Hacia 1975, Talking Heads era la banda sensación de Nueva York. En una escena ya prolífica y desbordada, donde una noche se podía sin problemas ver a Television y a la siguiente a Patti Smith, la banda sintetizaba un animal único en su especie, un colectivo capaz de fusionar el vigor de baile con el detalle del rock más virtuoso, además de contar con una bajista (Tina Weymouth, algo atípico para la época) y un cantante (David Byrne) que rompía patrones estéticos y escénicos, moviéndose como si estuviera atorado en un ataque de espasmos.

Por eso, muchos ilustres se acercaban a ver a esa cría del CBGB, el club más emblemático –y más rústico y pendenciero- del sur de Manhattan. Uno de ellos fue Lou Reed.

Ya célebre por sus días en The Velvet Underground y por una vida creativa en solitario donde se erigía como narrador del costado más descascarado de la Gran Manzana, el músico de eternos lentes oscuros tenía una máxima al minuto de ir a pesquisar bandas más nuevas: “Siempre procuro estar al tanto de lo que sucede”.

A los 33 años que tenía en ese entonces, no era una estrella que sólo dormitaba amasando los pergaminos acumulados.

Un autógrafo y una invitación

De hecho, cuando una noche los propios integrantes de Talking Heads lo vieron entre el público, no se resistieron a la emoción. “La primera vez que lo vi allí salté sobre unas mesas y sillas para pedirle un autógrafo, y eso que la última vez que había pedido un autógrafo fue al presidente Eisenhower siendo apenas un niño (…) Ahora eran las dos de la madrugada y Lou, que en aquel club oscuro llevaba unas gafas de sol de tipo aviador, firmó el papel, se puso de pie y se largó de allí”, rememora Chris Frantz, baterista de Talking Heads, en su muy recomendable libro de memorias Amor crónico (2021).

Pero el primer cara a cara no se limitó a un trozo de papel. En otro show en el mismo reducto, en diciembre de ese año 1975, Lou Reed –ahora la emoción estaba de su parte- fue a visitar a Talking Heads directamente a su camarines. Ni siquiera habían lanzado su primer álbum, pero –quizás por lo mismo- ya tenía una oferta para realizarles: el hombre de Walk on the wild side los invitó a su residencia en el Upper East Side. Podían ir cuando quisieran. Ojalá, claro, de noche, en el hábitat natural de Reed.

“No lo esperábamos. Así que recogimos nuestras cosas a toda prisa y nos dirigimos al centro. Creo que esta fue una de las pocas veces que nos permitimos un taxi para llegar cuanto antes”, escribe Frantz.

Al llegar al departamento, los recibió Rachel Humphreys, la novia transexual de Lou. Les indicó que se dirigieran al living: en el espacio sólo había un sofá. Nada más. Ni muebles ni decoración. Austeridad en un punto absoluto. Los integrantes de Talking Heads se sentaron precisamente en el sillón, mientras el anfitrión lo hizo en el suelo.

“Es genial que tengan una chica en la banda. Me pregunto de dónde habrán sacado la idea”, fue lo primero que les lanzó para quebrar el hielo.

También ejerció de crítico de los shows que les había visto en el CBGB. Por ejemplo, les dijo que tocaban demasiado rápido el tema Tentative Decisions -que después integraría su magnífico debut Talking Heads: 77-, una composición que decía encantarle. A partir de ahí, el conjunto decidió efectivamente poner algo de pausa en la canción.

Cuando el diálogo parecía naufragar en los mismos tópicos, Lou Reed se paró, fue hasta la cocina y tomó un bote de helado Häagen-Dazs del refrigerador. “Lo trajo y se sentó de nuevo, con las piernas cruzadas en el suelo de madera acuchillada, y entonces se dijo a sí mismo en voz alta: ‘vaya, voy a necesitar una cuchara’”.

Tina Weymouth se ofreció ir a buscar una y, cuando abrió el cajón del servicio en la cocina, se dio cuenta que había solo una cuchara: un solo utensilio combado, sucio y ennegrecido. Así era el Nueva York en pleno corazón de los 70. El hombre de la Velvet Underground no tuvo problemas. Se comió el helado completo. Casi se lo tragó.

“No nos ofreció helado ni ninguna otra cosa. Serían como las cuatro de la mañana y Lou parecía que empezaba a despertar. Entre bocado y bocado le advirtió a David que no debía subir al escenario con una camisa de manga corta, porque tenía los brazos demasiado peludos. No, siempre debía usar camisas de manga larga”, puntualiza Frantz.

