Fueron dos jóvenes ardorosos y arriesgados, Juan Melgarejo y Ventura Lavalle, quienes dieron el primer paso. En la cálida noche del 27 de enero de 1823, en las esquinas de las calles de Santiago comenzaron a aparecer unos carteles que ambos mozuelos pegaron. Con la premura, quienes convocaban a la reunión no alcanzaron a tenerlos impresos, por lo que solo con una legible letra manuscrita hacían la convocatoria para un cabildo abierto al día siguiente, 28 de enero de 1823.
La idea surgió pocas horas antes, en la noche del 27, cuando un grupo de vecinos pertenecientes a la elite decidieron que la situación no daba para más, y que sin el apoyo del Ejército, el Director Supremo, Bernardo O’Higgins Riquelme, se vería obligado a renunciar. De hecho, para asegurar el apoyo al plan, los encopetados dirigentes fueron a hablar con tres altos oficiales: el coronel Francisco Formas, a cargo del cuerpo de artilleros de Santiago; el teniente coronel Mariano Merlo, a cargo de la escolta directorial; y el coronel Luis Pereira, a cargo del regimiento de granaderos. “Obtuvieron declaraciones más o menos francas y explícitas de que en ningún caso harían armas contra el pueblo”, asegura Diego Barros Arana en su Historia general de Chile. El apoyo armado al plan estaba garantizado.
El rumor de un alzamiento en su contra llegó a O’Higgins. El 27 de enero se reunió con vecinos prominentes de la capital y con jefes militares a quienes trató de involucrar en el resguardo del orden público. Pese a que escuchó palabras de adhesión y respeto hacia su persona, no obtuvo lo que más buscaba: de que estarían dispuestos a cualquier sacrificio con tal de asegurar el orden imperante. Ese que lo mantenía en el poder desde 1817.
“Solo Bernardo te llamas”
A O’Higgins los problemas se le venían acumulando. Una cosa puntual que encendió la mecha fue la Constitución de 1822. “Fue la gota que rebalsó el vaso, sobre todo por el hecho de establecer un periodo de 10 años más para O’Higgins”, señaló a Culto la historiadora Valentina Verbal. Estando en el poder de forma ininterrumpida desde 1817, por supuesto, la elite no lo tomó bien.
Además, Verbal suma otros factores: “Hay que pensar, primero, que él nunca fue muy popular entre las elites de la capital; pese a ser hijo de un ex gobernador y virrey, Ambrosio O’Higgins, igual era alguien de provincias. Pero, sobre todo, el fracaso político de O’Higgins —en términos de no haber consolidado, bajo su gobierno, a la república— se explica por su rechazo al poder de la aristocracia y de la Iglesia. En cuanto a lo primero, hay que recordar que ordenó eliminar los títulos nobiliarios y literalmente “picar” los escudos de armas de las casas, a los que calificaba de ‘jeroglíficos’. Y su apoyo al cementerio de disidentes, además de la orden de prohibir los entierros de los católicos en las iglesias, hizo que también la jerarquía eclesiástica se convirtiese en una fuerza política que buscó su caída”.
También el talante autoritario de su gobierno causaba bastante rechazo. Hasta 1822, O’Higgins gobernaba con una Constitución provisoria, que le daba amplias facultades (por ejemplo, los cinco miembros del Senado los elegía el mismo Director Supremo). Y fue Fray Camilo Henríquez, el fraile de la Buena Muerte, quien le advirtió de la necesidad de mayores avances en la materia. “Le manifestó que ya era tiempo de cumplir el programa de la revolución, no solo promoviendo el progreso intelectual e industrial del país, sino llamando al pueblo a tomar parte por medio de sus representantes, en la dirección de los negocios públicos”, señala Barros Arana. Dicho de otro modo, lo que Henríquez le estaba comentando a O’Higgins era que tenía que abrir más espacios de participación política, los que estaban restringidos hasta ese entonces.
Así, fue un antiguo camarada suyo quien -a fines de noviembre de 1822- se alzó en Concepción, el Intendente de la región, Ramón Freire. “Comandaba el Ejército del Sur, y a duras penas se estaba sosteniendo por falta de armas, alimentos y sin que se pagasen los sueldos de las tropas”, señala Verbal. Para demostrar que el descontento era en serio, Freire renunció a su cargo como Intendente ante la Asamblea Regional de Concepción, porque había sido nombrado por un gobierno que, a su juicio, “había dejado de ser legal”; dice Barros. Pero la región no quedó sin autoridad, ya que la Asamblea lo nombró gobernardor-intendente de Concepción. Y no se quedó solo en quejas, ya que Freire decidió movilizar a sus tropas a la capital con el fin de derrocar a O’Higgins.
Y la presión y el descontento solo fueron creciendo. Se levantó la provincia de Coquimbo, se formó una Asamblea Provincial en La Serena, y por supuesto, conformaron un Ejército que, como Freire, también se movilizó hacia Santiago.
Para la elite, el camino a seguir era solo uno: el fin del gobierno de O’Higgins. “Habían llegado a convencerse de que su permanencia en el mando envolvía los mayores peligros para la tranquilidad pública y para el bienestar y seguridad de la patria. El temor de una guerra civil que podía imponer a Chile enormes sacrificios y hacerle perder el crédito que se había conquistado por su orden interior en los últimos años perturbaba profundamente a los patriotas más serios”.
