Llegó agitado, algo sudoroso, y con la esperanza de que le abrieran la puerta. A las 13.00 horas del 25 de agosto de 1939, el exgeneral Carlos Ibáñez del Campo llegó a la Embajada de Paraguay, en Santiago, pidiendo asilo político. Tal como en 1931, cuando un levantamiento popular acabó con su primer gobierno, ahora se veía obligado a arrancar tras fracasar el intento de golpe de Estado contra el Presidente Pedro Aguirre Cerda. La intentona pasó a la historia de Chile como el “Ariostazo”, por el nombre del otro cabecilla del putsch: el general en retiro Ariosto Herrera.
Herrera había sido protagonista de la noticia días antes, pues fue llamado a retiro del Ejército debido a su conocida aversión a los movimientos de izquierda, que por entonces formaban parte de la alianza de gobierno, junto al oficialista Partido Radical (en esos días, el partido más grande de Chile). De hecho, en el desfile del 21 de mayo de 1939 había protagonizado un hecho singular. Lo relata el historiador Joaquín Fernández Abara en su artículo El Ariostazo. La política por otros medios.
“Supuestamente, en medio del gentío un espectador que se paseaba con una bandera roja habría escalado las rejas de una de las ventanas del primer piso de La Moneda para presenciar el desfile. De inmediato el general Ariosto Herrera, jefe de la Segunda División de Santiago y quien debía encabezar el desfile, habría ordenado a Carabineros que lo hicieran descender”.
El militar, nieto del héroe de la Guerra del Pacífico Eleuterio Ramírez (el primer “León de Tarapacá”), ya aparecía como sospechoso de conspiración para el gobierno. De hecho, como informó La Nación, la Policía de Investigaciones puso una vigilancia especial para el ahora exuniformado. Así, unos detectives se apostaron frente a su casa. Aunque lo primero que vieron llegar, en la tarde del 24 de agosto, fue a un grupo de reporteros de la revista Ercilla, quienes fueron a entrevistar al exgeneral.
En su living, cuentan en Ercilla, el oficial de entonces 47 años tenía unos particulares objetos. “Sobre una vitrina, aparecen tres figuritas. Son estatuas en greda de Hitler, Mussolini y Hinderburg”. Eso lo decía todo, y en la charla con los ágiles lo dejó muy claro: “Yo amo los regímenes dictatoriales. Mi madura convicción de soldado está de acuerdo con las ideas totalitarias. He viajado por Europa. Allí aprendí a admirar la obra de Hitler y del Duce”. En todo caso, ni de lejos era el único oficial de la época con esas tendencias. El general Carlos Vergara, quien había sofocado el alzamiento de la marinería en 1931, era otro reconocido simpatizante del nazismo.
Además, le consultaron si estaba pensando en oponerse a la decisión del gobierno de mandarlo a retiro, pero Herrera lo negó rotundamente. “¡Jamás! he sido educado en la escuela de la lealtad. El gobierno me retira y yo acato esta resolución como un soldado que siempre cumplió y cumplirá sus deberes para con la patria y la Constitución. Lo único que haré es no presentar mi expediente de retiro”.
Sin embargo, igual se dio tiempo para mandar un desafiante mensaje al entonces Comandante en jefe del Ejército, general Carlos Fuentes Rabe. “Es mi superior jerárquico. No puedo retarlo a duelo. Pero, sí, digan que estoy dispuesto a batirme con él. ¡A sable, con el pecho descubierto, a muerte! ¡Para eso soy hombre!”.
El descontento de Herrera no era privativo solo de él, sino que era compartido por otros miembros del alto mando. Así lo comenta a Culto el historiador y académico de la Universidad Finis Terrae (UFT), Joaquín Fernández Abara. “El Ministerio de Defensa Nacional había sido asumido en 1939 por el intelectual radical – y esposo de Amanda Labarca- Guillermo Labarca Huberston. Labarca había publicado en 1911 una nouvelle titulada Mirando al océano, donde a través de la experiencia del servicio militar dibujaba al mundo militar, sus capacidades intelectuales y su moralidad, con juicios críticos y ácidos. Por esto, su llegada al ministerio fue vista con desconfianza desde los mandos castrenses. Además, aunque en esa época algunos militares podrían ser reformistas en lo social, desconfiaban del clasismo y el internacionalismo de los partidos de izquierda, y veían con consternación la existencia de organizaciones paramilitares. Esto era especialmente notorio con los camisas de acero de las Milicias Socialistas”.
