Columna de Marisol García: Ser segundo es ganar
La vida de la británica Beth Gibbons era en extremo calma antes de que la conociéramos como la voz de Portishead -crianza en una casa de campo, vida adulta en pequeñas ciudades costeras-, y siguió siendo tranquila incluso después del fenómeno global de su inolvidable debut. Todo hace parecer que su primer álbum solista quedará entre lo mejor del 2024.
Llegar segundo siempre será más cómodo que quedar de ganador. Menos presión encima, menos cámaras frente a las que sonreír, menos decisiones de “todo o nada” con las que nutrir la ambición.
La música popular suele ser cariñosa con sus segundones: instrumentistas o cantantes con crédito en las canciones que más nos gustan, pero que han cedido el protagonismo a virtuosos de aura magnética y rutina atormentada. Un libro en inglés, The Rejects, cuenta la historia de quienes fueron despedidos de bandas célebres y que aún así merecen el recuerdo: de Pete Best, el hombre antes de Ringo, a Florence Ballard, la fundadora de las Supremes que vio impotente cómo su proyecto juvenil terminaba como conjunto de apoyo para una tal Diana Ross.
Son atrayentes aquellos músicos que parecen dejar el alma sobre el escenario, pero también los que trabajan sin atisbo de grandilocuencia, como si hacer canciones fuese un oficio natural, con el que no persiguen nada en particular.
La vida de la británica Beth Gibbons era en extremo calma antes de que la conociéramos como la voz de Portishead -crianza en una casa de campo, vida adulta en pequeñas ciudades costeras-, y siguió siendo tranquila incluso después del fenómeno global de su inolvidable debut, hace treinta años (con Dummy).
Todo hace parecer que su primer álbum solista quedará entre lo mejor del 2024 sin que eso altere en lo más mínimo su canto sosegado, su mirada frágil, su cuerpo sin adornos. La cantante que “ha hecho de la inactividad una forma artística”, según Pitchfork, articula en Lives outgrown un sonido plácido pero con carácter, en que el canto se suma a una conjunción de texturas bien combinadas entre múltiples instrumentos, frescas por cómo se ponen al servicio de melodías firmes aunque frugales, que consiguen esquivar el cliché sobre lo melancólico.
Se adivina un ánimo sombrío -y, sí, fue una sucesión de muertes cercanas lo que según la autora inspiró estas canciones-, pero nada que el propio canto de Gibbons no pueda presentar como esencialmente empático con quien escucha. Lee Harris, un ex Talk Talk, aparece aquí como uno de los colaboradores clave; y por cierto que hay reminiscencias del aire, color y respeto por el silencio que caracterizaron la magnífica etapa final de aquella banda.
Solo Beth Gibbons puede promocionar un disco tan esperado con una carta manuscrita: “Mis 50 años me han abierto un nuevo horizonte, aunque más viejo. Ha sido una época de despedir a familiares, amigos e incluso a quien yo era antes, y estas letras reflejan mis ansiedades y cavilaciones de insomnio”.
Comenta allí también que el sonido del disco no fue una plantilla sino “un proceso”, sin trampas ni quiebres; “lejos de la adicción azucarada de las altas frecuencias, que satisfacen como el azúcar y la sal”. Hay un tema precioso, cuyo título es como una descripción certera para esta música: Floating on a moment. Suspensión sobre el tiempo y el ansia de figurar.