En la mañana del 12 de agosto del 2022, a Salman Rushdie le cambió la vida por completo. Un lunático, un loco, o como sea que se le quiera llamar, irrumpió en el proscenio donde Rushdie leía un discurso, en el anfiteatro de Chautauqua. Lo curioso es que Rushdie hablaba...de la importancia de mantener a salvo a los escritores. En su caso, él vivía día a día con una: la famosa fatwā que dictó en su contra el ayatolá Ruhollah Jomeiní, entonces líder supremo de Irán, el 14 de febrero de 1989. Para el jerarca, Rushdie debía pagar con su vida las ofensas al islam por su libro Los versos satánicos.
Lo que su atacante no calculó fueron dos cosas. La primera, es que Rushdie sobreviviría al ataque, y la segunda, es que le entregó en bandeja al escritor una excelente historia que contar. Y Rushdie no desperdició la oportunidad. Así publicó Cuchillo. Meditaciones tras un intento de asesinato, que acaba de llegar a Chile vía Random House.
En sus páginas, es el mismo Rushdie quien cuenta cómo vivió el momento del atentado, y los meses siguientes, con su rehabilitación. “Todavía veo el momento a cámara lenta. Sigo con la mirada al hombre que se destaca de entre el público y corre hacia mí. Veo cada paso de su precipitada carrera. Me veo a mí mismo poniéndome de pie y volviéndome hacia él. (Continúo de cara a él. En ningún momento le doy la espalda. No tengo ninguna herida en la espalda). Levanto la mano izquierda en un gesto de defensa. Él me hunde el cuchillo en la mano. Después de eso me atesta varias cuchilladas más, en el cuello, en el pecho, en un ojo, en todas partes. Noto que me fallan las rodillas y me desplomo”.
“Esa mañana no había guardias de seguridad en el auditorio -¿por qué?, ni idea-, de modo que nadie le salió al paso. Yo, mientras, allí de pie, mirando en dirección a él, clavado al suelo como un idiota, como un conejo paralizado por los faros de un coche”.
Rushdie no guarda detalles, pero todo lo narra con elegancia, de modo muy literario. Aunque se refiere al atacante, no se detiene mucho en él. “Según propia confesión, apenas si leyó dos páginas de mis escritos y vio un par de videos de YouTube donde salía yo; con eso tuvo suficiente. De lo cual podemos deducir que, fuera cual fuese el motivo de la agresión, no tuvo que ver con Los versos satánicos”.
Incluso, cuenta una intimidad que al menos, llama la atención: “Dos noches antes de tomar el avión a Chautauqua, soñé que un hombre me atacaba con una lanza, un gladiador en un anfiteatro romano. El público pedía sangre a gritos. Yo rodaba por la arena tratando de evitar los envites del gladiador, y gritaba a pleno pulmón. No era la primera vez que tenía ese sueño”.
“El sueño había sido asombrosamente vivido y violento. Me pareció un mal augurio (a pesar de que yo no creo en esas cosas); a fin de cuentas, la sala en la que estaba previsto que diera una charla era también un anfiteatro”.
Y en primera persona, detalló sus heridas: “Primero estaba la profunda herida de cuchillo en mi mano izquierda, que cercenó los tendones y casi todos los nervios. Hubo por lo menos dos cuchilladas más asestadas al cuello -una como si la hoja quisiera atravesarlo de parte a parte y otra en el lado derecho- y otra un poco más arriba, en la cara, también en el lado derecho. Si me miro ahora el pecho, veo una línea de heridas en el centro, dos tajos más en el lado inferior derecho y un corte en la parte superior del muslo derecho. Hay otra herida en el costado izquierdo de la boca, y luego una paralela al nacimiento del pelo”.
“Y la cuchillada en el ojo. Esa fue la peor, y la herida era profunda. La hoja penetró hasta el nervio óptico, lo cual quería decir que no había posibilidad de salvar la vista. Ese ojo no volvería a ver”.
También recordó los primeros instantes de la atención médica que se brindó -que terminó por salvarle la vida- “Alguien -imagino que un médico- estaba diciendo: ‘Levántenle las piernas. Hay que hacer que la sangre fluya hacia el corazón’. Y noté unos brazos que me ponían las piernas en alto. Me encontraba en el suelo con la ropa hecha jirones y las piernas apuntando al cielo. Como el rey Lear, no estaba ‘en plenas facultades mentales’, pero sí lo bastante consciente como para sentirme...humillado”.
Tras 17 días en el hospital, Rushdie obtuvo el alta y comenzó su rehabilitación, que contempló problemas para orinar -debido a uno de los fuertes medicamentos que se le suministraron por las heridas- y una grave infección en el tracto urinario, que se debió tratar con un cóctel de antibióticos. “Yo empezaba a estar medio desquiciado. Desde siete plantas más abajo me llegaba la música de la ciudad...eran sonidos familiares y me gustaban, pero al mismo tiempo subrayaban un hecho melancólico: yo estaba en mi ciudad, sí, pero de momento no formaba parte de ella, o no del todo. El cuchillo me había separado del mundo a tajo limpio, confinándome a aquella ruidosa cama”.
El libro concluye un año después del atentado, cuando Rushdie volvió al lugar de los hechos, junto a su mujer, Eliza. “La gente de Chautauqua tuvo la amabilidad de dejarnos a solas en aquel espacio enorme, y durante un buen rato no quisimos hacer otra cosa que abrazarnos”. El ciclo estaba completo.