En la historia de los Estados Unidos de América, se ha dado la particularidad de que 7 presidentes (o en su calidad de expresidentes) han sufrido atentados con armas de fuego, tal como lo sufrió el pasado sábado 14 de julio, el expresidente y actual candidato republicano, Donald Trump. Sin embargo, en esta escalofriante estadística hay que distinguir que 4 de ellos fallecieron producto del ataque. Ellos son -en orden temporal-: Abraham Lincoln, James A. Garfield, William McKinley y John F. Kennedy. A ellos, se suman los casos de Theodore Roosevelt, Ronald Reagan y el mismo Trump, quienes sobrevivieron.
Antes que ellos, incluso, hubo un primer caso. El del presidente Andrew Jackson, el 30 de enero de 1835, a quien un inglés cesante llamado Richard Lawrence intentó asesinar afuera del Capitolio, en Washington. Apuntó a Jackson con una pistola, pero esta no se disparó. Frustrado, sacó una segunda, que tampoco se disparó, lo que lo dejó indefenso y expuesto a que el mismo Jackson lo hiriera con su bastón, defendiéndose con furia tras el intento de asesinato en su contra. Tras ello, Lawrence fue reducido. En rigor, Jackson ni siquiera fue herido.
Pero después pasó lo de Abraham Lincoln. El decimosexto presidente de los Estados Unidos de América fue el primero en sufrir -efectivamente- un atentado a bala. Fue en los tiempos finales de la Guerra de Secesión. Solo habían pasado cinco días desde que el general confederado Robert E. Lee se rindió oficialmente ante su par de la Unión, Ulysses Grant. La causa de la Unión había ganado, y Lincoln ya podía respirar tranquilo. O casi.
A las 22.25 de la noche del 14 de abril de 1865, en el palco de honor del Teatro Ford, Washington D. C. sonó un estruendo que estremeció a los concurrentes que habían ido a ver la obra de teatro Our American Cousin. Fue un actor, John Wilkes Booth, simpatizante de la Confederación, quien descerrajó un disparo en el cráneo del mandatario. Lo intentó detener uno de los acompañantes del mandatario, el mayor Henry Rathbone, pero Booth lo apuñaló y arrancó tirándose por el mismo palco hacia el escenario, donde se paró y gritó “¡Sic semper tyrannis!” (¡Así siempre a los tiranos!”), luego escapó a caballo y fue abatido días después.
No fue sino más tarde cuando se supo su identidad merced a un detalle. Así lo relató el New York Times del 16 de abril de 1865. “El asesino del presidente Lincoln dejó tras de sí su sombrero y una espuela...Ese sombrero fue recogido en el palco del presidente y ha sido identificado por partes de quienes se ha demostrado que pertenece al sospechoso, y otras partes lo han descrito con precisión como perteneciente al sospechoso, y no se les ha permitido verlo antes de describirlo a él....el asesino se llama John Wilkes Booth...Este hombre, Booth, ha actuado más de una vez en el Teatro Ford y, por supuesto, se sabe perfectamente que se escapó detrás de escena”. Lincoln agonizó unas horas en una casa enfrente del teatro, adonde fue trasladado, pero falleció a las 7:22 de la mañana del día siguiente, 17 de abril.
Pocos años después, el cálido 2 de julio de 1881, fue el presidente James A. Garfield quien sufrió un atentado. Ese día, se dirigió a la Baltimore and Potomac Railroad Station, en Washington, con el fin de iniciar sus vacaciones. No llevaba ningún tipo de escolta o de guardaespaldas...porque por entonces los presidentes no los usaban. Paradójicamente, solo Lincoln había usado personal de seguridad, pero solo durante el tiempo de guerra. Fue ahí, esperando el tren cuando el abogado Charles J. Guiteau se acercó a él y le disparó a quemarropa un tiro en la espalda.
Ahí Garfield gritó, “Dios mío, ¿qué es eso?”, y Guiteau volvió a disparar. El primer disparo solo rozó en el hombro, mientras que el segundo en la espalda, pero sin dañar la médula espinal. El asesino huyó, pero fue interceptado por un policía que venía entrando a la estación tras escuchar los disparos. Al llevarlo al cuartel reconoció la autoría del crimen y a los policías les quedó claro que su estado mental era al menos perturbado. Esto último porque dio a conocer su “motivación”. Resulta que apoyó la campaña de Garfield en su elección escribiendo un improvisado discurso en su apoyo que se encargó de imprimir (sin pagar) y distribuir. Por ese “servicio” creía ser merecedor de una embajada, pero por supuesto, eso nunca llegó. Y por su frustración, decidió atacar a Garfield. Algo así como una venganza por un hecho que solo existía en su cabeza.
En tanto, Garfield sobrevivió inicialmente al ataque, porque las heridas no eran mortales. Los médicos tenían buenas expectativas al respecto. El Presidente no se moriría. Sin embargo, no pudieron encontrar ni extraer la bala, y el calor del verano boreal comenzó a incomodarlo. El mismísimo Alexander Graham Bell ideó un detector de metales especial para encontrarla, pero el invento no funcionó. Mientras tanto, la herida comenzó a infectarse, ante la ineficacia de los médicos que comenzaron a ver cómo el mandatario se iba debilitando. Paradójicamente, las infecciones fueron la causa final de su muerte, el 19 de septiembre de 1881, poco más de 3 meses después del atentado. En tanto, Guiteau fue enjuiciado y condenado a muerte en la horca. Pidió que al momento de su muerte se le permitiera leer un poema propio -concedido- y que una orquesta tocara mientras él declamaba el poema -denegado-.
