En 1917, Virginia Woolf inició una aventura junto a su marido, Leonard. Crear una editorial que imprimiera y editara libros de manera artesanal. Hogarth Press, se llamaba. En un primer momento fue totalmente artesanal. Tanto así que ellos mismos se ensuciaban las manos en la tarea. Virginia se ocupaba de dos cosas: la composición con tipos móviles, como lo hacía Johannes Gutenberg 5 siglos antes, y la encuadernación final. Leonard, por su lado, compaginaba y operaba las máquinas de la imprenta. Todo en su propia casa.

Pero habían creado a un pequeño gigante que fue creciendo más y más. Hacia 1921, Hogarth Press pasó a una dinámica industrial y de mayor escala, tal como conocemos al mundo editorial de nuestros tiempos. Por eso, Woolf fue una adelantada, siendo de las primeras escritoras en ocupar -al mismo tiempo- el rol de editora. Sin embargo, en 1938, la autora de Un cuarto propio se retiró del proyecto alegando que la editorial “perdió su energía y equilibrio, aunque podría recuperarlos si retomara los viejos ideales”.

Virginia y Leonard Woolf

Ese papel de editora, el menos conocido para el público, ha quedado relegado en el tiempo, y hoy ha podido volver a ser relevado gracias al volumen Cómo nace la idea: diario de una editora-escritora, que la editorial independiente nacional Alquimia Ediciones acaba de poner en los escaparates nacionales. Se trata de una selección de fragmentos de los diarios y cartas de Virginia Woolf, donde ella se refiere a ese rol. A cargo de la selección, traducción y notas estuvo el traductor y editor argentino, Eric Schierloh.

“En 2020 escribí un artículo sobre la Hogarth Press como parte del proyecto Publicar con los cuerpos, que es una historia de la edición artesanal en la que todavía trabajo -comenta a Culto-. Ahí se me ocurrió que quizás en las cartas y diarios de Virginia podría haber una historia más profunda tanto de la editorial artesanal que había armado con su compañero Leonard como de sus roles menos difundidos de editora y encuadernadora. A partir de esa simple idea el libro fue armándose a partir del procedimiento de buscar, seleccionar y traducir aquellos pasajes de las cartas y los diarios (once volúmenes en total) en los que Virginia aborda los asuntos editoriales. La primera edición, artesanal, apareció en Barba de Abejas hace poco más de un año”.

¿Cómo fue el proceso de traducción? Schierloh contesta: “Leer a Virginia por fuera del aparato de ficción al que normalmente accedemos es una experiencia muy interesante, o lo fue al menos para mí. Hay una voz muy particular en este libro, uno que Virginia nunca escribió formalmente, claro, y sin embargo estaba ahí, desperdigado, contando una historia”.

En el libro, se pueden ver momentos de verdadera intimidad de Woolf sobre el rol de editora. En febrero de 1915, le mandó una carta a su amiga Margaret Llewlyn Davies y le comentó: “¿Viste nuestra prensa? Los dos estamos tan emocionados que apenas y si podemos hablar y pensar en algo más (…). La prensa sólo cuesta £17 y al parecer se puede trabajar muy fácilmente con ella”. En mayo de 1917, le escribió a Violet Dickinson: “Terminamos de imprimir después de tres horas: resulta tan fascinante todo esto que apenas y si podemos soportar el hecho de tener que parar”. En julio de ese año le comentó a Clive Belll cuál era la idea básica del proyecto: “Nuestra editorial es para dar a luz a todos los monstruos de la vecindad”.

Al poco tiempo, Woolf comentó en sus diarios el descubrimiento de una de sus primeras autoras, la neozelandesa Katherine Mansfield, residente en Londres. “Tiramos la primera página de prueba de Prelude, el cuento de Katherine Mansfield. Quedó muy bonita, una composición compacta hecha con los nuevos tipos”. Y luego comenta -en su estilo- una reunión con ella: “Ojalá la primera impresión que tuvimos de Katherine Mansfield no hubiera sido la de que olía a gato salvaje. Quedé bastante sorprendida por lo que a primera vista parecía llaneza, facciones duras y cierta vulgaridad. Pero después de esa primera impresión resultó tan inteligente e inescrutable que su amistad es toda una recompensa”.

