Ha muerto a los 100 años de edad Shigeichi Negishi, ciudadano japonés con nombre inscrito en la historia como el del inventor del karaoke. El minuto de silencio en su memoria debe ser solemne, sincero y a boca cerrada.
El mundo le debe mucho más que una simple distracción de bares. Habrá quienes afirmen no haber sucumbido jamás al llamado de un karaoke, o incluso lo definan como un pasatiempo ridículo: mienten. Si algo debe reconocérsele a Negishi es un legado tan inofensivo como democrático, que demostró que cruzar el umbral de pudor que representa el canto frente a otros abre el disfrute a perspectivas nuevas, al fin liberadas del temor al juicio ajeno.
El karaoke es perder la conciencia de uno mismo para fundirse con una invitación más allá del gusto, la culpa y el prestigio. Ir de La gata bajo la lluvia a I will survive puede resultar terapéutico, tal como saber darle los énfasis precisos a cualquier estribillo de Camilo Sesto requiere de talento. Acertarle al fraseo de Dancing Queen, intentarlo con el de Africa y regular la energía con Huele a peligro es prueba de vitalidad. Por eso el cine se apropia del karaoke para escenas claves (Hojas de otoño, Perdidos en Tokio) que no habría cómo distinguir de otro modo, y en las que todos podemos más o menos reconocernos.
Se apunta a los críticos de música como “músicos frustrados”, pero ¿quién no lo es? Precisamente esa aspiración explica el éxito de concursos televisivos de dobles de estrellas del pop, videos virales con imitaciones absurdas y coros amateur que contagian a audiencias transversales más allá de sus falencias técnicas.
En 2011, un par de amigos inició en Toronto (Canadá) encuentros semanales de canto colectivo espontáneo con canciones famosas que cualquiera pudiese entonar. “Choir! Choir! Choir!” creció hasta ser hoy un emprendimiento internacional que incluso ofrece coaching a empresas. Su canal de YouTube tiene mucha gracia: a algunas de sus convocatorias han llegado incluso los intérpretes originales de las canciones que se citan, de Rick Astley a Patti Smith (para People have the power, por supuesto). Si esos videos emocionan tanto es porque consiguen registrar lo que en estos tiempos se ha vuelto una rareza, y es la completa falta de autoconciencia frente a una cámara: los integrantes del coro no valen allí como individuos, sino enlazados en la decisión compartida de dejar que la belleza de una canción los vuelva (¡al fin!) invisibles.
Se supone que Shigeichi Negishi inventó en 1967 su “Sparko Box” como respuesta a un compañero de trabajo que se burlaba de su manera de cantar. Conectó entonces un micrófono a una cinta pregrabada y a un parlante, y tuvo a su disposición una base musical propia sobre la cual entonar (mejor) y sentirse seguro. El karaoke está hoy tan extendido que constituye un fenómeno hasta en los puntos más insospechados. El documental Karaokeparatiisi (2022), por ejemplo, muestra cuánto lo disfrutan los jubilados de Finlandia. Aprendemos allí que en una cultura severamente introvertida cantar dándolo todo y sin sentido del ridículo califica como una estrategia de supervivencia.