A las 6 de la mañana del 12 de septiembre de 1974, cuando el sol todavía no se presentaba sobre Addis Abeba, tres altos oficiales del Ejército etíope, vestidos de campaña, entraron al palacio imperial y se dirigieron al despacho de Haile Selassie. El emperador. Madrugador, el gobernante se encontraba ahí desde al menos un par de horas. El octogenario monarca los recibió amablemente y tras los saludos protocolares de rigor, escuchó lo que tenían que decirle. En realidad, lo que tenían que leerle. Uno de los uniformados sacó de entre sus ropas un documento que procedió a declamar.
“A pesar de que el pueblo tratara con la mejor voluntad al trono como símbolo de unidad, Haile Selassie I utilizó la autoridad, dignidad y honor del mismo para sus fines personales. El resultado ha sido que el país se ha visto abocado a la miseria y a la decadencia. Además, el Monarca, con su avanzada edad de 82 años, es incapaz de cumplir con sus obligaciones”. Luego, el acta remataba: “Haile Selassie I queda destronado…asumiendo el poder el Comité Militar Provisional”. Y así no más, como Odoacro derrocando a Rómulo Augústulo, el hombre fuerte de Etiopía quedaba fuera del cargo que había detentado por 44 años. Luego, el acta apareció publicado en los periódicos del país, y leído por las radios en amárico, el idioma local. El antiguo emperador abandonó el palacio acompañado por los militares. Solo. En silencio.
La caída de Haile Selassie se veía como inminente desde hace varios días, y por eso un corresponsal polaco había llegado a cubrir la noticia. Ryszard Kapuściński se llamaba, y ya tenía experiencia como reportero en África, cubriendo los procesos de descolonización que vivió el continente negro durante la segunda mitad del siglo XX. Pero, una vez en Etiopía, se dio cuenta de que lo importante era lo que había ocurrido antes, no lo que vendría. Así comenzó a enfocarse en trabajar en algo más grande que la nota rápida del día.
“Mi problema es que quería tener dos papeles -recordó en una entrevista del 2002-. Por una parte, como corresponsal, tenía que cubrir lo que estaba pasando sobre el terreno y esa fue mi obligación profesional; pero por otra, de manera simultánea, yo tenía pasiones propias, privadas, de temas que me fascinaban personalmente. Fui corresponsal de la Agencia de Prensa Polaca porque era casi la única forma que tenía en aquel entonces de viajar, que es lo que realmente quería hacer. Conocer el mundo y su gente. En cierto sentido, tuve que venderme a la agencia para poder viajar y buscar mis propios intereses personales y desarrollar mis ambiciones literarias. Es el precio que tuve que pagar. Por ello, mis libros son distintos de mi labor periodística como corresponsal”.
“En mi trabajo como corresponsal escribí sobre el general Mengistu, el terror en las calles y todos esos acontecimientos, pero mis libros reflejan mis pasiones personales. Me fascinaba la estructura del poder autoritario y su funcionamiento, y encontré en el régimen de Haile Selassie y en la forma en que funcionaba su palacio y su corte un ejemplo fascinante de poder autoritario. Me fascinaba tanto ese tema porque en Polonia vivíamos bajo un régimen autoritario y esas analogías de funcionamiento me parecían chocantes y clarificadoras a un tiempo. Además, ya había escrito mucho sobre las revoluciones y su lógica. Ahora quería escribir sobre las dictaduras y su funcionamiento interno”.
El resultado de ese trabajo fue un libro que Kapuściński tituló simplemente El emperador, y lo publicó en 1978, en Varsovia. Años después, en 1989, la catalana editorial Anagrama lo puso a disposición de los lectores de Hispanoamérica. Pero el volumen no volvió a publicarse hasta este 2024, en que vuelve a estar a las librerías, incluyendo las de Chile.
En sus páginas, Kapuściński lleva a la praxis aquello que se define como Nuevo Periodismo. Es decir, la narrativa de no-ficción escrita de un modo literario, lejos del habitual formato de la prensa. No es un reportaje, sino un texto organizado en tres partes que intercala los testimonios de los entrevistados con los apuntes del autor. Todo con una pluma depurada, ágil, y que se deja leer con agrado. Entregando la información al lector del modo que lo haría una novela bien escrita. Por ello dejó una huella indeleble en la profesión.
