del planeta pop.