Tras la entrada del Ejército chileno en Lima, y la polémica ocupación de la ciudad, la fuerzas del Perú se desbandaron. La Guerra del Pacífico parecía estar resuelta en favor de Chile, pero pensar eso era ser muy optimista. Un general peruano, Andrés Avelino Cáceres, decidió por sí mismo ser quien liderara la resistencia. Por entonces, el dictador del Perú, Nicolás de Piérola, se encontraba en Ayacucho y no fue reconocido como gobernante legítimo por las fuerzas chilenas de ocupación, ni por los peruanos, que nombraron en el cargo de Presidente a Francisco García Calderón. Sin embargo, quien mandaba en Palacio Pizarro fue el almirante Patricio Lynch, a cargo de la ocupación a contar de mayo de 1881.
Avelino Cáceres, entonces, concentró sus fuerzas en la cordillera de Los Andes. Esa primera decisión demostró el buen ojo estratégico del oficial peruano, puesto que convirtió a los indígenas locales en sus aliados, quienes -hasta entonces- no habían sufrido las penurias de la guerra. Ocurre que en la zona del valle del Mantaro, las comunidades gozaban de cierta semiautonomía, a diferencia de otras zonas del Perú. “Eran poderosas en esa región pues le disputaban palmo a palmo el poder a las haciendas -explica el historiador peruano Daniel Parodi- Los estudios de Nelson Manrique detallan que estas tenían “un estatuto de privilegio por su apoyo a los españoles en la derrota de los Incas en tiempos de la conquista, por eso se mantuvieron semi independientes en tiempos coloniales y republicanos. Imagínate hasta donde llegamos”.
Es decir, Cáceres tomó para su causa a gente que llevaba siglos de autonomía. Y el destino le trajo otro “empujón” inesperado: las expediciones chilenas enviadas a la zona. La primera de ellas, liderada por el coronel Ambrosio Letelier, entre abril y julio de 1881, cometió una serie de tropelías y abusos contra la población local, mayoritariamente indígena: los “cupos” o contribuciones forzosas de alimentos y especies impuestas por las tropas, y peor aún, los saqueos y fusilamientos a los guerrilleros -y a civiles- sorprendidos en acciones de sabotaje.
Un hombre carismático
Acá es donde Andrés Avelino Cáceres actuó. Aprovechado el descontento de los indígenas con los abusos cometidos por los chilenos, comenzó a organizar la resistencia indígena. Según la descripción del historiador Jorge Basadre, era un hombre alto, carismático y con una cicatriz en el párpado derecho. Había participado en la victoria peruana en Tarapacá, en la derrota de Tacna y en la defensa de Lima -donde sugirió atacar a la desbandada y ebria tropa chilena tras la batalla de Chorrillos, pero el dictador Nicolás de Piérola no le hizo caso-. Era astuto y rápido para entender lo que sucedía en el campo de batalla.
Cáceres no solo sedujo a los indígenas con mucho carisma y don de la palabra, sino a través de un hecho que resultó determinante. Su dominio del quechua. Por ello, hablándoles en su lengua, rápidamente ganó el favor de los indígenas y los involucró en su plan de resistencia. “Él es mestizo, ayacuchano, hijo de hacendados, se crió entre peones y campesinos que hablaban el quechua -explica Daniel Parodi-. Él mismo lo hablaba, de allí el apelativo cariñoso ‘el taita Cáceres’”.
“El taita Cáceres” entonces, organizó la resistencia. Primero a la expedición de Ambrosio Letelier, y luego a la del general Estanislao Del Canto, ambas a través de una durísima “guerra de guerrillas”. “Se dedicaron al sabotaje y hostigamiento constante de las expediciones de Letelier y Del Canto -explica Daniel Parodi-. Ya sea a través de las célebres galgas, que eran enormes piedras lanzadas desde lo alto de las quebradas, a atacar por sorpresa las avanzadillas o a los soldados rezagados, obstaculizar su camino volando algún puente”.
“La resistencia en la sierra peruana fue feroz. La guerra tocó las puertas de los habitantes de esa zona y se defendieron como lo hacían sus ancestros incas -explica el historiador chileno Rafael Mellafe-. Por esa razón vemos tantos relatos de decapitación a soldados chilenos y empalamiento de las cabezas como también descuartizamientos de los cuerpos luego de los combates”.
