Un médico –del que no se ve el rostro– ausculta a un paciente, un joven de barba rojiza que interrumpe la lectura de un libro para ser atendido. Ese simple procedimiento provoca que se empiece a escuchar una insistente percusión y surja una frenética sucesión de imágenes: un reloj, un pequeño pájaro que se posa en la ventana, manchas de colores en un fondo negro, el mismo reloj que ahora explota, el mismo paciente en diferentes situaciones mientras camina por la calle, el caos del tráfico.
Dirigido, escrito y protagonizado por Jim Henson, el cortometraje Time piece (1965) es una síntesis de su inventiva como artista, de su gusto por el lenguaje experimental y de sus observaciones sobre el hombre moderno. Inserto como material de archivo dentro de la narrativa del documental Jim Henson: El hombre y las ideas, el filme de nueve minutos adquiere otros contornos: los de una obra que materializa la obsesión de un creador por la finitud de la vida, el resultado de un talento capaz de generar incontables ideas pero que no perdía de vista que siempre corría en desventaja.
O como lo ilustra una de sus hijas en su entrevista: “Como él quería hacer más de lo humanamente posible, nunca habría suficiente tiempo”.
Esa reflexión sobrevuela el largometraje de Ron Howard, que se estrenará este viernes 31 en la plataforma Disney+ tras exhibirse en la sección Cannes Classics del Festival de Cannes. El cineasta de Apolo 13 (1995) apenas se topó una vez con Henson, pero escuchó innumerables historias de él porque tenían amigos en común. ¿Quién, por ejemplo? El mismísimo George Lucas, productor ejecutivo de Laberinto en 1986 y, dos años después, de Willow, la película de fantasía de Howard con Val Kilmer en el rol principal.
Esta vez, gracias al respaldo y acceso que le otorgaron los herederos del hombre que inventó a Los Muppets, el realizador se apoya en gran medida en el contundente material de archivo y en los testimonios de cuatro de los cinco hijos que tuvo con Jane Nebel, la mujer que, como le gustaba decir a ella, fue la primera persona que descubrió su potencial.
A ambos los unía el amor por las marionetas, una sintonía que quizás explica por qué a la larga Henson terminó engendrando personajes para un público transversal y no convertido en un maestro del cine experimental (él no tuvo títeres cuando era niño, por lo que fue un descubrimiento algo más tardío). Socios creativos y pareja, fundaron su propia compañía, Muppets, Inc., donde se dedicaron a trabajar para estaciones de televisión y comerciales e incluso ganaron un Emmy local.
Sin embargo, el éxito no fue inmediato (Plaza Sésamo debutó en 1969, tras una década casados) y durante un buen tiempo los recursos económicos no abundaron. Cuando ese primer éxito llegó, en vez de permanecer en la zona de confort y tal vez hacer otro programa educativo para niños, fue a la caza de una experiencia diferente. El padre de Fraggle Rock nunca se sintió cómodo habitando un solo espacio ni menos respondiendo a las expectativas ajenas. Incluso si eso repercutía en su núcleo familiar.
Quienes integraron su círculo lo perfilan como una mente incansable y un artista interdisciplinario: quiso hacer espectáculos en Broadway, imaginó un club nocturno con un sistema de proyección vanguardista, y dio forma a iniciativas tan singulares como The cube (1969), un filme sobre un hombre desorientado en una habitación en la que entran y salen extraños. Emitida originalmente en NBC, la cinta es homenajeada a través del diseño del espacio físico en el que Ron Howard completa las diferentes entrevistas.
Impulsado por ese sentido de la urgencia tan propio de las personas más prodigiosas, Henson tomó decisiones que muchas veces causaron desconcierto en sus más cercanos. En la cúspide del fenómeno de The Muppet Show, el programa de televisión que tanto le había costado hacer realidad, optó por no seguir adelante con más temporadas y centrarse en el cine. Se sumergió en construir un mundo de fantasía corrompido por la avaricia y las ansias de poder que pende de un hilo. Era El Cristal Encantado (1982), la película que codirigió junto a su buen amigo y colega Frank Oz.
Es Oz quien entrega algunos de los aportes más valiosos dentro del largometraje (donde también asoman brevemente las actrices Rita Moreno y Jennifer Connelly). Le celebra su capacidad para seleccionar a sus colaboradores, describe la singular relación profesional y personal que forjaron entre ellos (“como hermanos”, asegura), y revive anécdotas que resaltan la dimensión más íntima del realizador que falleció en 1990, a los 53 años, a causa de una neumonía que se agravó.
Aunque el creador de la Rana René era alguien tímido y públicamente sólo hablaba de su faceta profesional, Howard se anima a tocar los hechos más dolorosos y difíciles de su vida y ponerlos en contexto: la muerte de su hermano mayor en un accidente de auto en una base militar (Brian Henson, su hijo, piensa que esa pérdida originó su fijación por el tiempo como una entidad que se agota) y los vaivenes de su matrimonio, una relación que se resintió por su imparable actividad artística y se quebró definitivamente tras 27 años como esposos.
También atraviesa la idea de que fue un papá que estaba presente únicamente en la medida en que sus retoños se integraran a sus equipos de trabajo. Esos apuntes dan texturas al retrato. Jim Henson se vuelve más humano y el acercamiento del documental se vuelve más honesto.
“¿Cómo te defines ahora? ¿Como titiritero o como cineasta?”, le preguntan durante una sesión de fotos en Nueva York en 1986. Henson responde que cualquiera. Luego acepta que podrían ser ambas. No le parece tan relevante. Pero el filme de Howard sabe que fue todo eso y mucho más, y hace todo lo posible por capturar su genio a través de un relato tan sentido como lúdico.