Eligiendo a sus autores, Woolf demostró ser una editora con mucho ojo. No solo con Katherine Mansfield, también con un poeta que pasó a la historia: el estadounidense T. S. Eliot. En 1918 tomó contacto con él. “En algún punto de esta página me interrumpió la llegada del Sr. Eliot. Su nombre lo define: un joven norteamericano refinado, cultivado y minucioso, que habla tan lento que parece asignar a cada palabra un acabado especial. Pero es bastante evidente que bajo esa superficie se trata de alguien muy intelectual, intolerante, con opiniones propias contundentes y un credo poético…nos trajo tres o cuatro poemas suyos para que les demos un vistazo…posee una poética muy compleja y enormemente organizada, aunque debido a su recelo y a su excesivo cuidado en el uso del lenguaje no pudimos descubrir mucho más”.

T.S. Eliot

Con T.S. Eliot, Woolf se anotó un golazo con la publicación, en 1922, de su libro La tierra baldía, un verdadero clásico de la poesía anglosajona. En junio de ese año, anotó en su diario: “Eliot estuvo el domingo pasado y nos leyó su poema. Lo cantó y salmodió marcando la rima, más bien. Tiene una gran belleza y fuerza expresiva, simetría y tensión. No acabo de ver claro cuál es el elemento aglutinante de todo, pero leyó hasta que tuvo que salir corriendo”.

Pero también tuvo otras decisiones controversiales. En 1918, a la oficina de Woolf llegó una carta donde le hacían un pedido: que considerara publicar un manuscrito de un escritor irlandés que ya tenía cierto reconocimiento. Era el extenso Ulises, de James Joyce. En una carta de mayo de ese año a Harriet Weaver, la mecenas del autor, le comentó: “Leímos los capítulos de la novela del Sr. Joyce con gran interés y desearíamos poder ofrecernos para imprimirla. Pero por el momento la extensión es una dificultad insuperable para nosotros. No conseguimos nadie que nos ayude, y a nuestro ritmo actual un libro de trescientas páginas nos tomaría por lo menos dos años, lo cual, por supuesto está fuera de discusión para usted o el Sr. Joyce. Lo lamentamos mucho, de verdad, ya que nuestro objetivo es poder publicar escritos de mérito que el editor tradicional rechazaría”. Y así no más, Virginia Woolf rechazó publicar el Ulises.

Pero, ¿habrá sido solo un tema de extensión? Al parecer, Woolf omitió en su carta que la compleja novela de Joyce no le gustó. Así lo comentó en su diario en agosto de 1922, cuando el libro ya había sido publicado. “Ulysses me gusta cada vez menos. Lo considero insignificante y ni siquiera me molesto en averiguar su significado. Gracias a Dios no tengo que reseñarlo”. Al mes siguiente, anotó en su diario: “Terminé de leer Ulysses y creo que es, definitivamente, una obra fallida. No le falta talento, pero es de bajo nivel. El libro es difuso, nauseabundo, pretencioso. Es vulgar no sólo en el sentido más evidente, sino también en el aspecto literario más profundo”.

Sobre esta decisión, Schierloh nos comenta: “El Ulises era un texto muy caro de producir, y muy complicado de imprimir de manera artesanal, claro. Además de eso, el texto parece no haberle gustado a Virginia, ¿y para qué publicar algo que a uno no le gusta? El de la Hogarth fue durante mucho tiempo un catálogo de prioridades estéticas y gustos personales. Haber descubierto a T.S. Eliot o a Katherine Mansfield me parece, en todo caso, más importante que haber rechazado a Joyce”.

Además, nos señala aquello que más lo sorprendió más de la faceta de Virginia Woolf como editora. “Supongo que el grado en que estaban fundidos el trabajo manual de composición tipográfica, la impresión con la imprenta manual (primero una de mesa a palanca y luego otra a pedal), la manufactura de las publicaciones, la lectura crítica para la editorial y la escritura de sus propios textos. Tiene mucho sentido que la Hogarth llevara el nombre de la calle donde estaba la casa editora”.

¿Considera que su forma de trabajar en el mundo editorial tiene algún rebote en la actualidad? Nos dice Schierloh: “Diría que sí. De hecho me interesaba mucho, al armar esta historia, mostrar el fervor de Virginia mientras la editorial se mantuvo pequeña, sencilla y artesanal, y también su larga decepción en cuanto la cosa se volvió un negocio más tradicional, lucrativo sin dudas aunque de naturaleza casi exclusivamente administrativa. En un momento dado Virginia cambió (o sucumbió a cambiar) el taller por el escritorio, y ahí hay algo que todavía, quizás, es importante pensar”.

