Hay hábitos que nunca cambian. En el caso de Los Tres, un debut espectacular seguido de varios álbumes considerados clásicos del rock chileno, más el arrullo de una prensa convencida de que se trataba de la reencarnación de Los Beatles con toque criollo en los 90, les hizo creer que solo bastaba plantarse en un escenario y ejecutar sus cuidadas composiciones plagadas de reverencias y citas a músicas de otros días estrictamente análogos, haciendo gala de cancha y virtuosismo.

El reencuentro oficial de la banda penquista con una residencia en el Movistar Arena que partió esta noche de sábado, extendida hasta el próximo miércoles, es un espectáculo que confía en extremo en las capacidades musicales del conjunto reproduciendo su cancionero sin novedades con un montaje que, al menos en esta primera jornada, evidenció problemas con las pantallas gigantes mermando parte del espectáculo.

Aparecieron con 40 minutos de retraso para despachar 29 canciones con un sonido discreto que nunca remontó. El arranque con Follaje de invernadero de Se remata el siglo (1993), fue la primera señal de que Los Tres no venían en plan de devorarse el escenario y arrasar con el público, sino todo bajo sus reglas y nada de concesiones. Nunca fueron de gestos y mayores movimientos en escena; por lo mismo abrir con una pieza instrumental crepuscular no encendió precisamente la sala. Los hits debían esperar.

El público, fans de los 90 muchos de ellos con sus hijos, hizo su parte cantando por cuenta propia y cuando Álvaro Henríquez cedía el micrófono. Pero no hubo momentos para atesorar especialmente dada la categoría de la noche, como es la vuelta de esta institución musical que además de sus propias composiciones de indiscutida categoría, recuperó la cueca para el pueblo secuestrada por la dictadura bajo tinte patronal.

El Aval, tercer corte del set list, se descarriló a ratos por exceso de velocidad de Pancho Molina. En Gato por liebre alargaron los solos y citaron, como es costumbre, el riff de Day tripper de los Beatles. En general, las canciones fueron respetadas respecto de los originales, excepto por algunos arranques de Ángel Parra en la guitarra que después de un rato se hicieron reiterativos -sin mucho aire-, empecinado en la velocidad y la mayor cantidad de notas posibles. La voz de Álvaro Henríquez, si bien no ha perdido entereza, se recubre de un tono cansino.

Probablemente el momento más lúdico y jugado de la noche fue con Claus y Largo, piezas instrumentales donde intercambiaron posiciones: Pancho Molina tomó el bajo, el líder se fue a la batería, y Titae pasó al teclado de resonancias sixties.

Hubo un segmento desenchufado para las cuecas con imágenes de Roberto Parra y un regreso electrificado como primer bis con clásicos como Amores incompletos, He barrido el sol, La primera vez, y La espada & la pared.

El público Generación X cantó y bailó, lo mismo los asistentes más jóvenes que no tuvieron oportunidad de ver a la banda de Concepción, cuando salieron a cambiar el juego del rock chileno en los 90 junto a La Ley. Fue una época no solo de grandes discos impregnados de un estilo definitivo, sino de montajes que se preocupaban de detalles como el vestuario o elementos visuales móviles, como los que acompañaron la gira de La Espada y la pared en 1995.

No basta con reproducir ajustado las versiones en estudio, después de que pasó casi un cuarto de siglo desde que la alineación original colapsó. Lo más seguro es que Los Tres, muy confiados en sus capacidades como siempre, sean los primeros en creer que no necesitan nada más que ponerse a tocar sin otros artificios para conquistar a la audiencia. Puede ser un actitud cargada de choreza y confianza, pero también algo mezquina. El público se marchó probablemente conforme, pero jamás conmovido ante un regreso esperado por largos años.

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