Capítulo 1: La debacle
Recién amanecía cuando sonó el teléfono en la casa de Rafael García de la Huerta. El integrante del Dispositivo de Seguridad Presidencial de Salvador Allende, más conocido como Grupo de Amigos del Presidente (GAP), llevaba casi dos años trabajando en el Departamento de Bienestar de Chuquicamata. Al otro lado de la línea el gerente de la oficina de la minera en Santiago, Roberto Vial Arangua, le alertaba sobre un golpe de Estado en marcha.
En el acto, García de la Huerta se comunicó con el gerente general de CobreChuqui, David Silberman. Este convocó a su núcleo más cercano a su oficina, a metros de la Puerta 1, la principal vía de ingreso a las faenas mineras, y enseguida llamó a Carlos Berger, el superintendente de Comunicaciones y Relaciones Públicas de la empresa, que llevaba apenas un mes en el cargo. Le pidió acudir de inmediato a la Radio El Loa, ubicada en el centro del campamento de Chuquicamata, para hacer seguimiento de lo que ocurría y mantener informada a la población. Luego puso a resguardo a su propia familia.
—Toma a los niños y anda a la casa de los Encalada —Silberman le dijo por teléfono a su esposa, Mariana Abarzúa, refiriéndose a una familia amiga apolítica y fuera de sospecha.
Era media mañana del 11 de septiembre de 1973 y en las oficinas de la gerencia general aún debatían qué hacer cuando entró la llamada del general Joaquín Lagos, comandante de la Primera División de Ejército. Antes de la media noche sería nombrado Jefe de Zona en Estado de Sitio de la Provincia de Antofagasta. Pidió hablar con Silberman. Quería saber qué pasaba con el polvorín, donde se guardaban los explosivos para el uso en la mina.
«El polvorín de Chuqui era inmenso y a más de uno se le pasó por la mente volarlo luego de saber cómo habían atacado la presidencia», relató García de la Huerta.
Pero si el golpe de Estado era sofocado, como había ocurrido casi tres meses antes con el Tanquetazo, cuando se sublevó el Regimiento Blindado N.º 2 en Santiago, ¿era buena idea destruir el «sueldo de Chile», la recién nacionalizada mina de cobre a rajo abierto más grande del mundo? En pocas horas, todas las faenas en Chuquicamata se detuvieron, incluyendo la preparación de la tronadura programada para las 15.00, operación con la que diariamente se desprendían del cerro unas 160 mil toneladas de material. A pesar de la adrenalina del momento, colocar explosivos en distintos puntos de la mina, como algunos militantes más radicalizados venían pensando hacer en caso de un golpe, implicaba una preparación que ninguno de ellos tenía.
Además, era extremadamente peligroso. Hacía seis años, veintidós trabajadores habían perdido la vida cuando uno de los camiones con dinamita estalló accidentalmente durante la instalación de explosivos en el yacimiento.
«Para volar la mina y utilizar los explosivos que se usaban en Chuqui se necesitaba mínimo tres kilómetros de cable. No era cosa de prender un fósforo. No conozco a nadie que pudiera volar la mina, porque nadie tenía ni la formación ni el conocimiento para hacer ese tipo de cosas», asegura el técnico electrónico del mineral Adolfo Cuevas, chuquicamatino de nacimiento y militante del MIR.
En Chuquicamata había pocos militantes del MIR, una organización revolucionaria con poco arraigo en la población local y nula tradición sindical. No obstante, Cuevas se involucró en el Frente de Estudiantes Revolucionarios del MIR y, tras el triunfo de Allende, se incorporó al primer equipo del GAP en Santiago. Luego de casarse a fines de 1972, regresó a Chuquicamata y se puso a trabajar en la mantención eléctrica del Molino Mina. Continuó su militancia con el Frente de Trabajadores Pirquineros.
