Físicas, románticas y/o burlescas, las comedias nacieron con el cine, cuya masividad ellas mismas explican en buena parte. Hubo un tiempo, incluso, en que podían ganar el Oscar -como Sucedió una noche, en 1934- sin que en ello se viera un despropósito. Desde hace ya mucho, sin embargo, no tienen a su alcance las estatuillas principales, mientras los festivales de prestigio les tienen algún respeto, aunque no tanto. Y siempre que sean “de autor”.
Para ese lado apunta sus tiros Emmanuel Mouret (Marsella, 1970), director, guionista y hasta actor de algunas de sus propias películas. No de la última, eso sí, que estuvo en la selección oficial de Cannes 2022 y que ha recibido excelentes críticas, acaso las mejores de su carrera (un entusiasta reseñador francés lo ungiría como el “rey de la comedia sentimental”).
Crónicas de un affair (Chronique d’une liaison passagère) es, adicionalmente, el primero de sus 11 largometrajes en llegar a cines chilenos. Nada menos que el cierre de un ciclo de semianonimato en estas latitudes que, con todo, tiene sus hitos: desde la aparición en videoclubes locales del DVD argentino de Cambio de dirección (2006) hasta el estreno en Netflix de Lady J (Mademoiselle de Joncquières, 2018), historia de venganza amorosa ambientada en el siglo XVIII. El fin de un ciclo y el posible inicio de otro.
Consultado por Culto, este cineasta más bien tímido y pudororso hace algunas precisiones antes de entrar en lo que importa, en su caso el amor de pareja como espacio estético, narrativo y moral en torno al cual gira, por lo demás, su filmografía completa (si alguien piensa en Éric Rohmer o Woody Allen, no está descaminado). Al volante de su auto y “muy atento a las condiciones del camino”, según advierte al inicio de la conversación, dice que a la hora de crear descree de las referencias o guiños directos, lo que no significa en absoluto obviar la historia grande del cine o a los maestros inesquivables:
“Cuando hago o escribo una película, no pienso, entre comillas, en su género: si es una comedia o un drama. Me gusta, de hecho, cuando los géneros se mezclan un poco, como pasa con Billy Wilder [Piso de soltero], Blake Edwards [La fiesta inolvidable], Leo McCarey [Algo para recordar] o Jacques Becker [Recién casados]. Así que no estoy inclinado a priori hacia la comedia. No es que yo me diga ‘voy a hacer una comedia’ cada vez que quiero hacer una película, aun si varias de mis películas han sido comedias”.
El punto de Mouret es que si alguien hace películas es porque le han gustado las películas. “Uno se nutre del cine que le ha encantado. Así que, en algún punto, hay referencias a ese cine”. Y en el suyo hay referencias a la comedia hollywoodense de los 30 y los 40, “que es una comedia muy locuaz, donde la palabra es muy importante”, tal como en sus películas. Otro asunto, nada menor, es la complejidad de la puesta en escena de esas viejas cintas de McCarey, Frank Capra, Gregory LaCava y todos los demás: la coreografía de los planos fijos, la funcionalidad de los planos secuencia. Otro ítem en el que el marsellés ha combinado ocurrencia y sensibilidad, como queda a la vista en su último largometraje.
Esa pequeña sociedad
La mencionada Lady J está basada en un relato de Denis Didérot, ícono del Siglo de las Luces, pero sólo un tercio de los diálogos se tomaron prestados al enciclopedista. El resto fue pergeñado por el propio Mouret, quien a poco andar del metraje hace decir al libertino marqués des Arcis (Edouard Baer), en pleno afán de seducir a madame de La Pommeraye (Cécile de France): “La más perfecta de las sociedades es la que forman un hombre y una mujer que se aman”.
¿Expresa esa afirmación una filosofía o un programa de su propio cine?