En base a ese descontento en la oficialidad, Herrera fraguaba un golpe, y tras la partida de los periodistas, a las 11 de la noche se reunió con Ibáñez y entre ambos coordinaron un plan. Lo realizarían a la mañana siguiente. Muy temprano.
“¡Retírese mi coronel o lo mato!”
Apostados frente a la casa de Herrera, al alba los detectives vieron algo que les llamó la atención. La crónica de La Nación señala: “A las 6 de la mañana vieron llegar dos automóviles de los que descendieron algunas personas con uniforme militar. Minutos después salieron estas personas acompañadas de Ibáñez y Herrera, quienes se cubrían con gruesas mantas de castilla, y con los mismos automóviles se trasladaron al Regimiento de Artillería ‘Tacna’”. De inmediato, los policías dieron el aviso al director de Investigaciones, y este, al ministro del Interior y al mismísimo Aguirre Cerda.
Mientras el gobierno buscaba reaccionar, los sublevados llegaron al Tacna, y comenzaron a instigar a los altos mandos del regimiento de que se les sumaran al alzamiento. Y al mismo tiempo, enviaron emisarios a las otras unidades de Santiago e incluso del país. No era extraño, puesto que Chile venía de unas décadas en que los militares habían intervenido constantemente en política, con los sendos golpes de Estado en 1924 a Arturo Alessandri (justamente por Ibáñez); el famoso “Ruido de sables” de 1924; el golpe a Juan Esteban Montero, en 1932, y los sucesivos derrocamientos de la República Socialista de Chile y el gobierno de Carlos Dávila, ese mismo año.
Fernández Abara explica el contexto de esos años complejos: “Los militares venían teniendo un activo rol en política desde mediados de la década de 1920 y llegó a su cúspide con la Dictadura de Ibáñez y en el año 1932, con la República Socialista. El segundo gobierno de Arturo Alessandri (1932-1938) y su reacción ‘civilista’ logró contenerlos pero no desactivarlos del todo. El conato golpista de Herrera se entiende en el contexto del triunfo del Frente Popular en 1938. En dicha ocasión no sólo ascendió al poder el Partido Radical sino que pasaron a formar parte del Gobierno los partido Comunista y Socialista. Por primera vez partidos declaradamente marxistas, con fuerte apoyo del movimiento obrero organizado llegaron al ejecutivo. Esta situación generó un verdadero pánico tanto en la derecha cómo en las clases altas. De hecho ante el estrecho resultado de Pedro Aguirre Cerda contra Gustavo Ross en 1938, varios elementos del Partido Conservador ya habían tratado de utilizar a los militares para impedir el triunfo frentista, aunque los altos mandos se negaron en dicha coyuntura crítica”.
“Por lo demás, cabe recordar que entre julio de 1936 y abril de 1939 había tenido lugar la Guerra Civil Española, la que había marcado fuertemente el debate chileno. Mirando el ejemplo de España, la derecha temía el que se produjesen levantamientos revolucionarios y motines anticlericales, a la vez que la izquierda consideraba seriamente la posibilidad de que la derecha se alineara con los militares para instaurar una dictadura militar conservadora y anticomunista. De hecho, revistas satírica como Topaze, las que utilizaban la imagen para señalar lo que los contenidos escritos de la ‘prensa seria’ no podía o se atrevía a decir, habían publicado viñetas comparando explícitamente a Herrera con Franco”.
Volvamos a esa mañana del 25 de agosto de 1939. Las noticias llegaron a La Moneda y los ministros se mostraron algo inquietos. En sus memorias, el entonces ministro de Agricultura, Arturo Olavarría, comenta cómo fue el momento en que conversó con Aguirre Cerda sobre lo que estaba sucediendo. “En esos precisos instantes apareció en el ministerio el presidente Aguirre Cerda, quien fue informado de inmediato de cuanto ocurría. Hice un aparte con el mandatario y le dije: -Señor, no hay tiempo que perder. La Escuela de Infantería va a tomarse fácilmente la Moneda (…). Don Pedro me interrumpió violentamente y, sacando del bolsillo del chaleco una diminuta pistola, con la que seguramente no habría hecho muchas bajas, me contestó en alta voz: -De aquí no me sacarán sino muerto. Mi deber es morir matando en defensa del mandato que me otorgó el pueblo.”
