Columna de Héctor Soto: Pasado y presente
Apasionado. Entrado ya el siglo XIX, un joven seminarista de provincia trabajó como tutor en el hogar de dos burgueses acomodados. En la casa del primero, sedujo a la esposa. En la del segundo, a la hija. Desde luego fue despedido las dos veces y con esos antecedentes no logró retomar sus estudios, porque ningún seminario lo aceptó. En venganza de su fracaso, el sujeto le disparó en la iglesia a la esposa que había seducido y después se hirió a sí mismo. No murió, pero fue juzgado y condenado a muerte. Stendhal se basó en este sórdido caso, agregándole otros rumbos y alcances, y también mayor densidad, para componer su grandiosa novela Rojo y negro, en la cual desplegó una muy crítica mirada sobre el orden social de su época. El novelista hizo de Julian Sorel, el protagonista de la novela, un muchacho mucho más inteligente, con mayor sentido de clase y también mucho más resentido que el personaje del episodio policial. Su historia es la de un ascenso social fulminante y la del triunfo de un hombre de empuje sobre una clase anquilosada. Stendhal sobrevaloraba la energía sobre toda otra dimensión de la vida. Llegó a despreciar a la sociedad francesa de su época por considerarla complaciente con el orden y la tranquilidad. Después de los años del terror y de las calamidades de las guerras napoleónicas, es cierto, lo único que los franceses querían era tranquilidad. Pero la tranquilidad no figuraba entre las prioridades de vida de Stendhal. Prefería el furor y la pasión. Por eso amaba tanto a Italia, que recorrió entera y donde vivió un tiempo. Para él, en su mistificación abiertamente romántica, era “el país del amor y del odio”, el país donde los hombres mataban por amor y las mujeres tenían el coraje de rendirse a la pasión. En lo que respecta a Francia, a su juicio, solo en el pueblo quedaba todavía algo de energía. En las clases altas, en cambio, él no veía ninguna.
Filosofía para todos. Agustín Squella cuenta en su libro más reciente, Filosofía (Editorial UV, de la Universidad de Valparaíso, 114 págs.), que si bien Aristóteles destacó a sus 17 años en la academia de Platón, no tardó en ganarse la antipatía de su maestro por poner más atención en las cosas que en las ideas. Decir eso puede ser una forma de encubrir desencuentros tal vez profundos, aunque no siempre relevantes. “A Platón empezó a molestarle la vestimenta de Aristóteles -dice Squella-, su corte de pelo, su manera de caminar y de sentarse, o sea, le agarró monos, a propósito de lo cual Roger Pol Droit se pregunta y se responde lo siguiente: ¿Pueden disociarse totalmente los conflictos de ideas de las rivalidades personales?”. Lo más probable, claro, es que no, y eso lo comprueban muchas divergencias políticas y religiosas de la historia, que partieron en un momento como desentendimientos menores (desaires, choque de caracteres, discusiones por asuntos mínimos) y que después terminan generando grandes conflictos y prendiendo ferozmente la pradera. Bueno, la historia de la filosofía también está hecha de estos desencuentros. El gran mérito de este libro es traer la filosofía de vuelta desde las altas cumbres de la abstracción para caracterizarla bien y hacerla más accesible. En su reflexiva crónica, Squella, profesor y Premio Nacional de Humanidades, cruza sus propias percepciones, anécdotas y experiencias con las de muy distintos pensadores para demostrar que la filosofía, en muchos planos, trasciende a las elaboraciones del gremio de los filósofos, por más que sean ellos, desde luego, los que mejores preguntas y respuestas han planteado y entregado en torno a los grandes temas del ser y del sentido de la vida. Ameno, curioso, heterogéneo y agudo, este es un libro que saca a la filosofía de su torre de marfil -por cierto, sin abaratarla-, poniéndola al nivel de otras actividades intelectuales y del espíritu.
Todo mal. ¿En qué momento la muy noble función educativa pasó a convertirse en un campo minado abierto a las sospechas de la manipulación y el sesgo proselitista, a la indignación de clase y -no en último lugar-, a las infamias del abuso? Es difícil ensayar una respuesta. Lo que sí está claro es que hoy las escuelas y colegios están llenas de protocolos, de veedores, de inspectores, de estatutos y de reglamentos internos para determinar al centímetro, al milímetro si es posible, hasta dónde un profesor puede llegar en sus esfuerzos por educar, por transmitir conocimientos y por generar una disciplina compatible con el estudio y la superación. El salón de profesores, película alemana que actualmente está en Max y que fue nominada este año al Oscar a la mejor película extranjera, dirigida por el cineasta germano de ascendencia turca Ilker Catak, cuenta una historia que pone en jaque esa recia institucionalidad educacional. A una maestra de básica se le ocurre la mala idea de poner una cámara donde están sus pertenencias, porque en el colegio vienen ocurriendo reiterados hurtos y ella desea aclararlos. A partir de ahí esa comunidad escolar entrará en un proceso de convulsiones que envenenará la relación entre los profesores, sembrará la cizaña entre los apoderados, pudrirá al estamento administrativo y martirizará a los alumnos en el aula. Todo mal y, sin embargo, casi todo ocurre con arreglo a los procedimientos reglamentarios. Es una película dura, asfixiante, sin concesiones, penetrante como la hoja de un puñal, que demuestra que -más allá de los protocolos y reglamentos- no hay proceso educativo que pueda ser viable sin una base robusta de confianza en los colegios y profesores. De confianza y buena fe. Lo sabemos todos y es triste reconocerlo. Sin confianza, no hay protocolos ni resguardos que puedan salvar a la educación.
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