Si se revisa el clásico Historia de la Guerra del Pacífico, del historiador nacional Gonzalo Bulnes, nos encontramos justamente con este tipo de relatos. Por ejemplo, cita un documento oficial firmado por Cáceres: “Ignoro las bajas del enemigo. Solo he visto con impresión algunas cabezas de ellos en las puntas de las lanzas, que los indígenas traían como trofeos de guerra”.
También cita a un diario peruano de la época, en un relato brutal. “Al entrar el general Cáceres en Ascotambo, fue recibido por los indios con gran entusiasmo. La mayor parte ostentaba en las puntas de sus lanzas las cabezas y miembros mutilados de los chilenos muertos en el combate. En las paredes de las casas y en los muros de las chacras se divisan también los mismos trofeos sangrientos, recordando los horrores de la guerra de la Edad Media”.
Brujería
Fue tan efectivo Cáceres que por su dominio del territorio y lo sorpresivo de los ataques de las montoneras, las tropas chilenas le apodaron de una forma particular: el “brujo de Los Andes”. A veces parecía estar en más de un lugar al mismo tiempo, como en su triple victoria en Pucará, Marcavalle y en Concepción, en este último lugar el 9 y 10 de julio fue masacrado un destacamento chileno de 77 soldados, al mando del capitán Ignacio Carrera Pinto.
“Con el correr del tiempo y después de la guerra se va creando esta ‘aura’ de que Cáceres podía estar en dos sitios al mismo tiempo, que escuchaba los planes chilenos escondido debajo de la mesa donde comían los altos oficiales o usaba chalecos antibalas y por eso no le hacían daño los proyectiles chilenos”, comenta Rafael Mellafe.
Parodi explica el apodo con una historia breve. “Dos regimientos lo perseguían en la cordillera, uno por el norte y el otro por el sur. Se encontraron los regimientos pero Cáceres había desaparecido ¿qué pasó? Hizo lo imposible, atravesó la cordillera blanca -cumbres nevadas- para evitar ser atrapado y descendió por la vertiente oriental de la cordillera perdiendo muchos de sus hombres en esa maniobra evasiva. Así era Cáceres”.
En rigor, quien comandó a las fuerzas del Perú en La Concepción no fue Cáceres sino uno de sus subordinados, el coronel Juan Gastó. Fue él quien dirigió la horrible matanza perpetrada en el lugar. Tras el combate de dos días, sus fuerzas abandonaron el pueblo dejando una estela de muertos y descuartizados. A las 11 de la mañana del 10 de julio, llegaron a Concepción las fuerzas de Estanislao del Canto. Lo que vio fue horrible. “Los cadáveres de todos los chilenos fueron despojados de sus ropas y mutilados por los indios, dejados botados sin orejas”, cuenta Gonzalo Bulnes. Además, los aborígenes les dejaron el pecho abierto a los muertos.
Para el alto mando chileno, Cáceres se transformó en el hombre a vencer. Por eso, se organizó una tercera expedición a la sierra, en abril de 1883, con la sola misión de derrotarlo. Eso se logró después de duros tres meses, en la Batalla de Huamachuco, el 10 de julio de 1883. Pero Cáceres, terco y sin admitir su derrota, siguió con su guerra de guerrillas. Sin embargo, la firma del Tratado de Ancón, en octubre de 1883, significó el fin de la guerra. Y pese a su resistencia inicial a reconocerlo, viéndose solo, no tuvo más remedio que aceptar la derrota.
Tras el fin del conflicto, y aprovechando su carisma y llegada, Cáceres obtuvo la presidencia del Perú en dos oportunidades, la primera de ellas en 1886, solo 3 años después del fin de la guerra. En el poder, tuvo que ocuparse de someter a las guerrillas indígenas que él mismo había estimulado. “Se convirtieron en un movimiento social en contra de los hacendados de la zona central y Cáceres debió restablecer el orden”, explica Daniel Parodi. “Debe considerarse que él era un caudillo militar y después Presidente, y no un dirigente de los campesinos. Su apelación a las comunidades durante la guerra fue en el marco de la resistencia a Chile”.