A poco de llegar a Berlín, el autor argentino Alan Pauls decidió pasar por una atracción totalmente local, ir a bañarse a uno de los lagos de la ciudad “para congraciarme con un tímido conato de calor”. Así partió al Schlachtensee. “Tardé mucho en desvestirme y mucho más en entrar al agua, después de todo yo venía desde Buenos Aires, un lugar donde el verano es verano, no esa tibieza que los berlineses se empeñan en diagnosticar como verano solo para dar vuelta esa larga y tenebrosa página del invierno. Lo hice, cumplí con mi servicio hipotérmico obligatorio”.
Pero mientras el trasandino revoloteaba feliz en el agua, escuchó un pitido y unos salvavidas “competentes y civilizados” le hicieron gestos para que saliera. Luego, lo sacaron fuera del agua. Pauls no entendía nada. “No me resistí, no me quejé, a fin de cuentas me habían salvado el pellejo”. ¿Por qué? Porque se topó con una curiosidad. Esas cosas típicamente berlinesas que es difícil ver en Sudamérica.
“En ese mismo momento, brigadas de especialistas de alguna clase de emergencias saltaban de un par de camionetas verdes y rojas y acordonaban la comisura del lago con cintas ‘Peligro’”. Pauls no entendía nada. Luego vio zambullirse a unos buzos bajo el agua. Las familias huían en estampida. Pauls no entendía nada. Pero luego le llegó la noticia. “Habían descubierto una bomba encallada en el fangoso fondo del lago. Uno de los 4.600 explosivos de la Segunda Guerra Mundial que quedan sin localizar en la ciudad, todavía inactivos, y que se pudren sin dejar huellas”.
Eso fue parte de lo que Pauls comentó en su charla Berlín Ciudad Latente, en el marco del ciclo La Ciudad y las Palabras, de la UC, el pasado jueves 4 de abril, en un extensa charla de casi una hora de la cual rescatamos algunos highlights. Ahí habló sobre su particular visión de la urbe germana donde reside, y que de alguna forma aún tiene mucho del siglo pasado. “Alérgica en brillo, evita todo exhibicionismo, Berlín elige no seducir. Nunca termina de mostrar lo que tiene, no se ofrece, no acepta darse. Si la queremos, de nada servirá esperarla, habrá que ir en su busca, sortear su indiferencia”.
Un aspecto en que Pauls hizo hincapié fue en la gente. La ciudad se hace de personas, es lo más patrimonial que existe. Pero la diferencia entre su idiosincracia latinoamericana con la de los alemanes es algo que no pudo evitar comentar. “¿Son simpáticos los berlineses? No. ¿Son berlineses los berlineses? La pregunta es menos caprichosa de lo que parece dado que la población de Berlín, como es sabido, es un compuesto extraordinariamente heterogéneo de forasteros. Otra razón por la cual ese diagnóstico del tipo ‘Berlín ya no es la misma’ nunca podría ser mucho que una perugrullada”.
Es tan cosmopolita Berlín, que Pauls señala que eso se ve reflejado sobre todo en la calle, porque en otras instancias es no se ve. Por ejemplo, relata que no todos los museos son bilingües, y que en las oficinas públicas no se habla inglés con frecuencia “a menos que llamemos inglés al breve, seco e inapelable ‘No’ con que se nos suele contestar la pregunta en esos silenciosos patíbulos”.
“Pero mientras las oficinas públicas nos recuerdan lacónicas que estamos en Berlín, que es la capital de Alemania, y que en Alemania se habla alemán, sobre todo cuando está en juego la ley, y la ley está en juego todo el tiempo -sobre todo cuando no parece estar en juego-, en las calles de la capital de la capital se habla también inglés, turco, polaco, rumano, castellano, ruso, romaní, francés, italiano, árabe, persa, iraquí y otros montones de lenguas intrusas”.
Un aspecto que Pauls mencionó, fue cómo se enumeran las calles en Berlín, modo que le llamó profundamente la atención. “Todo lo que nos gusta de Berlín tiene esa condición doble, como de defecto y potencia. De tara y de fortaleza. La numeración de las calles, por ejemplo, gran fuente de desconcierto para el recién llegado. Un orden que mezcla pares e impares indistintamente, violando esa especie de tabú que rige nuestra experiencia de la ciudad occidental, es una obra maestra del capricho. A veces no es por exceso cuando los números, incapaces de dar cuenta por sí solos de los edificios que numeran entran un extraño proceso de subdivisión y al número 57 ya no le sigue obligatoriamente el 59, sino el 57a, y después el 57b, y así sucesivamente. Eso siempre y cuando entre 57a y el 57b no se entrometa un 57a bis, de modo que en términos más o menos generales, estar cerca del número que se busca no implica necesariamente estar cerca del destino que se intenta localizar”.
“A veces, el orden es caprichoso como cuando el 57 salta sin aviso al 59, sin explicación alguna, y el 58 pasa a la posterioridad como el misterio mudo de la cuadra, tragado por quién sabe qué zocalo, qué patio sin nombre”. Pero no todo es desorden. “Los números en las casas en Berlín tienen una rara cualidad benéfica, que parece contradecir la picardía con que están ordenados. Son pequeños bloques luminosos, cuadrados, de bordes redondeados. Tienen el número de la casa escrito en negro, siempre en la misma tipografía, y una misión modesta pero vital que cumplen con una lealtad conmovedora: brillar en la noche. Brillar siempre como faros domésticos y señalar el camino de regreso a casa”.
Ya que mencionó los museos le consultamos: ¿cuál es tu museo favorito en Berlín? Nos responde: “El Museo de las cosas. Es un museo que tiene dos salas, una dedicada a exposiciones temporarias, y después una sala más grande, con su colección propiamente, que son objetos del siglo XX. Es la historia del siglo XX contada a través de una colección de objetos, que van desde una taza de café hasta una plancha, una fotografía, pasando por zapatos, dedales, cubiertos. Es un museo muy asordinado, como son las cosas que a mí me gustan mucho de Berlín. Es algo muy original que la ciudad tiene para proponer. Es un museo muy bello, además, porque uno ve en la colección de objetos la historia de un siglo muy complejo. Muy lleno de capas y conexiones y trayectorias. Es mi museo de culto”.