El 11 de septiembre de 1973, Cuevas comenzaba el primer turno de las 7.00 en su puesto de trabajo cuando con sus compañeros escucharon los comentarios que se intercambiaban por la radio de comunicaciones de las camionetas. La radio era el medio por el cual se informaban sobre las operaciones de la mina, pero esta vez se hablaba de que había «problemas en Santiago»; con los minutos esos problemas se transformaron en movimientos militares. Al igual que en otras secciones, se decidió detener el trabajo.
Atraídos como un imán, cerca del yacimiento se congregaron más de centenar y medio de trabajadores desconcertados, preguntándose qué hacer. Algunos eran militantes de izquierda y otros no tenían participación política activa. Al lugar llegó el alcalde de Calama, Luis Villalobos Lemus, de la Unión Socialista Popular (Usopo), y entre la multitud se hallaba media docena de hombres del GAP, parte de un grupo mayor que se había integrado a la empresa entre 1972 y 1973.
García de la Huerta había sido uno de los primeros en hacerlo. A inicios de 1973 se sumaron ocho más. Su misión era principalmente política y de inteligencia. Ocuparon distintos cargos, algunos en las gerencias, otros como obreros o en servicios. Sus tareas clandestinas incluían rastrear el origen de una serie de sabotajes, armar pequeñas escuelas de formación militar y preparar la defensa del mineral, que resultó ser muy precaria.
Varios GAP no se encontraban en Chuquicamata ese día. Algunos estaban en Arica y otros en Santiago. García de la Huerta lamentaba no poder combatir en La Moneda.
«Me había entrenado para eso», dijo.
Algunos de los que sí estaban, junto con trabajadores de la mina, se propusieron buscar y tomar control de los vehículos que pasaban. Así lo relata Sergio Jarpa, un ingeniero en minas que ya había dejado Chuquicamata para partir a Estados Unidos a seguir un programa de posgrado. Sus excolegas le contarían más tarde como fueron virtualmente secuestrados por los miembros del GAP: «Los GAP los pusieron contra la pared, les pidieron sus llaves y les quitaron los vehículos», asegura Jarpa.
Hasta la entrada del yacimiento había partido raudo Luis Aguirre Smith, enviado a Chuquicamata a comienzos de 1971 por su organización, el MIR, pero camuflado de socialista. Su misión era política: debía fortalecer el MIR en la zona, especialmente el Frente de Trabajadores Revolucionarios de Calama. Aguirre, de veintiséis años, se había incorporado con facilidad a la empresa gracias a que su hermano menor Pedro trabajaba ahí como chofer de camiones de alto tonelaje. Como este era además el presidente del club de básquetbol Corre y Vuela de Chuquicamata, Luis, él mismo antiguo jugador de la selección chilena de básquetbol, fue contratado por el club apenas arribó de Santiago.
«Yo llegué como el mejor deportista del Club Corre y Vuela y me ofrecieron trabajo en el Departamento de Contabilidad. Pero yo no quería estar todo el día en una oficina, así que pedí que me contrataran como obrero», relata.
Recién había pasado siete años trabajando como cajero de la Cooperativa de Empleados Particulares en Santiago, y quería estar al aire libre. Aguirre se convirtió en guardia de seguridad en los portones de acceso a las secciones de trabajo de la mina. Terminó como asistente y guardaespaldas del subgerente de Administración y Finanzas, el socialista Haroldo Cabrera, y fue uno de los organizadores de los trabajos voluntarios en la mina.
La mañana del 11 de septiembre, se vistió rápidamente y salió disparado del pequeño cubículo que era su hogar para cumplir el plan acordado luego del Tanquetazo.
«Después del Tanquetazo nos pusimos a esperar el golpe definitivo —afirma Aguirre—. Como vimos que podía venir algo peor, con los trabajadores voluntarios y dirigentes de los partidos acordamos tomarnos la mina, todas las entradas, todas las salidas, todos los departamentos, y distribuir las armas para poder resistir cuando subiera el regimiento de Calama».
Ese era el plan, pero nunca se llevó a cabo.
