Columna de Héctor Soto: De menor a mayor

Glen Powell en Cómplices del engaño.


Atavismos. En el prólogo de su ensayo El vieja a la ficción, que es un estudio del mundo literario de Juan Carlos Onetti, el autor de El astillero y La vida breve, entre otros libros memorables, Mario Vargas Llosa plantea que el lenguaje y la literatura corresponden a la función que aparece en tercer lugar en el camino evolutivo del género humano, una vez cubiertas las necesidades, primero, de alimentarse y reproducirse y, en seguida, de adornarse. La capacidad de inventar y contar historias, aparte de entregar seguridad y consuelo a la condición humana, es lo que abre, a su juicio, la puerta a la ficción, dando acceso a un mundo distinto, donde la vida es menos ardua y las recompensas más generosas que las de la experiencia. Llama la atención la jerarquía que tanto Vargas Llosa como muchos antropólogos asignan en la escala civilizatoria al afán de adornarse. Según ellos, pintándose, tiñéndose, interviniendo el cuerpo o el rostro con piedras preciosas o metales, el hombre primitivo logra antes que nada distinguirse. Es un punto de vista interesante. También puede ser la manera que discurrió el hombre prehistórico para conjurar el miedo, ahuyentar males supuestos o reales o para sentirse más acompañado. Como nadie sabe para quién trabaja, quizás no sea una mala perspectiva para aproximarnos al actual fenómeno de los tatuajes. Tarde o temprano, los atavismos siempre reaparecen.

La comedia y la moral. Tendríamos posiblemente que remontarnos, por decir algo, al cine de George Cukor o a las actuaciones de rostros como Audrey Herpburn o Cary Grant para encontrar niveles parecidos de encanto. Sí, eso es lo que siempre ha tenido el cine de Richard Linklater. Títulos como Antes del amanecer, Escuela de rock o Boyhood comportan una levedad que no solo se agradece en los tiempos que corren. También renuevan el concepto de simpatía, que tanto arraigo tuvo en el cine clásico de Hollywood. La más reciente realización del cineasta, Cómplices del engaño, es la historia de un sicario de mentira que, como profesor de psicología y carnada para gente con malas intenciones, presta servicios a la policía. El menudo problema de la cinta es que el sujeto se enamora de una de las “clientas” cuando esta le encarga un crimen. De ahí en adelante todo en este relato son engaños, coartadas e imposturas. Aunque la cinta transgrede descaradamente códigos básicos de moralidad, lo hace con tanto soltura y humor que la escisión apenas se siente. Solo en una comedia romántica y a la vez negra como ésta el crimen puede netearse con el abuso de pareja y la antipatía. En otro contexto, la operación fracasaría por su excesivo cinismo. Aquí no y, tal como en varias cintas de Billy Wilder, son las leyes de la comedia, no las de la moral, las que mandan. Ojo con el desempeño de Glen Powell, cómplice frecuente del cine de Linklater. No es fácil encontrar en la pantalla actual actores así de carismáticos.

Triunfo y tragedia. Riguroso, bien reporteado, muy informativo y también respetuoso, aunque nunca al precio de comprometer la franqueza, el libro de Mauro Libertella sobre Piglia (Ricardo Piglia a la intemperie, Col. Vidas Ajenas, Ediciones UDP, 2024) es también efectivo. Por mucho que la efectividad no sea un valor literario en sí, en este caso sí lo es, dado que es gracias a un trabajo metódico y clarificador que el libro satisface sobradamente las expectativas del lector. Piglia fue por décadas el gran buque insignia de la literatura argentina. Tenía una cabeza portentosa como profesor, como ensayista, como novelista, y se instaló como un puente de continuidad entre los escritores que lo habían precedido y los que vinieron después. Este libro sitúa con gran precisión al adolescente fanático del fútbol y bueno para leer que llega a convertirse con el tiempo en un gran escritor. Caracteriza bien al sujeto que, inmolándose a ese objetivo de vida, decidió no tener hijos y tomó conciencia desde muy temprano del imperativo de trabajar duro para lograrlo. Y no obstante haberlo conseguido, la sensación que deja este libro es mixta. Piglia levantó una obra inmensa, escribió novelas notables (quizás más cerebrales que emotivas, como Respiración artificial, como La ciudad ausente, como Blanco invierno), exploró con más inteligencia que nadie las fronteras entre el ensayo y la ficción, logró amplios reconocimientos en todos lados, culminó su trabajo con un proyecto colosal, editando las mil y tantas páginas del diario de su vida (no para sí mismo, sino para adjudicárselo a su alter ego, Ricardo Renzi) y, sin embargo, el libro de Libertella, también novelista y autor de varios ensayos, deja un saldo de tristeza. Quizás porque el destino nunca es muy justo, quizás porque Piglia no se merecía las pellejerías que enfrentó durante años para ganarse la vida, ni tampoco el escándalo que le significó recibir en 1997, por Plata quemada, un premio que a todas luces estaba envenenado. Tampoco se merecía, mucho menos, el final de sus días, cuando una devastadora enfermedad genética terminó matándolo de a poco. Nada de esto, por cierto, rebajó su estatura literaria. Pero sí lo convirtió en una figura trágica.

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