Existe una disposición que permite acercarse a la lectura sin miedo. Es sencilla y, curiosamente, no la enseñan en los colegios. Consiste en abrir un libro en cualquier página y leer un par de párrafos o versos. Ese contacto, breve e intenso, es suficiente para percibir el estilo de una obra, vislumbrar su tono y temple.
Los antiguos enfrentaban la Biblia, la Eneida de Virgilio y la Divina Comedia de Dante Alighieri con una actitud semejante, oracular. Son textos a los que se podía recurrir con la intención de encontrar pistas sobre el devenir de sus vidas. Es una forma de leer guiada por la confianza en el azar y, en ciertas ocasiones, por la fe o la superstición. Hay un rito alrededor de esta práctica, pues requiere obtener la máxima concentración para sentir el sonido de las palabras y los silencios. Luego es pertinente volver sobre lo leído, atisbar interpretaciones y dejarlas pasar de manera consciente. La levedad que se produce en un encuentro aleatorio no puede ser opacada por un exceso de conjeturas.
Las sospechas en torno a esta forma de leer son habituales. Algunos consideran que es impertinente, ya que prescinde del desarrollo lógico y del contexto. En el fondo, creen que es propia de flojos y diletantes. Son los que olvidan la belleza del instante obnubilados por el sospechoso culto al esfuerzo. Estos prejuicios esconden una concepción moral asociada a la vida escolar: el premio a la tenacidad. Por cierto, los libros están diseñados para un tipo de lector que comienza y termina según las normas convencionales. No para el que salta de una línea a otra. Salvo los poetas y singulares narradores que cuentan con la posibilidad de que sus trabajos sean abordados sin reglas.
El caso de Juan Luis Martínez es paradigmático: La nueva novela fue concebida para un sujeto que no se atiene a las pautas impuestas. Los dibujos, las citas, las distintas texturas y los objetos que incluye son parte de un andamiaje que despierta la curiosidad por descubrir conexiones misteriosas. Mirar, leer y relacionar son verbos que se conjugan en el trabajo de Martínez, al igual que en un juego sofisticado de alta precisión.
Algo semejante sucede con Gramercy Park de Diego Maquieira, su última publicación. Se trata de un volumen pequeño, del tamaño de una libreta, en el que se alternan collages, una antología de poemas intervenidos por el autor, fotos, dibujos y diversas caligrafías. Es un sistema abierto de referencias ordenado con suma astucia. Por ejemplo, se alternan una imagen de Carla Cordua con una canción de Bob Dylan, un portaaviones que sostiene un faro en pleno mar con el iluminado Giuseppe Ungaretti. La belleza y lo siniestro de la iconografía son comentados a través de observaciones que potencian lo que se ve. El humor que recorre esta publicación es una demostración de un ingenio poético de fina resolución. Dan ganas de recorrerlo sin atenerse a indicaciones. Fue concebido como un cosmos de bolsillo.
Quien se aproxime a los clásicos orientales -I Ching, el Tao Te Ching de Lao Tse o las Analectas de Confucio- se percatará del vínculo que entabla el lector con esta literatura. Obliga a asumir la tradición del aforismo. El examen de las sentencias es más importante que la cantidad de ellas. Se buscan señales, iluminaciones profanas, no discursos que desentrañar.
En lo personal, a veces consulto un libro del monje budista Kenko Yoshida titulado Tsurezuregusa, lo que en castellano viene a significar: ocurrencias de un ocioso. Es del año 1332. Contiene reflexiones cortas, breves relatos, consideraciones sobre la vida social y la privacidad. No son consejos de índole práctica, sino que indagaciones sobre el carácter humano. El mismo Yoshida es un personaje con fobias, mañas y gustos. Su afición no es transmitir nada más que impresiones que rebotan en la memoria por un tiempo. La suspicacia es lo suyo: “Es bueno no aparentar que uno conoce a fondo una materia”, anota. Y confiesa: “Me parece irritante el modo en que la gente propaga las novedades y se sorprende de ellas. Yo siento un atractivo especial por los hombres que viviendo ajenos no se enteran de las noticias hasta que están en lenguas de todo el mundo”. Uno de sus temas recurrentes es la fugacidad: “Nuestra vida es como la nieve. Creemos que todavía nos queda bastante, pero se nos va deshaciendo por la base y, entre tanto, trabajamos por conseguir muchas cosas y soñamos con ellas”.
El pesimismo, lejos de asustar, es atractivo, remece, modifica el punto de vista de la existencia, deja en el grado cero las expectativas y recuerda la condición animal que nos rige. Estimula, es desafiante. A mis hijos les regalé en plena adolescencia un compilado de máximas de Arthur Schopenhauer y La gaya ciencia de Friedrich Nietzsche. Los leyeron sin quejas, al contrario, quedaron curados de espanto. Se toparon con escrituras que se clavan como una lanceta en la mente.
Las lecturas parciales, oblicuas, consideran el tiempo del otro. No dan la lata ni piden atención por mucho tiempo. Funcionan en una realidad llena de interrupciones, en la que sentarse por horas a leer es un privilegio escaso.