De un lado, influencers, rostros y grandes éxitos. Del otro, autores, orquestas y apuestas de impacto sin resultado seguro. Allá el cuerpo a cuerpo y los escenarios en simultáneo. Acá los teatros pequeños y el aplauso contenido. Llamamos hoy “festival” a formatos de música en vivo tan diferentes entre sí, que comienza a hacerse imperativo definir subcategorías bajo nuevos conceptos.
En estas semanas, el verano europeo comparte las alineaciones de sus más grandes citas musicales (ya saben: Primavera Sound, en España; Roskilde, en Dinamarca; Glastonbury, en Inglaterra), pero en realidad se trata de macrofestivales, una línea de negocios tan impresionante como rentable, aunque sometida a estas alturas a múltiples amenazas, que acaso aceleren el fin de su era de gloria (van más de cien festivales cancelados esta temporada, sin contar la coyuntura de Francia con los JJ. OO.).
Fue noticia reciente el “acuerdo de colaboración” entre nuestro Festival de Viña con la organización de Benidorm Fest. Sirvió, al menos, para verificar que esa cita pop de la costa mediterránea sigue activa y dispuesta a los cruces, si bien mutada desde su matriz original con el ya legendario Festival de la Canción de Benidorm (1959-2006).
Vale ir a YouTube y recordar que los dos primeros ganadores históricos de ese certamen fueron chilenos: primero la encantadora Monna Bell con Un telegrama, y al año siguiente Arturo Millán con Comunicando (al panteón iba a sumarse más tarde Fernando Ubiergo, en 1982). Como sea, Benidorm y su magnífico cancionero retro y algo ingenuo era un tipo de convocatoria centrada en autores más que en intérpretes-estrella, espejeado en el imbatible Festival de San Remo -que ya va en 74 ediciones desde 1951- y con decenas de herederos iberoamericanos inspirados en su ejemplo, y por donde circularon alguna vez en calidad de concursantes, nombres que luego iban a tener oficinas multinacionales a su servicio; de Shakira al Puma Rodríguez, de Nydia Caro a José José (a este último le tocó en el Festival Mundial de la Canción Latina -luego, OTI- un jurado probablemente sordo, que dejó en 1970 su interpretación de El triste solo en tercer lugar).
Aunque ahora el frío en Chile dificulte pensar en estos asuntos, es necesario saludar a todo el inmenso mundo de festivales que persiste en nuestro país por fuera de los auspicios multinacionales, y muy bajo el radar de la gran cobertura en medios. Van de lo exótico a lo experimental, y alimentan una red vital para la divulgación de tradiciones, el oficio de la autoría, las búsquedas del arte sonoro y la necesaria identidad regional; por igual con códigos de carnaval o de cadencia patagónica.
En poco más de dos meses, la temporada largará con el décimo aniversario del Festival Poesía y Música, en Santiago, lo cual es indicativo de tan loable amplitud. Chile puede jactarse de una cultura en la que la palabra, la tierra y la fiesta también son claves de convocatoria musical.