Luego, en 1901 llegó otro caso. El del presidente William McKinley. El 6 de septiembre de 1901, el mandatario concurrió a la Exposición Panamericana, en Búfalo (Nueva York). Una feria donde se presentaban los avances tecnológicos y científicos de la época. McKinley había sido reelegido recientemente para un segundo mandato, y se mostraba reacio a aceptar las medidas de seguridad que le sugerían desde su equipo. Sentía que le entorpecían el contacto con la gente, le gustaba saludar, presentarse, dar la mano, besar a las guaguas. Un político a la vieja estirpe. Incluso se dice que había desarrollado la capacidad de dar la mano a 50 personas por minuto.
Y fue en medio de la feria, cuando, de repente, entre la multitud apareció un joven anarquista llamado Leon Czolgosz, quien le disparó dos veces en el abdomen. El hombre había perdido su trabajo durante la crisis económica de 1893 y culpaba a McKinley del hecho. Por eso, fue a la feria con un revólver, y justo en el momento en el que un sonriente presidente se acercaba a darle la mano, Czologosz le dio unos balazos por respuesta con un revólver que llevaba envuelto en un pañuelo. Nadie sospechó, porque era día cálido y la gente llevaba pañuelos para secarse el sudor.
McKinley fue conducido al hospital montado en la exposición, que pese a que era de exhibición, contaba con elementos quirúrgicos. Sin embargo, el médico a cargo no pudo extraer la bala. Solo suturó las heridas y concluyó que el proyectil se había alojado en la espalda, por lo que mandó al presidente a su casa. De hecho, a los pocos días experimentaba una mejoría, que sin embargo terminó por ser aparente. “No era más que la resistencia de su cuerpo frente a la gangrena que progresaba a lo largo de la trayectoria de la bala en el estómago, el páncreas y un riñón”, señala su biógrafa.
Falleció el 14 de septiembre de 1901, justamente por la gangrena que se originó en la operación. Un caso similar al de Garfield, también por negligencia. Su biógrafo apunta: “Todos decían que su fuerte complexión se veía en su punto más bajo. Los doctores parecían esperanzados, incluso confiados ... Es difícil entender la salud con la que veían a su paciente. Tenía casi sesenta años de edad, sobrepeso y la herida no había sido limpiada a fondo. Las precauciones contra las infecciones bastante difíciles en 1901, se llevaron con negligencia”. En tanto, Czolgosz fue sentenciado a muerte y murió en la silla eléctrica el 29 de octubre de 1901.
El último caso fue a mediados del siglo XX. En 1963, en el contexto de la guerra fría y las tensiones por los derechos civiles, el presidente demócrata John F. Kennedy ya miraba las elecciones presidenciales de 1964, donde tenía pensado ir por la reelección. Una de sus primeras paradas fue Texas. El 22 de noviembre de 1963, inició el día en Forth Worth, donde pronunció un discurso. Luego, tomó un avión para un corto vuelto rumbo a Dallas.
El resto es sabido y forma parte de la memorabilia pop. Mientras circulaba por las calles de la ciudad, a las 12.30 del día, cuando el auto presidencial entró en la Plaza Dealey y avanzaba por la calle Houston, se escuchó un estruendo. Un primer disparo que no hirió al mandatario. Luego, un segundo, que lo dañó en la garganta, y finalmente, un tercero que le impactó de lleno en la cabeza. Ese fue el tiro mortal.
Hoy, hay consenso que el asesino se llamaba Lee Harvey Oswald. Un tipo, exmarine, que no había tenido una vida muy brillante. Con un fusil Mannlicher-Carcano que incluía mira telescópica, habría sido el autor de los fatales tres disparos que hirieron de muerte al Primer Mandatario de los Estados Unidos. Para ello, se habría parapetado en una de las ventanas del edificio donde trabajaba, el Texas School Book Depository de Dallas, a un costado del camino que tomó el descapotable Lincoln X-100. A las 12.30 tiró a matar. Uno de esas balas destrozó la cabeza de “Jack”.
Tras el asesinato de Kennedy, Oswald alegó inocencia. Una y otra vez. Dijo ser una especie de Chivo expiatorio. Así se mantuvo y llegó la mañana del 24 de noviembre de 1963. Solo dos días después del asesinato, Oswald iba a ser trasladado desde la Jefatura de Policía de Dallas a la cárcel del condado. A las 11.20, mientras los fotógrafos tomaban las instantáneas, irrumpió un oscuro dueño de locales nocturnos de la ciudad conocido como Jack Ruby, y con un revolver calibre 38 se acercó a Oswald y le descerrajó un tiro en el abdomen. Oswald murió, pero Ruby, pese a ser detenido, nunca aclaró el por qué de su acción, y la explicación se perdió en la nube de los tiempos.