Hubo un momento de su carrera en que Alfred Hitchcock notó que había cometido un error. Una secuencia de su película Sabotage, de 1936, mostraba a un niño portando una bomba en un tren. El espectador sabía que el chico portaba un explosivo, pero el mozuelo no. En la cabeza del chico, solo se trataba de entregar el paquete que le encargaron. La escena tenía los elementos para generar tensión: la cámara se pasea entre el niño, el paquete bomba y varios relojes que muestran que el tiempo avanza inexorablemente. Y algo pasará.
Años después, Hitchcock relataría qué aprendió de esa fallida escena. “El reloj estaba avanzando, la hora para que estallara la bomba en tal o cual momento, y prolongé esto, atenué todo el asunto”, dijo a la BBC. “Entonces alguien debería haber dicho ‘Dios mío, hay una bomba’, recogerla y tirarla por la ventana. ¡Bang! Pero todo el mundo se siente aliviado”. Ahí estuvo su yerro, y lo reconoció: “Dejé que la bomba explotara y matara a alguien. Mala técnica. Nunca la repetí”.
Desde ahí, Hitchcock recogió la lección aprendida y comenzó a perfeccionar su método: insinuar antes que mostrar. Parece una máxima al borde del cliché, pero lo cierto es que resulta altamente efectiva a la hora de trabajar en un filme. Así comenzó a encarar de otra forma su trabajo como cineasta, y descubrió acaso su talento más asombroso, el cómo contar una historia en la pantalla de modo tal que el espectador se remeciera.
Pero hagamos un paréntesis. Nacido hace 125 años, el 13 de agosto de 1899 en Londres, Inglaterra, en su juventud, además de ser un fallido recluta para ir a las trincheras de la Primera Guerra Mundial, Hitchcock usó su habilidad con el dibujo para trabajar confeccionando anuncios publicitarios. Por eso le interesó trabajar en los estudios de cine Famous Players-Lasky, que una productora estadounidense abrió en la capital inglesa. El bichito por ser cineasta se le había instalado, y de a poco comenzó a labrar una carrera. Pasó de dibujar los anuncios de las películas a ser asistente de dirección. En 1922 tuvo su primera oportunidad para dirigir una película, Number 13, pero no la terminó. Hoy es una pieza de culto.
De a poco, Hitchcock fue perfeccionando la manera en que narraba sus historias. Mezclando terror, crímenes, sangre, y lo más importante, el miedo. De ahí a que lo que más le terminó importando fue lo que pasaba por las cabezas de sus espectadores. La historia terminó siendo algo secundario para él, y él mismo lo explicaba así: “La película puede tratar sobre cualquier cosa, siempre y cuando haga que el público reaccione de cierta manera a cualquier cosa que ponga en pantalla”.
En las décadas de 1950 e inicios de 1960, Hitchcock estrenó sus filmes inolvidables: Extraños en un tren (1951, basado en la novela de Patricia Highsmith), Vértigo (1958), Psicosis (1960) y Los Pájaros (1963). Estas últimas, las joyas con que cambió el cine de suspenso en Hollywood. Ahí ya había perfeccionado su forma: generar una creciente escalada de tensión, de tal forma que alargara la ansiedad del público de que algo terrible pudiera ocurrir en cualquier momento. Luego, para luego, soltar. Como un globo que se desinfla poco a poco tras estar al borde del estallido. Así los espectadores obtenían su “recompensa”, una intensa sensación de alivio.
“Soy, en algunos aspectos, el hombre que dice, al construirlo, ‘¿qué tan empinado podemos hacer el primer descenso?’, y ‘esto los hará gritar’”, dijo años más tarde en la BBC. “Si haces un descenso demasiado profundo, los gritos continuarán mientras todo el vagón cae por el borde y destruye a todos. Por lo tanto, no debes ir demasiado lejos, porque lo que quieres es que se bajen del ferrocarril en zigzag riéndose de placer. Como la mujer que sale de la película, una película muy sentimental, y dice: ‘oh, lloré mucho’”.
Hitchcock se refería a esto como “la satisfacción del dolor temporal”. Es decir, que la gente que ve su cine “soportará las agonías de una película de suspenso”, siempre que les des alguna forma de liberación catártica de la tensión. Así vemos cómo utilizaba la cámara de modo que el espectador fuese casi un voyerista, o la música que genera intriga (como el Psicosis, en la escena de la bañera), o enfocándose en detalles que hacen que el espectador note qué es lo que está pasando. Este es un punto esencial de su cine.
¿Por dónde pasan las claves de las películas de Hitchcock? Responde Rodrigo González, crítico de cine de Culto. “Hitchcok había estudiado ingeniería y creo que no hay que menospreciar esa pericia técnica a la hora de analizarlo y observar su legado. Con él, de alguna manera, se profesionalizó todo. Llegaba vestido de corbata y traje al set, diseñaba cuidadosamente sus guiones y storyboards (con dibujos muy precisos) de las acciones, trabajaba de 9 a 5 y no se excedía en el presupuesto. Con eso ganó autonomía, respeto y empezó a producir sus propias películas. Su disciplina le hizo maestro y dueño de su propio arte. Le otorgó un valor no visto hasta entonces a artes y oficios adyacentes, como la música y la fotografía. Si no fuera por las partituras de Bernard Herrmann o la fotografía de Robert Burks, Hitchock no sería Hitchcock”.
González destaca un punto en el que ahondábamos, el del uso de la cámara: “La hizo un arma infalible, a menudo entregándonos información que los protagonistas de sus películas no tenían, haciéndonos cómplices y participes de lo que estaba sucediendo, transformándonos en voyeuristas de situaciones embarazosas, llenándonos de ansiedad y tensión: en La Ventana Indiscreta vemos lo que pasa en los departamentos vecinos del personaje de James Stewart, en Psicosis observamos los comportamientos de Norman Bates, etcétera. Estas ‘técnicas’ definieron el cine moderno y hoy todo el mundo las ocupa. En ese sentido, Hitchcock superó su categoría de gran técnico para transformarse en un innovador, en un rupturista, en un genio a fin de cuentas”.
“Para Hitchcock es muy importante que siempre la cámara representa la mirada de alguien, sea el protagonista o el propio espectador. Esto hace que ninguna toma o escena sea, por decirlo de alguna forma, inocua. Todo importa. Los ojos de Jeff (James Stewart) en La Ventana Indiscreta o los de Scottie (de nuevo Stewart en Vértigo), son nuestros ojos. Los de Norman Bates (Anthony Perkins) o los de Marion Crane (Janet Leigh) en Psicosis son los de nosotros también. Luego, el montaje lo termina de hacer todo, ese es el acto de magia final. No por nada su primera montajista fue Alma Reville, su propia esposa”.