Columna de Héctor Soto: Almas heridas
Los asuntos del amor. Aunque no ocurre con mucha frecuencia, cuando un actor o actriz se encuentra de verdad con su personaje pareciera que literalmente saltan chispas de la pantalla. Le saltaron a Vivian Leigh en Lo que el viento se llevó. Le saltaron a Brando en Un tranvía llamado de deseo. Le saltaron a Robert de Niro en Taxi Driver. Salvando las distancias, también le saltan a Sandrine Kimberlain en Crónicas de un affair, del francés Emmanuel Mouret. Flaca, muy guapa, inconfundiblemente parisina, cincuentona, tal vez demasiado espontánea para los tiempos que corren, su personaje se deja llevar por la atracción que le genera un sujeto que es la contracara suya: empaquetado, temeroso, inseguro, poco gozoso y, como si todo esto no bastara, hablantín. El problema es que él es casado. Y, claro, lo que parte como una fuga irresponsable y autoconsentida al erotismo casual se va complicando con el tiempo. Porque nada es tan deportivo como creen inicialmente, más todavía cuando se les ocurre sumar a un tercero (a una tercera, mejor dicho) a la pareja. Mouret, cineasta que hoy por hoy saca la cara en Francia por la comedia sentimental, autor de una cinta particularmente conmovedora (Las cosas que decimos, las cosas que hacemos), es sobre todo un buen observador. Su realización funciona porque los personajes no son de una sola pieza, porque no las tienen todas consigo y porque, siendo muy lúcidos en una zona, en otra sin embargo se comportan con total estupidez. Nada nuevo bajo el sol: desde siempre supimos que así es el amor. Crónica de un affair califica, además, en otro sentido: hace creíble lo que en principio, o en el papel al menos, no es muy creíble. Este rasgo tiene indudablemente su mérito, porque quiere decir -hay que agradecerle al realizador- que hay una puesta en escena y un trabajo con los actores que le dan sustento y piso a la trama, más allá del encanto que tienen las calles de París y que impone a estas imágenes una tonalidad tristona e intransferible. Tanta es la autoridad de esta historia que vuelve a plantear la duda de si, al margen de los intensos sentimientos de los personajes, no hay acaso un momento (un momento preciso, ni antes ni después) donde las relaciones afectivas se juegan el todo por el todo. El momento de la decisión. Triste es decirlo, pero en estos dominios llegar antes o llegar después equivale casi siempre a no llegar.
Décadas después. Crematorio frío es una crónica testimonial de Auschwitz escrita en húngaro, publicada en 1950 por József Dabreczeni, un periodista cuarentón de ascendencia judeo-húngara, aunque radicado en territorios que después pasaron a formar parte de Yugoslavia. Por extrañas razones, la traducción del libro debió esperar décadas y recién ahora está siendo rescatado. De hecho, Debate acaba de lanzar la edición en español. Si bien muchos lectores tendrán la sensación de haber leído esta obra varias veces (en Primo Levi, en Elie Wiesel, en Vasili Grossman y en varios otros autores), quizás el rasgo distintivo de este testimonio radica en su mirada descarnada a la cotidianidad de los campos de trabajo forzado, de los campos de exterminio y de los campos de recuperación sanitaria que funcionaron en torno a Auschwitz. El autor de esta crónica pasó por los tres y curiosamente es posible que haya podido sobrevivir gracias a un tifus que le permitió cambiar una muerte que era segura por otra que le aguardaba en el crematorio frío de un precario y macabro hospital, que fue donde finalmente se impuso, a pesar de todo, la obstinación de su biología. Su testimonio es feroz. La brutalidad y el sadismo era la norma general. La colaboración y solidaridad casi nunca existieron. El robo, la explotación y la crueldad venían de arriba, pero también se impusieron abajo. Los judíos colaboracionistas, los kapos, eran con frecuencia peores que los propios verdugos. La humanidad, lo que se llama humanidad, sencillamente desapareció, porque el sistema la hacía imposible. Por supuesto que es un libro muy duro. Pocas veces la mirada sobre el control ejercido por los kapos, tema que escandalizó en su momento a Hannah Arendt, fue tan franca y reñida con los eufemismos. Quizás este rasgo fue el que terminó demorando por décadas su publicación.
Nada bien y todo mal. No hay día que la obra de Julio Ramón Ribeyro, el notable escritor peruano que se sentía consumido por los fantasmas del fracaso, no reivindique ante la comunidad literaria la autoridad y vigencia indiscutibles de su prosa. En La tentación del fracaso (Sexi Barral, 2019, con prólogo de Vila Matas), que son sus diarios entre 1950 y 1978, Ribeyro, que murió en 1994, escribe: “Yo leo prácticamente todo, quizás porque no puedo librarme de una concepción caduca de la cultura: la del hombre universal, que debe saber todo. Como en esta época es imposible saber todo, lo único que logro es no saber nada bien y saber todo mal”. Confiesa el escritor, que cuando entraba a una buena librería con la intención de llevarse un libro, su deseo se dispersaba ante la imposibilidad de llevárselos todos. Y si terminaba comprando uno, era la decepción lo que lo dominaba después, porque, más que un libro más, la compra significaba muchos libros menos. De acuerdo: no es una composición mental especialmente sana, pero era la suya y en esa cabeza se fraguaron libros que, subestimados en una época, ahora se han vuelto fundamentales en las letras latinoamericanas. Aparte de La tentación, Prosas apátridas y los cuentos reunidos en La palabra del mudo.
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