En cambio, ya desatado el golpe de Estado, resolvieron dos cosas: una, que había que juntar todo el armamento posible, y dos, que había que proteger la mina. Llevaron los vehículos hasta el costado de la entrada del yacimiento, donde se hace el «transfer», el punto donde cambia la conducción de los camiones de derecha a izquierda, ya que al interior de la mina los camiones transitaban por la izquierda. Los conductores estaban en paro, pero un grupo de ellos, leales al gobierno, atravesaron dos camiones de doscientas toneladas a la entrada de la mina para impedir el ingreso, anticipándose a la llegada de tropas militares.
Mientras algunos dirigentes de izquierda recorrían las faenas con unos pocos fusiles, en busca de más armas y hombres, los GAP Víctor Olmedo y Carlos Acuña se internaron en el desierto próximo al campamento a bordo de un jeep.
«Se supone que éramos la resistencia —dice Olmedo—. Fuimos a buscar armas que estaban enterradas en distintas partes, no sé desde cuándo. Había unos rifles Winchester que resultaron ser muy viejos y por supuesto no funcionaban».
La colección completa de armamento consistía en unos pocos rifles y fusiles Mauser, unas pequeñas pistolas y una ametralladora aportada por Cuevas, el arma más potente de ese escuálido arsenal. Uno de los GAP en Chuquicamata, Manuel Cortés, había fabricado granadas y las tenía guardadas en casa del encargado del Partido Socialista en el mineral y a su vez subgerente de Relaciones Industriales, Carlos Gómez, pero el golpe pilló a ambos en Santiago. De hecho, esa mañana Cortés les disparaba a los golpistas desde el edificio del Ministerio de Obras Públicas en calle Morandé.
Las armas en Chuquicamata eran escasas y los militares nunca llegaron, no ese día.
***
A primera hora del 11 de septiembre se había agendado una reunión entre dirigentes de una cooperativa de compras y Haroldo Cabrera. Ese mismo año un grupo de trabajadores había creado la cooperativa para comprar productos al por mayor, principalmente electrodomésticos, como lavadoras y jugueras, casi imposibles de conseguir en Chuquicamata. La mañana del golpe de Estado tenían pensado pedir permiso a Cabrera para viajar a hacer compras en Antofagasta.
«Nos dijo que debíamos irnos, porque había que defender Chuquicamata o los militares se lo iban a tomar. Así que nos fuimos», cuenta el mecánico automotriz Walter Ibáñez, camionero de la mina y dirigente de esa cooperativa.
Las noticias del golpe alcanzaron las diferentes secciones de Chuquicamata en distintos momentos del día. En algunas áreas, las jefaturas simplemente enviaron a sus trabajadores de vuelta a casa en el campamento o Calama. Otros trabajadores y empleados se quedaron para ver lo que se podía hacer. En algunas áreas, se siguió trabajando normalmente durante al menos unas horas del primer turno, pero para el mediodía gran parte de las faenas ya estaban paralizadas.
Ángela Saavedra, secretaria del Departamento de Materiales de la Bodega Central, llegó a la hora de siempre a su oficina, y estando allí, su jefe les informó del movimiento militar. Eran unas ochenta personas en total, entre ellas una veintena de mujeres.
«Él en realidad nos calmó, al menos a las mujeres, porque nosotros lo único que queríamos era irnos a la casa. Como a la una de la tarde, pidió buses para que llevaran a las mujeres a sus casas. Yo vivía en Calama. Los hombres se quedaron un rato más, pero igual se fueron después», cuenta Saavedra.
Era muy difícil saber lo que pasaba en otras partes de la enorme extensión que ocupaban las instalaciones mineras. Por lo general, se necesitaba un vehículo para trasladarse de un punto a otro. Sin suficientes medios de transporte ni de comunicaciones, era casi imposible coordinar una respuesta al golpe.
