Columna de Marcelo Contreras: Un hit no hace verano
Cuesta imaginar a una estrella urbana chilena llenando el Nacional y no por falta de interés de las audiencias locales en el estilo -hace una semana Karol G convocó 180 mil personas durante tres días en el recinto-, sino porque aún la escena carece de nombres sosteniendo una carrera de repercusión transnacional, más allá de éxitos puntuales.
Un entusiasta historiador aseguró en un programa de cable que por segunda vez el país ha dado al mundo un fenómeno musical global. Si primero fue La Nueva canción chilena con su pesada carga doctrinaria hacia fines de los 60 -la banda sonora que anticipó y luego acompañó a la Unidad Popular-, ahora sería el turno del urbano compuesto y producido por compatriotas. Según esta lógica, somos una especie de potencia del ritmo alimentada por las colaboraciones -no es una costumbre exclusiva, sino práctica común a nivel internacional-, que sirve la mesa para la fiesta del planeta.
El número uno del Billboard latino conquistado la semana pasada por Floyymenor y Cris MJ con Gata only, parece dar la razón a esa lectura. Sin embargo, es un fenómeno similar a un cometa de espaciado ciclo. Transcurrieron más de tres décadas desde la última vez que un nombre chileno escaló hasta esa posición, tras las cuatro semanas de Te pareces tanto a él de Myriam Hernández en 1990, hazaña repetida un par de años después con Un hombre secreto.
Los singles urbanos hechos en Chile con repercusión más allá de nuestras fronteras, son logros artísticos y comerciales que responden a esfuerzos acotados, no precisamente a una industria local -sellos, productoras, managers, medios de comunicación-, como soporte de un contingente musical preparado para devorar al mundo. No es un asunto de talento, sino de negocio, estrategia y alcance. En noviembre, cuando se entregaron los Grammy latinos en Sevilla dominados por México, Puerto Rico, Colombia y Argentina, ninguno de los seis artistas chilenos nominados pertenecía al urbano. La situación no ha cambiado desde entonces, a pesar del meritorio triunfo de Gata only.
Si de música chilena bailable de repercusión en el extranjero se trata, la orquesta Huambaly en el pasado y Chico Trujillo en el presente, pueden alzar la mano. La banda liderada por Aldo Asenjo, el Macha, actúa por lustros en el circuito europeo y sus canciones se escuchan, por ejemplo, en bares de la ajetreada Khaosan de Bangkok. Una conquista que responde al talento y tesón del músico de Villa Alemana, antes que al desarrollo de una disquera o un management.
Tanto Chico Trujillo como Mon Laferte, artistas chilenos de repercusión internacional, basan sus cancioneros en músicas populares con más de 60 años, ancladas en un imaginario de bares, salones y quintas de recreo, una era en sepia, romántica y desaparecida. Algo parecido sucede con Los Tres y Los Bunkers, amantes del rock en sus empaques originales del siglo pasado. El público chileno, que se vuelca masivamente este fin de semana a los multitudinarios shows de las bandas penquistas en el Movistar Arena y el Estadio Nacional, respectivamente, atesora la nostalgia y los sonidos de otros días. De paso, levanta el puño ante quienes proclaman la muerte del rock.
Por ahora, cuesta imaginar a una estrella urbana chilena llenando el Nacional y no por falta de interés de las audiencias locales en el estilo -hace una semana Karol G convocó 180 mil personas durante tres días en el recinto-, sino porque aún la escena carece de nombres sosteniendo una carrera de repercusión transnacional, más allá de éxitos puntuales. Chile dictando pautas como factoría de baile y ritmo urbano de exportación, resuena a quimera y entusiasmo gratuito, antes que un hecho.
Un hit no hace verano. Para armar la fiesta desde un mercado austral y pequeño como el nuestro, se requiere no solo del talento de los artistas y sus éxitos esporádicos, sino una maquinaria y un desarrollo profesional todavía lejos de nuestra realidad.