Sin embargo, Herrera e Ibáñez no tuvieron éxito en sublevar al “Tacna”. Ningún oficial se plegó al alzamiento. Incluso, las noticias llegaron al regimiento “Buin”, donde a las 7 de la mañana el general Fuentes Rabe estableció su cuartel general. Desde allí, envió a unas unidades con la orden de tomar posesión del “Tacna” y exigir rendición incondicional a los sublevados, lo cual se hizo sin mayores complicaciones. A las 8, Herrera e Ibáñez quedaron detenidos momentáneamente en el “Tacna”.
El movimiento solo tuvo eco en la Escuela de Infantería de San Bernardo, donde un grupo de oficiales jóvenes decidió plegarse al motín. Al llegar el coronel, Guillermo Barrios Tirado, fue encañonado por el capitán Octavio O’Kingston. “¡Retírese mi coronel o lo mato! Usted no tiene nada que hacer aquí!” Según el relato de La Nación, con calma, Barrios inquirió a la tropa que se encontraba en el patio. “Digan soldados, ¿están con su coronel que apoya al Gobierno y al Frente Popular o con el capitán O’Kingston?”. Los efectivos contestaron “¡Viva mi coronel!”, y O’Kingston con otros oficiales golpistas fueron apresados.
A las 11 de la mañana, ya con toda la situación controlada, Fuentes Rabe ordenó el traslado de Ariosto Herrera a la Escuela Militar, donde quedó prisionero. En ese momento, Ibáñez aprovechó la confusión y logró escapar a la calle, de donde arrancó para la Embajada de Paraguay. Desde ahí, partió nuevamente al exilio.
Para esas horas, la noticia del frustrado alzamiento comenzó a correr y una multitud comenzó a congregarse en la Plaza de la Constitución, frente a La Moneda, para manifestar su apoyo al gobierno. La Nación reporta que diversas organizaciones obreras, partidos políticos, y gente del pueblo “se movilizaron en una enérgica y elocuente demostración de su repudio a la obra antipatriótica de quienes pretendían derrocar el poder constituido”. El matutino reportó que 180 mil personas llegaron al lugar.
A las 19.35, Aguirre Cerda se asomó a uno de los balcones de La Moneda, donde dio un discurso criticando a los cabecillas del golpe y alabando la conducta de las Fuerzas Armadas. “Dos individuos ambiciosos, que no han tenido el valor ni el prestigio para dirigirse al pueblo, diciéndole que ellos podían representarlo, han pretendido que las Fuerzas Armadas se plieguen a ellos en la obscuridad [sic] de la noche”.
“Este Ejército les dijo: No; el pueblo de Chile ha puesto a este hombre en la Presidencia, y nosotros no podemos hacernos cómplices del delito de Lesa Patria de que son culpables esos dos generales”.
La reacción política vino por cuenta del Poder Legislativo. Al anochecer, el Congreso aprobó por unanimidad el Estado de Sitio por 20 días y facultades especiales para el Mandatario. Fue lo mismo que quiso hacer -sin éxito- Salvador Allende en 1973, tras el “Tanquetazo”. De hecho, en ese agosto de 1939, “Chicho” era diputado por Valparaíso, aunque pocos días después -el 28 de septiembre- entraría al gabinete como ministro de Salubridad.
Tras el intento de golpe, Ariosto Herrera fue juzgado y condenado a 20 años de confinamiento en Paraguay y a la inhabilitación absoluta y perpetua para cargos y oficios públicos. Sin embargo, volvió a Santiago tras la muerte de Pedro Aguirre Cerda. Falleció en la capital el 7 de agosto de 1952, a los 60 años. En tanto, Ibáñez también regresó al país en 1942 para volver a ser candidato presidencial, ocasión en que perdió ante Juan Antonio Ríos. Pero volvió a intentarlo en 1952, y esa vez sí triunfó. Aunque esa es otra historia.