Columna de Héctor Soto: Formas de justicia

El mal no existe
El mal no existe.


La ley natural. Salvo en pasajes aislados, sobre todo hacia el final, es posible que El mal no existe no tenga la altura lírica ni la dimensión trágica que tuvo Drive my car, la anterior realización de Ryusuke Hamagushi. Esa película fue grandiosa y su tema era el duelo; el de esta es la naturaleza. El relato comienza con la decisión de una comunidad rural próxima a Tokio de rechazar la instalación de un campo recreativo con fines turísticos por los riesgos ambientales que le ven. Enseguida el relato gira a los dos empleados de la empresa que auspicia el proyecto, quienes gradualmente se van convenciendo de los inconvenientes que tendría. Lo que hacen ellos es meterse un poco más en el estilo de vida de esa gente que parte leña, recoge agua limpia de los riachuelos, come fideos sanos y aprende que los animales salvajes solo atacan cuando se asustan o están heridos. Lo que sigue tiene mucho más misterio que el conflicto en torno al camping, porque una niña chica se pierde y llega a temerse lo peor. No es que sea víctima de los que buscan instalar el camping. Tampoco de quienes lo resisten. Son otras las coordenadas que intervienen, mucho más drásticas y también más herméticas. Obra de matriz contemplativa allí donde la pongan, con imponentes planos generales donde los personajes apenas se reconocen, lenta y reflexiva a un ritmo al cual ahora menos que nunca estamos acostumbrados, gloriosa en su captura de la majestad de la naturaleza, El mal no existe no es una película fácil. Desconcierta tanto por el rumbo que toma como por el final abierto que instala a modo de desenlace. Más allá del buenismo ecológico de los que no quieren el camping y de los intereses comerciales envueltos de quienes quieren instalarlo, las últimas imágenes de la película parecieran sugerir que la lógica de la naturaleza, además de salirse del cuadro, va por otros lados y que no tributa a ninguna moral. Debe ser por eso que nos deja helados.

Reconocimiento. Es extraño lo que ha ocurrido con Octavio Paz, Premio Cervantes 1981 y Nobel de Literatura 1990. Murió hace solo 26 años y parecieran haber transcurrido 50. La figura del hombre de la mejor prosa ensayística de la lengua española, del gran intelectual de México del siglo XX, del insobornable fundador de las revistas Plural y Vuelta, del notable poeta de arrebatos surrealistas al comienzo y existenciales en su madurez, tiende a desdibujarse. ¿Por qué? Como que la elegancia, la inteligencia y la altanería de su obra conversan poco con los tiempos que corren. Se trata, claro, de una pura impresión. Porque basta volver a alguna de sus páginas -a las de El laberinto de la soledad, a las de El arco y la lira o a las de La llama doble- para reconocer a un escritor superdotado que hizo del ensayo y de la crítica literaria una fiesta inagotable de emoción y esplendor verbal. Dicho eso, la dimensión política de Paz ha terminado por achicarlo. El reciente volumen antológico publicado por la RAE y las academias de la lengua española bajo el título de Corrientes alternas (Real Academia Española, Penguin Random House, 2024, 900 págs. aprox.) con lo mejor de su prosa y poesía, incluye selecciones de sus mejores ensayos y poemas, además de valiosos y muy completos estudios biográficos y críticos. Entre ellos destaca un soberbio trabajo del antropólogo mexicano Roger Bartra, que ayuda a explicar en parte la nebulosa en que el intelectual se ha ido perdiendo. Desencantado de los socialismos reales, crítico del PRI, pero nunca al punto de romper con sus trenzas y maridajes de poder, según Bartra, Paz, como quiera que sea, trató de mantener encendido el fuego de la revolución y fue poco generoso con el modelo democrático liberal, que le parecía aburrido y poco seductor. Terminaría apostando por la socialdemocracia y tuvo la mala suerte de hacerlo precisamente cuando casi todos los partidos socialdemócratas europeos estaban naufragando. Por lo mismo, de alguna manera, el tiempo se lo tragó. Lo cual no obsta a que sea un escritor descomunal. El trabajo antológico de las academias en Corrientes alternas no solo es prodigioso por el rigor, por el cariño invertido en la selección y correlación de los textos y por los interesantes trabajos críticos que acompañan la edición. También es un acto de justicia, puesto que nombres como Neruda, Mistral, Fuentes y Borges ya merecieron ediciones conmemorativas parecidas a esta. ¡Bravo!

Centenario. A comienzos de agosto de 1924, a la edad de 66, moría en Inglaterra Joseph Conrad, una de las glorias de las letras inglesas, no obstante que sus orígenes eran polacos. De hecho, su familia provenía de la nobleza rural polaca, si bien el pueblo donde nació cae ahora dentro de Ucrania. Aunque fue un gran escéptico, dos sentimientos lo animaron siempre con vehemencia. Su odio al imperio ruso (incluyendo a las obras de Tolstoi y Dostoievski) y su resuelta aversión al colonialismo, a pesar de escribir y alcanzar la gloria precisamente cuando el Imperio Británico era el más poderoso. En este sentido modo, fue la contracara de Kipling. Autor de El corazón de las tinieblas (novela en la que se basó Francis Ford Coppola para Apocalypse Now), Conrad pasó unos 20 años de su vida arriba de los barcos y después casi 30 dedicado solamente a la escritura. Henry James, que escribía dentro de una tradición muy distinta de la suya, decía que Conrad, salvaje y bíblico, tenía una autoridad de la cual el resto de los escritores carecía. Fue muy amigo de Ford Madoxx Ford y su obra abrió una vertiente de la cual se nutrirían con el tiempo escritores como Faulkner y Cormac McCarthy.

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