Los trabajadores del turno A en las faenas (7 a 15 horas) se enteraron del golpe estando al interior de sus secciones de trabajo. Nicanor de la Cruz Araya, militante de Usopo y dirigente del Comité Paritario, comenzó sus labores en la fundición normalmente ese día, y no fue sino hasta más tarde, cuando llegó la cuadrilla a sangrar los hornos, que se enteró de lo que pasaba. En esa cuadrilla iban dos trabajadores de una media docena de su área que eran «muy cercanos a Patria y Libertad», dice.
—¡Cayó el viejo desgraciado! —festejó uno de ellos—. Y ustedes...
Apuntó con su mano al grupo de reconocidos militantes comunistas y socialistas e hizo un gesto pasando su mano por el cuello, de degollamiento. Allí nadie escondía su militancia. De la Cruz dice que el supervisor, un socialista que llegó luego de la nacionalización, reunió a los dirigentes de izquierda de la fundición para analizar el escenario que se desplegaba vertiginosamente.
«Nos dijo que alguna cosa teníamos que hacer, pero por lo menos en mi área de trabajo no hubo un plan. La confusión era tremenda», afirma De la Cruz.
***
Patrullas militares ya rondaban el campamento cercano a las instalaciones mineras, pero aún no se presentaban en las faenas, con excepción de la subestación eléctrica 10. Esta planta alimentaba a gran parte de la mina con los 110 mil voltios de energía generada por la planta termoeléctrica de Tocopilla, que formaba parte de la empresa minera.
Militante socialista y técnico eléctrico de profesión, a Óscar Mora le tocó el primer turno ese día. Cuando llegó al taller, a un costado de la concentradora se encontró con militares rodeando la subestación colindante. El golpe aún no era evidente en la capital, pero una compañía entera del Ejército se apostó en la madrugada al interior de la reja perimetral que protegía la subestación. Los trabajadores que entraban al taller eléctrico se extrañaron, pero nadie dijo nada. Los militares tampoco les dirigieron la palabra.
El supervisor ya había llegado, y los capataces hicieron la distribución habitual de los trabajadores en las tres secciones: la planta de molibdeno, la chancadora y la concentradora. El turno comenzó normalmente, hasta que la voz metálica de Allende sonó por el altoparlante de la concentradora. El presidente se despedía de su pueblo.
«Hubo de todo —recuerda Mora—. Había gente que lloraba, otros que celebraban, saltaban y gritaban. Hubo peleas, empujones. Yo estaba apenado».
Alrededor de las 10.00 se asomó al taller eléctrico David Miranda, ayudante subgerente de Relaciones Industriales, dirigente sindical de larga trayectoria y militante comunista. Había tomado el camino entre la concentradora y los estanques, por lo que no pudo ver la subestación 10 llena de militares que quedaba al otro lado de la concentradora. Desde la entrada del taller conversó con Mora, en ausencia del subjefe de sección, Leonel Pinto. Pinto, dirigente del Comité de Producción y militante comunista, había sido despedido un par de meses antes por razones políticas por su superior, un democratacristiano, y recién el día anterior se había acordado con la gerencia su reintegro.
—Compañero, tenemos que entregar parada la concentradora y tenemos que resistir aquí —le dijo Miranda, y le mostró tres ametralladoras que andaba trayendo en la camioneta.
—Mira para allá —le indicó Mora, apuntando en dirección a los militares.
Miranda emprendió la retirada, mientras las jefaturas discutían los próximos pasos. Resolvieron detener la concentradora y llamaron a los reconocidos militantes de izquierda de las distintas secciones al comedor del taller eléctrico. No está claro quién dio la orden, pero fue el subjefe de la concentradora, Raúl Castillo, un hombre de derecha, quien la anunció.
«Castillo nos metió en el comedor a todos los que identificaron como personas de izquierda y no nos dejaron salir. Pararon todo, y a nosotros nos dejaron recluidos dentro. Esa noche yo dormí en la concentradora y me soltaron al día siguiente», afirma Mora.