Me conmueve que me lo pregunte, porque me había olvidado de que había escrito eso. Es algo que me hace pensar en dos cosas. La primera tiene que ver con [el crítico, cineasta y teórico] Jean-Louis Comolli, con quien tuve una gran amistad. Él hizo películas mucho más políticas que las mías, pero también me dijo que la política comienza con dos personas en una habitación, en esa pequeña sociedad. Por lo demás, las cuestiones políticas y las cuestiones morales se plantean en el cine de Francia y de otros lugares. Que la política comienza en esta pequeña sociedad es algo que me gusta recordar siempre que estoy haciendo películas”.
La segunda consideración es que esta pequeña sociedad formada por dos seres es la imagen del amor, de la alteridad reducida a su mínimo denominador.
La crítica Pauline Kael tituló uno de sus libros Kiss Kiss Bang Bang para expresar que los besos, además de los balazos, están en el núcleo del cine. En su caso, ¿por qué el amor es tan propio de su propuesta?
No soy el único. Hay muchos que se han ocupado casi exclusivamente de eso: de Ernst Lubitsch hasta Sacha Guitry, Éric Rohmer o Woody Allen. Muchos cineastas se han centrado casi exclusivamente en la cuestión del amor de pareja. Esto nos remite a la pregunta anterior, a interesarnos por la cuestión colectiva a través de su mínimo común denominador, a la relación con el otro en su forma más estrecha.
Porque el amor está ligado a todas las ideas que integran la vida en sociedad. El amor, el deseo, se rigen por el imperio de la moral y las ideas que construyen una sociedad. A grandes rasgos, hablar de amor es hablar del ser humano y de la sociedad, así como de la mística amorosa.
¿Y cuál diría que es su enfoque?
No hay acá un acercamiento muy calculado. Hay algo que proviene, eso sí, de una cinefilia, de un gusto, de un temperamento. Y podría decir que tengo un gusto por el amor, un cierto bovarismo.
Si bien son casi siempre contemporáneas, sus películas tienen algo de atemporal.
Finalmente, las obras clásicas siguen siendo modernas porque son atemporales. Hay algo de lo que habla Nietzsche que me gusta mucho y que se puede aplicar al cine: el gusto por lo atemporal Lo presente es lo que sucede; lo atemporal es lo que queda. Es una idea que me interesa. Lo que me interesa de las obras clásicas es que hablan de algo que perdura, no de algo que pasa. Las costumbres evolucionan, pero algo queda de la extrañeza de esas costumbres y de las preguntas que suscitan.
Recién iniciada Crónicas de un affair, la soltera Charlotte (Sandrine Kiberlain) le dice al casado Simon (Vincent Macaigne) que tiene una necesidad irresistible de hacer el amor con él. ¿Cómo se aborda una relación adúltera en que ella empuja el carro del deseo?
Entiendo su pregunta, pero no sé qué responder. Es la idea de una situación, solo es una idea. Creo que hay una especie de utopía de igualdad de los sexos en la que la mujer puede expresar el deseo tal como los hombres. En este caso, hay una mujer que asume su deseo. Esa es la situación en la película.
No es algo que los espectadores veamos muy seguido …
En otros tiempos vimos personajes femeninos tomar la iniciativa, que es una idea que me gusta y me seduce. Me atrajo la situación de una mujer con iniciativa y un hombre más bien asustado e incómodo. No hay una retórica detrás de eso, y después de ver la película usted puede pensar lo que quiera.
¿Qué retos enfrenta un cine centrado en el amor y el deseo? ¿Los ve más vigilados o fiscalizados en tiempos Me Too?
Creo que hoy se presta más atención a la actitud de los personajes, y me parece muy bien. Si usted conoce mis personajes masculinos, sabe que tienen escrúpulos, que se hacen muchas preguntas morales. Me Too arremete más bien contra los personajes muy machistas, muy injustos respecto de las mujeres, nada igualitarios y a veces violentos. Pero al final, en términos de los problemas morales que subyacen a una película, no hay mayor variación.
La actriz Judith Godrèche, con quien usted ha trabajado, denunció este año a dos cineastas (Benoît Jacquot y Jacques Doillon) por abuso o violación cuando era menor de edad. Y ha habido acusaciones contra otros actores y directores. ¿Hay algo que esté pasando en el cine francés que le llame su atención a este respecto? ¿Hay prácticas que deberían cambiar?