El periodista y escritor Francisco Mouat es un admirador del trabajo de Kapuściński. Consultado por Culto, aterriza el aporte del polaco en el Nuevo Periodismo. “Si entendemos al llamado Nuevo Periodismo como el resultado del trabajo de periodistas que escriben historias que perduran en uno con la fuerza, intensidad, talento y sensibilidad con que lo hace cualquier buen libro, independiente del género que se le atribuya, novela, cuento, ensayo, crónica, memoria, diario, da lo mismo, Ryszard Kapuściński es un autor importante. Como Gay Talese, John Hersey, Svetlana Alexievitch, por citar los primeros que se me vienen a la cabeza. Leer sus libros es entrar en el corazón de África, de Rusia, de Polonia antes, durante y después de la guerra, de ciertos lugares de América Latina. Escritos por un corresponsal en viaje que después de redactar noticias apuradas para su agencia sabía conservar en su interior lo más importante, la materia prima de sus libros: la voz y el alma de aquellos personajes de los que no lograba desprenderse hasta transformarlos en una historia viva”.
Narrando a un emperador
Para mediados del siglo XX, las figuras de los emperadores parecían corresponder a tiempos pretéritos. Como unos muñecos desusados que ya no entusiasmaban a nadie. Tras las guerras mundiales y los procesos de descolonización, los monarcas absolutos dieron paso a repúblicas con otros sistemas de gobierno. Pero en Etiopía, Tafari Makonnen había asumido como emperador, o Neguse Negest ze-’Ityopp’ya (“Rey de reyes de Etiopía”) desde 1930. Era conocido como el “León de Judá”, “el Elegido de Dios”, y se decía que era descendiente del rey Salomón. Desde ahí, cambió su nombre a su denominación real, Haile Selassie I.
Gracias a los testimonios de los cercanos al monarca, Ryszard Kapuściński narra los entresijos del ejercicio del poder. Y queda clara una cosa, siempre es solitario. “El Emperador dormía en una cama de nogal claro, muy ancha. Era tan menudo y frágil que apenas si se le veía entre las sábanas. Con la vejez se volvió más pequeño; pesaba cincuenta kilos. Comía cada vez menos y nunca tomaba alcohol. Las rodillas se le habían vuelto rígidas y se tambaleaba de un lado a otro como si caminase sobre zancos; pero cuando se sabía observado obligaba con máximo esfuerzo a sus músculos a mostrarse lo bastante elásticos como para que sus movimiento resultaran dignos y la imperial silueta se mantuviera en una posición lo más vertical posible”.
En el libro nos encontramos con curiosidades sobre la vida de Haile Selassie rayanas en lo excéntrico. Por ejemplo, uno de los lacayos, encargado de abrir y cerrar las puertas de la Sala de Audiencias, da su testimonio: “Cuando Su Más Extraordinaria Majestad abandonaba la Sala, yo le abría la puerta. Mi habilidad consistía en saber abrirla justo en el momento adecuado. Porque si la abriese demasiado pronto, eso podría causar la imperdonable impresión de que invitaba al Emperador a abandonar la Sala. Si, por el contrario, la abriese demasiado tarde, habría obligado al Más Extroaordinario Señor a espaciar sus pasos e incluso a detenerse, lo cual habría supuesto un menoscabo a su imperial dignidad”.
Otro ejemplo, un funcionario denominado portacojín, cuya función era acompañar a Haile Selsassie a todos lados: “Nuestro Señor se sentaba en el trono y, una vez hecho esto, yo le colocaba un cojín debajo de los pies. Esta operación debía realizarse sin la más mínima demora a fin de que no se produjera un momento en que las piernas del Honorabilísimo Monarca quedasen colgando en el aire. Todos saben que Nuestro Señor era de baja estatura y que, por otra parte, el cargo que ostentaba requería que mantuviera una superioridad ante sus súbditos también en un sentido estrictamente físico”.
Puertas y cojines más o menos, esos detalles dan cuenta de lo puntilloso que era el polaco para su trabajo. Francisco Mouat tuvo la oportunidad de conocerlo personalmente hace unos años. “Lo vi apenas unos días en Buenos Aires, durante un taller que él dictaba al que asistí organizado por la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano. Me pareció más bien parco, reservado, algo tímido. Ya era un autor publicado y leído en todo el mundo, y también solicitado. No sé si disfrutaba demasiado esa agenda llena de compromisos. Probablemente no. Creo que su mejor versión esté en algunos sus libros más que en un intercambio cara a cara con él. Hablo de Un día más con vida, El emperador, Ébano y El imperio, además de su reportaje sobre la guerra del fútbol entre El Salvador y Honduras”.