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Claudio Duclos era conocido por todos como el «loco Duclos». Él y su hermano Arturo llegaron jóvenes a Chuquicamata desde su Valparaíso natal, cuando su padre consiguió trabajo en el mineral. Claudio Duclos, de treinta y cinco años, era trabajador del Departamento de Operaciones y secretario del Comité de Trabajos Voluntarios de la mina, pero lo «loco» se lo pusieron por su impulsividad y extravagantes posturas de izquierda. Participaba en un minúsculo grupo político en formación, crítico del gobierno, cuya revolución pacífica consideraba demasiado tibia.
Esa mañana, el «loco Duclos» recorrió el campamento en una gran camioneta blanca, hasta llegar a la Puerta 1. Frenó en seco. Ahí estaba Omar Hurtado, dirigente del Comité Paritario Central, democratacristiano y activo opositor a Allende. Esa mañana Hurtado había hecho dedo desde el centro del campamento hasta la Puerta 1 con la intención de ingresar a su trabajo, la sección Garaje Dart, de la División Mecánica. Allí se topó con el «loco Duclos», hermano menor de su amigo Arturo, quien trabajaba en la Gerencia Mina.
—¡Cabeza de goma, anda a defender el gobierno popular! ¡Sube! —dice Hurtado que le gritó Duclos.
A los opositores al gobierno les decían cabeza de goma, porque «les rebotaban las ideas». A los adherentes de la Unidad Popular los opositores les decían cabeza de piedra, porque «no les entraban las ideas».
Hurtado se subió a la camioneta, pero no en el asiento del copiloto, dice, porque estaba ocupado con un saco. Atrás había más bolsos. Ingresaron y siguieron hasta la fichera, donde los trabajadores recogían sus tarjetas antes de ir a sus secciones. Frente a la fichera se reunió un grupo de obreros.
«Llegó el “loco Duclos” y se van los viejos de cabeza a la camioneta y empiezan a abrir los sacos con armas —afirma Omar Hurtado—. Los viejos se tiraron al suelo a jugar a matar bandidos; no lo tomaron en serio. Eran armas un poco más sofisticadas que rifles. Me ofreció una, pero me negué, y él me echó del lugar».
Hurtado siguió camino hacia el Garaje Dart. Sus compañeros estaban reunidos en el comedor, sin saber qué hacer. Decidieron volver al campamento. Hurtado se fue derecho al auditorio sindical, frente a la frondosa plaza central de Chuquicamata, centro de la actividad sindical y política del lugar.
Era allí, en el auditorio, donde obreros y técnicos votaban paros y huelgas, discutían petitorios, analizaban las contraofertas de la empresa y se trenzaban a golpes en duras peleas políticas. Alrededor del edificio se ubicaban las oficinas de los principales partidos políticos.
Y esa mañana del martes 11, en las afueras del auditorio, un grupo de opositores del gobierno ya celebraba el golpe de Estado.
«Yo estaba convencido de que el señor Pinochet sacaba a Allende, pasaba un plazo prudente y llamaba a elecciones, y eso salimos a celebrar, a chuchoquear y echar tallas. Lo digo con toda franqueza: en ese momento yo estaba contento», dice Hurtado.
Los que llegaron al turno B de las 15 horas solo encontraron silencio y desconcierto. Rubén Villegas, obrero de la fundición y novato militante de las Juventudes Comunistas, se enteró del golpe por la mañana, estando aún en el campamento. Con un grupo de compañeros resolvieron ir a la sede de la «Jota» ubicada en el centro de Chuquicamata. Había que deshacerse de documentos y otros materiales comprometedores.
Villegas decidió presentarse a su puesto de trabajo, y se fue caminando a los hornos de la fundición.
«Los milicos ya andaban dándose vueltas en el campamento, pero no hacían nada. Era todo anormal y había silencio. Ese día estaba todo gris, como que el sol no alumbraba, y todo triste. Muchos militantes, que entendieron lo que era esto o tenían más información, no se presentaron ese día», recuerda.