Del perro a la señora

Woolf siempre está de vuelta. Y no solo con esta dimensión como editora, sino que desde hace pocas semanas las librerías chilenas han visto el regreso de dos de sus clásicos: Flush (1933), editado por DeBolsillo; y La señora Dalloway (1925), por Austral. El primero se trata de uno de sus libros clásicos, en el que hizo una biografía de un personaje -como lo hizo en Orlando- salvo que esta vez, es la de un cocker spaniel, Flush, compañero de la poeta Elizabeth Barrett. La segunda, es una novela de 1925, que sigue un día en la vida de Clarissa Dalloway en la Inglaterra post Primera Guerra Mundial a través del flujo de conciencia. Sí, en un ejercicio muy similar al Ulises, de Joyce, al punto que se cree que fue su respuesta al libro del irlandés.

La escritora y académica de Letras UC, María José Navia, es una gran lectora de Virginia Woolf. De hecho, en la tradicional casa de estudios realiza un curso monográfico sobre la vida y obra de la oriunda de Kensington. Consultada por Culto, comenta sobre su literatura y si acaso influyó en ella su rol como editora: “Es una escritura que pinta sobre la página, que captura la luz que cae sobre las cosas, tanto en la naturaleza como en la ciudad. Es una escritura que siempre estuvo desbordando a los géneros, Woolf decía que no escribía ‘novelas’, sus libros no cabían ahí, ella escribía poemas teatrales o, incluso, elegías. Y, sí, por supuesto que influyó su condición de editora: es una autora que sabe las chispas que salen al poner una palabra junto a la otra, que juega con la estructura de la página (como en La habitación de Jacob), que sabe el peso de ponerle a uno de sus libros, como Orlando, el subtítulo de ‘Una biografía’”.

Además, tener su propia editorial le dio la libertad para escribir como quisiera, luego de dos libros publicados en Duckworth Press (la editorial de un hermano que abusó de ella) en los cuales se nota una mayor restricción. Desde La habitación de Jacob, el primero de sus libros publicado en Hogarth Press en 1922, se ve cómo el talento de Woolf se despliega en toda su complejidad y maravilla”.

Sobre Flush, Navia tiene una mirada particular: “No me parece de los esenciales pero sí de los más amigables para entrar al mundo de Woolf. Es un libro que Woolf escribió para reírse de sus críticos (que odiaron y fueron feroces con ese libro en un primer momento) y llevando aún más lejos su osadía cometida en Orlando. Si en esa novela ella desafiaba la posibilidad de escribir una biografía (ella era hija de quien estaba a cargo del Diccionario Biográfico en Gran Bretaña, Sir Leslie Stephen, por lo que el gesto era doblemente desafiante) ya que creía que todos somos muchas personas en una vida, en un año, en un día (de ahí que muchos de sus títulos tengan que ver con el tiempo: Noche y Día, Los años, incluso La señora Dalloway iba a llamarse Las Horas), y en Orlando tenemos un personaje viviendo una vida imposiblemente larga y cambiando de hombre a mujer de un capítulo a otro; en Flush el cuestionamiento va hacia quiénes llegan a tener una biografía escrita sobre ellos. Woolf se pregunta: ¿por qué no un perro? Y es la biografía del perro de una famosa poeta. Muy hermoso”.

Además, Navia reconoce que La señora Dalloway, es su libro favorito de la inglesa. Tanto así que en 2022 lo adaptó al teatro bajo el nombre Clarissa/Dalloway, y se montó en el Teatro Finis Terrae. “Lo leo todos los años, estoy escribiendo un ensayo sobre él justo ahora, me parece su obra maestra. El próximo año es su centenario y me parece motivo de gran celebración. Es un libro perfecto para leer en un día (como es la experiencia en el libro), tiene ese peso de la vuelta a la normalidad de la posguerra y esa voluntad de celebrar la vida, de Clarissa Dalloway, ofreciendo su fiesta como un regalo para una sociedad adolorida, con el contrapunto de un soldado, Septimus, para quien la guerra no se termina (como quizás ninguna guerra jamás lo hace)”.

“Es un libro, además, en el que Woolf retoma a uno de sus primeros personajes. Clarissa y Richard Dalloway son pasajeros (por un tiempo) del viaje en barco que se cuenta en la primera novela de Woolf, Fin de viaje; un personaje que luego ella ensaya en su cuento La Señora Dalloway en Bond Street y continúa después de la novela en los cuentos de La fiesta de la Señora Dalloway, publicado póstumamente por su marido, Leonard Woolf. Es realmente una maravilla de la literatura. No se puede creer tanta belleza”.

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