A sus 92 años, lo que le resulta más natural a Gay Talese es echar la vista atrás. Pero no como un mero ejercicio especulativo, sino con el fin de recordar todo aquello que haga a Nueva York una ciudad especial. Como hombre ancla del periodismo narrativo, Nueva York se le ofrece como una fantasía de la no-ficción, en la que basta echar una mirada para encontrar una buena historia. Lo suyo es el gesto más primario del periodismo, y que el ejercicio más tradicional (el del “golpe”, o “la exclusiva”) a veces deja de lado: contar una historia. O sea, contar una buena historia.
“Nueva York es una ciudad de cosas que pasan inadvertidas. Es una ciudad con gatos durmiendo bajo vehículos aparcados, dos armadillos de piedra que trepan por la catedral de San Patricio y miles de hormigas arrastrándose sobre la cima del Empire State Building. Probablemente las hormigas acabaran ahí transportadas por el viento o los pájaros, pero nadie lo sabe con certeza; las hormigas son tan desconocidas para la gente de Nueva York como el mendigo que coge taxis hasta el Bowery; o el hombre atildado que rebusca entre los cubos de basura de la Sexta Avenida”, comienza escribiendo en Bartleby y yo. Retratos de Nueva York, que acaba de publicar Alfaguara en nuestro país.
Se trata de un volumen que se podría leer como unas memorias del autor, aunque también pasa como un animado recuento de aquellos personajes y rincones del pasado de la Gran Manzana, comenzando, por supuesto, por sus años en el señero New York Times, donde comenzó como junior. “Empecé a los veintiún años como chico para todo, en el verano de 1953 y ganaba treinta y ocho dólares semanales. Lo primero que llamó mi atención cuando entré en la amplísima redacción de la tercera planta, ubicada en el interior del antiguo edificio de oficinas de estilo gótico de la calle Cuarenta y tres con Broadway, fueron las mesas en forma de herradura tras la que se sentaban los cuerpos inclinados de docenas de correctores. Casi todos eran hombres que lucían viseras de plástico verdoso y que, lápices en ristre, leían, corregían y revisaban las páginas mecanografiadas de los artículos que yacían frente a ellos y que iban a ser publicados al día siguiente”.
De ahí salió su primera historia, a uno de los electricistas que trabajaban en el matutino. James Torpey se llamaba. “Pese a mis limitados conocimientos periodísticos, supe de inmediato que la historia de Torpey era de las buenas y que encajaba con mis intereses. Ahí tenía a un personaje de la estirpe de Bartleby, un escribiente discreto que pasaba desapercibido para la mayoría, reproduciendo palabras que irradiaban luz”.
Luego de unos años, pasó de junior a redactor de deportes, sección que no le interesaba mayormente, pero que aceptó y terminó usando a su manera. “Tuve numerosas ocasiones de atender mis intereses y escribir acerca de figuras marginales de los escenarios de las grandes ligas: gente en los laterales de los estados, individuos que forman parte del juego pero de los que raramente se escribe, como es el caso de los árbitros de boxeo, los jardineros de los campos de béisbol o los recogepelotas adolescentes en los torneos de tenis”. Es decir, le interesaba “lo otro”, el “lado B”, lo que no se ve.
Otro de sus personajes fue Alden Whitman, el encargado de los obituarios del New York Times, quien llegó a crear casi un género literario en sí mismo. “Alden Whitman expandió los encargos más allá de los límites de sus predecesores. Los antiguos miembros de la redacción habían confeccionado obituarios por adelantado basándose en gran medida en información obtenida de recortes de noticias almacenados en la morgue. En caso de que el sujeto fuera muy relevante, quizá existieran perfiles publicados en revistas o incluso biografías o autobiografías a las que recurrir”.
“Sin embargo, Alden convenció a los editores con más poder de la necesidad de complementar estas fuentes permitiéndole viajar por el país y al extranjero para hacer entrevistas personales con las que reunir detalles que solo se pueden conseguir charlando en persona. Por ejemplo, después de citarse con Pablo Picasso en su estudio parisino, escribió que el artista ‘era un hombre bajo y achaparrado, con unas espaldas y unos brazos grandes y musculosos. De lo que más orgulloso se sentía era de sus manos y pies pequeños, así como de su pecho velludo. Ya de anciano, su cuerpo era robusto y compacto; y su cabeza, en forma de bola de cañón y prácticamente calva, relucía como el bronce”. Con tamaña descripción, se entiende por qué a Talese le llamaba la atención. “Una expresión vivaz de la personalidad y el carácter”, decía su propio obituario en el NYT al momento de fallecer.