Al poco rato de cambiarse de ropa, su jefe lo llamó a la oficina. Sabía que Villegas participaba en la Jota. Pero Villegas aún irradiaba el aura inocente de un joven que solo hacía pocos años se había aventurado fuera de su pequeño pueblo, El Tránsito, en el valle del Huasco. Todavía le decían «el Pollo».
Su jefe le dijo que se fuera a su casa y que, si lo necesitaba, lo contactaría.
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Los hombres congregados a la entrada de la mina se habían reducido a la mitad o menos. Algunos trabajadores volvieron a sus casas o tomaron otro rumbo. Quedó medio centenar, principalmente militantes de izquierda y algunos integrantes del GAP, entre ellos Rafael García de la Huerta, Víctor Olmedo, Carlos Acuña, Luis Moreno, Carlos Escobedo y Luis Araya.
Pensaron que los militares los iban a atacar, pero las tropas nunca aparecieron. Al atardecer, luego de constatar que no pasaba nada, llenaron los estanques de bencina y partieron hacia el norte para internarse en la cordillera. Era una caravana de unos diez vehículos, entre jeeps y camionetas.
Tomaron el recién inaugurado camino de ripio de 52 kilómetros para alcanzar Ojo de Gallo, un viejo yacimiento sin explotar a cuatro mil metros de altura en medio del conjunto de cuerpos mineralizados El Abra. Sesenta pirquineros desempleados se tomaron la mina en febrero de 1972, formaron el sindicato Ojo de Gallo, y comenzaron a explotarla para CobreChuqui.
Esa noche se reunieron con dirigentes del sindicato.
Analizaron la situación e intercambiaron ideas sobre lo que se podía hacer y qué no. Era poca la información que tenían sobre lo que sucedía y el real control militar en el país; solo tenían una vieja radio a pilas.
«Se ponen a hablar los viejos entre ellos y sale uno y nos recomendó no enfrentarnos a los militares con la poca capacidad de respuesta que teníamos. Nos dijeron: “Ellos están muy bien organizados desde hace meses y cuentan con el apoyo de Estados Unidos. Les pedimos que esperen mejores condiciones”», relata Luis Aguirre, quien integró ese grupo.
La radio a duras penas sintonizaba las transmisiones de una estación de la zona, y a través de ella escucharon en silencio, a las 22 horas del 11 de septiembre, la primera conferencia de prensa de la Junta Militar, ya sólidamente en el poder. Cuando habló el general de la Fuerza Aérea Gustavo Leigh, prometiendo «extirpar hasta las últimas consecuencias» el «cáncer marxista», se convencieron de que no había nada más que hacer, al menos por el momento y en ese lugar.
La coordinación de las acciones, el supuesto armamento guardado para un escenario como ese y la capacidad de defensa del gobierno popular habían sido un mito alimentado por los encendidos discursos de dirigentes de izquierda y la euforia del poder popular. Nunca hubo armas a disposición de los trabajadores para respaldarlos, no en la cantidad y calidad necesarias para hacer frente a fuerzas armadas profesionales. Además, eran muy pocos los preparados para utilizarlas.
Algunos regresaron al campamento y otros siguieron hasta Calama. En algún punto en el camino, Luis Moreno detuvo la camioneta. Adolfo Cuevas se bajó y dejó escondida la ametralladora en alguna parte del desierto.
La mayoría volvió a sus hogares en Chuquicamata y Calama y después a sus puestos de trabajo con la idea de mantener un perfil bajo a la espera de lo que ocurriera. Otros se escondieron en Calama o arrancaron de la zona. Quienes permanecieron esos días en el mineral, de las gerencias hacia abajo, sufrieron distinto destino.
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Por la mañana, aún reunido con su grupo de confianza en la gerencia general, David Silberman iba siendo informado de los acontecimientos en la capital y en la provincia del Loa.
Cuando era evidente que ya nada se podía hacer para detener el golpe, el Partido Comunista le ordenó ocultarse, al menos hasta ver cómo se resolvía la asonada militar. Silberman partió con su conductor, el fotógrafo Carlos Piñero, y se esfumó de Chuquicamata con rumbo desconocido.