Drogas y desayuno

En todo caso, el autor de Perfect day no daba mucho espacio al intercambio de ideas. Él hablaba casi todo el rato y dictaba cátedra de lo que le parecía apropiado para una banda: las relaciones internas, los vínculos con los sellos, los momentos de bonanza creativa.

Tampoco zafó de otros contenidos más ásperos: las drogas. En un momento, se acercó a una estantería donde sólo había un libro –igual que un sillón, igual que una cuchara-: se trataba de The Physicians’ Desk Reference, el que le sirvió para describir cuáles habían sido sus drogas favoritas y cuáles estaba disfrutando en la actualidad, como si fuera un catálogo de ropa.

Les enseñó las fotos de sus predilectas, las que generaban un efecto de estallido y las que dejaban aletargado. Además, advirtió del peligro que sugería el abuso de cada una de ellas.

Pero ya el sol se estaba asomando y no había tiempo para hablar de drogas. A Lou Reed le había dado hambre y era el instante apropiado para comer algo a modo de desayuno. De esa forma, bajaron hasta un restaurante llamado Eat here now. Mientras que David, Tina y Chris comieron huevos con beicon y papas fritas, su héroe no se anduvo con timideces y ordenó una enorme pila de tortitas con sirope de arce.

“Lou estaba flaco, pero ¡qué goloso era!”, reporta el percusionista en su libro.

Al terminar el desayuno, cada uno partió a su casa: la mañana ya había llegado. Sin embargo, el músico les pidió que se volvieran a ver. Quería hablar de la producción del álbum debut del en ese entonces trío y presentarles a su mánager. Los Talking Heads se fueron alucinados: era mucho más de lo que esperaban para un grupo aún novato y que ya capturaba la atención de los grandes ídolos del cancionero popular.

Un contrato maldito

Sólo días después los llamó el mánager de Lou Reed, Jonny Podell, para que se reunieran en su oficina la agencia de talentos BMF. Podell no era cualquier personaje: además de trabajar con Lou, manejaba la carrera de titanes de esos días, como Crosby, Stills & Nash y Alice Cooper.

Cuando llegaron, el representante estaba hablando por teléfono a alta velocidad. Al colgar, sacó un frasquito con cocaína, se metió dos tiros en cada fosa nasal y luego les ofreció a sus invitados. A diferencia de Lou Reed con el helado, al menos tuvo la amabilidad de convidarles. Ellos, gentilmente, le dijeron que no.

Pese a ello, Podell los repletó de elogios y les dijo que tanto él como Lou tenían unas ganas inconmensurables de que trabajaran juntos. Les pasó un contrato para que lo estudiaran y, ojalá, firmaran luego.

Los músicos de Talking Heads estaban exaltados: podrían ser parte de la misma oficina de representación de Lou Reed. Pero luego se dieron cuenta que necesitarían de un abogado de ojo fino para revisar los documentos.

Así telefonearon a Peter Parcher, abogado que había representado a Keith Richards cuando lo arrestaron con grandes cantidades de heroína en Canadá: se las había arreglado para ahorrarle a cárcel. Días después, la agrupación estaba en su oficina y le pasó el acuerdo no sólo a él, sino que también a uno de sus socios, Alan Shulman.

Cuando los especialistas vieron el acuerdo, sólo atinaron a decir: “Jamás permitiría que uno de mis clientes firmara esto”. Después, al desmenuzarlo, indicaron que la idea de Lou Reed y Jonny Podell era costear toda la producción del primer disco, pero para posteriormente ser dueños de todo, dejando sin ninguna capacidad de acción a Talking Heads. Podían, además, vender el álbum al mejor postor, sin que ellos pudieran hacer algo. Y de ser un suceso, las ganancias quedarían para los productores y el mánager, no para los creadores.

“Si a Lou Reed les importara algo, jamás les habría ofrecido este trato de mierda. Este tipo de trato es la razón por la que tantos artistas de R&B que han grabado discos de éxito no tienen donde caerse muertos. Yo lo dejaría pasar”, fue el consejo de los abogados.

Los Talking Heads acataron. No trabajarían con Lou Reed. Lo amaban y lo respetaban. “Pero nunca más pensamos en hacer negocios con él”, remata Frantz.

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