Claramente, algo está cambiando. Hay ciertos comportamientos que en otro tiempo pudieron ser absolutamente tolerables, incluso si se les sabía excesivos, pero que ya no lo son. Ha habido comportamientos que van por el lado de una especie de romanticismo perverso o vicioso de directores que, por ejemplo, tenían que acostarse con sus actrices para inspirarse, que podían pedir cosas de manera tiránica. Esa mitología del director apasionado que, en nombre de su pasión, se vuelve tiránico es algo que hoy se siente anticuado, superado. Tengo cincuentaitantos años, pero me vinculo con directores que andan por los treintaitantos y que han dado un paso adelante para que esos comportamientos sean cosa del pasado.
Según sus biógrafos, François Truffaut sólo compartía las noches con mujeres, lo que no es igual a decir que abusaba de ellas…
Obviamente. Soy un gran admirador de la obra de Truffaut, pero para las generaciones más jóvenes parece desfasado. Esto no va en desmedro de la calidad de varias de sus películas, pero representa una forma de ser un hombre, propia de su tiempo, que ya no va. Truffaut solía decir que hacer cine es hacer que mujeres bonitas hagan cosas bonitas. Es algo que ya no se puede decir en el cine. Y no es que ya no pueda decirse por falta de libertad, sino porque se ha producido un progreso.
Su colega Denis Villeneuve [que acaba de estrenar Duna: Parte 2] declaró hace poco: “Detesto los diálogos. Son para teatro y televisión. No recuerdo ninguna película por una buena línea, sino por una imagen fuerte”. ¿Qué lugar les da a las palabras en sus películas, que son bastante habladas?
Comprenderá que no diré lo mismo que Villeneuve. Una de las cosas que me gustan del cine, pero también de la vida, es que somos seres parlantes y que una palabra es también, a veces, una acción. Incluso hice una película llamada Las cosas que decimos, las cosas que hacemos [2020, disponible en Filmin]. Así que, para mí, la palabra es una promesa del cine.
“Soy un cineasta mudo”, dijo una vez Rohmer, en cuyas películas también se habla mucho. ¿Ve ahí una provocación?
Eso que dijo Rohmer me marcó, también cuando dijo que el cine se volvió mudo al hacerse parlante: apunta a una palabra que nos lleva a pensar, a suponer, que no dice la sustancia de las cosas. Una palabra que nos hace pensar y no una que nos dice qué tenemos que pensar.
Ahora, para añadir a lo de Villeneuve, creo que las palabras, lo que dice un personaje, iluminan su rostro. Nos hacen mirarlo, nos lo acercan, nos hacen preguntarnos si estará diciendo la verdad. Las palabras nos acercan a los rostros y a las imágenes. Nos obligan, de alguna manera, a mirar mejor la imagen, a querer ver algo más. Creo en el efecto de las palabras en las imágenes.
Tuve una vez una clase de guion cuyo profesor nos decía que de Hitchcock sólo recordamos ciertos momentos de cine, sus imágenes fuertes. “Pero tengan esto en cuenta”, nos advertía: “Tras cada minuto sin palabras en la obra de Hitchcock hay antes unos 10 minutos de diálogo para poder crear esas imágenes”. Qué lesera está diciendo, recuerdo haber pensado entonces. Pero cuando volví a ver las películas de Hitchcock, comprobé que hay mucho diálogo, mucha habla, antes de esas imágenes fuertes.
¿Cómo ve las actuales vías de distribución de sus películas, considerando que es primera vez que llega a cines chilenos?
Dependo de las salas. Después, las películas terminan en las plataformas. Pero hacer una película directamente para una plataforma, y puede llamarme anticuado, me parece un poco triste.
¿Se siente más conocido -y reconocido- que hace una década?
Tras el estreno de Lady J, la película tuvo cierto éxito en Francia. Diría que a partir de ahí, un poco entre comillas, mi público se ha extendido, así como el reconocimiento de lo que hago.