Como si fuera poco, su más leal ministro, José Rodríguez Aldea, altamente cuestionado, renunció a su cargo el 7 de enero. O’Higgins estaba solo.
“No era esto lo que se me había informado”
Así llegó el 28 de enero de 1823. Los refinados conspiradores se reunieron a las 10 de la mañana en las estrechas paredes donde funcionaba provisoriamente el Cabildo (cuyo edificio resultó destruido tras el terremoto de noviembre de 1822), en la casa del Obispo de Santiago, ubicada en el mismo sitio donde hoy se ubica el Palacio Arzobispal, en la Plaza de Armas. Sin embargo, ante lo pequeño que resultaba el lugar, decidieron cambiarse y caminaron hacia el salón del Tribunal del Consulado. Hoy, el edificio no existe, ya que fue demolido en 1925 para levantar la actual sede de los Tribunales de Justicia, en la intersección de las actuales calles Compañía y Bandera. Fue en ese edificio donde se realizó la Primera Junta Nacional de Gobierno, en 1810.
Una vez en el Consulado, tomaron sus dos primeras decisiones: que la persona del Director Supremo sería inviolable, y dos, que una comisión iría a pedirle que acudiera a escuchar los reclamos. El problema fue que justo cuando los emisarios llegaron a hablar con él, O’Higgins recibió la noticia de que a las afueras de Santiago, un antiguo líder carrerino, Juan Felipe Cárdenas, se encontraba agitando a las masas para ir a tomarse las armas de los cuarteles militares y derrocar al gobierno. El chillanejo creyó que los emisarios del Consulado algo tenían que ver con el alzamiento, por lo que a gritos los mandó de vuelta, diciéndoles que no reconocía a cabildo el derecho a tomar resoluciones fuera de su sala de reuniones.
Luego, a O’Higgins le llegó otra información más grave: existían oficiales del Ejército decididos a secundar el movimiento popular. Ante eso, el Director Supremo montó en cólera y se dirigió sin armas y vestido como simple civil al cuartel del teniente coronel Mariano Merlo. Ahí, asegura Barros, O’Higgins lo encaró, y le arrebató un papel que el oficial portaba en que se le recordaba su compromiso de no ir contra el pueblo. Eso hizo estallar aún más al gobernante. “Sin querer escuchar las excusas de ese jefe, le arranca violentamente las charreteras y lo arroja a empellones del cuartel”. La tropa estalló en vítores para O’Higgins.
Tras aquello, O’Higgins partió a ponerse su casaca de capitán general, las insignias, su banda de Director Supremo, y acto seguido, concurrió al cuartel de San Agustín, donde los oficiales adictos a su persona habían sido puestos bajo arresto. Incluso, el centinela de guardia no quiso dejarlo pasar, pero O’Higgins era una tromba y entró furibundo. Separó del mando a los oficiales sublevados, liberó a los aprisionados y la tropa también lo vitoreó. Luego, él mismo se puso al frente de la fuerza con la que se dirigió al costado occidental de la Plaza de Armas. Ya eran cerca de las 3 de la tarde. Bajo el abrasador sol de enero, y la creciente tensión, se jugaba el destino de Chile.
Entretanto, en el Consulado la concurrencia llegaba ya a las 200 personas, y tras discutir los pasos a seguir, se decidió insistirle a O’Higgins con la petición de que fuera al lugar. El Director Supremo se negaba. El motivo, según Barros, era porque “persistía en creer que aquella asamblea era compuesta en todo o en su mayor parte de hombres de escasa importancia, de alborotadores de oficio y de antiguos y conocidos enemigos de la tranquilidad pública”.
Fue ahí cuando los conspiradores jugaron su última carta: enviar gente que tuviera cierta influencia en O’Higgins. Uno, era su exministro Rodríguez Aldea, de quien consiguieron una carta; el otro era el general Luis de la Cruz, a quien atajaron horas antes mientras iba camino a Valparaíso. Ante el pedido desesperado, el militar decidió devolverse a la capital y hablar con O’Higgins. Llegó a las 5 de la tarde de vuelta a Santiago. Fue él quien le informó al Director Supremo de las personas que se hallaban en el Consulado. Eso hizo cambiar de parecer a O’Higgins. “Veo que allí se halla lo principal de la ciudad. No era esto lo que se me había informado”.
“¡Nada tenemos contra el general O’Higgins!”
Dejó formada a las tropas en la Plaza y concurrió al Consulado. Con paso firme, pero tranquilo, pasó entre medio de la gente. Se ubicó en la testera, y manteniéndose de pie preguntó: “¿Cuál es el objeto de esta asamblea?”.
Ahí, los concurrentes, sin rodeos, le pidieron que dejara su cargo como Director Supremo de la Nación. O’Higgins contestó que no reconocía a esa asamblea la potestad para pedirle algo así. Poco a poco, el tono de los asambleístas comenzó a subir, ello molestó a O’Higgins, quien respondió con dureza: “No me atemorizan ni los gritos ni las amenazas, desprecio hoy la muerte como la he despreciado en los campos de batalla”. Acto seguido, pidió que se designara una comisión de 10 personas con la cual seguir tratando.
Con ellos siguieron las negociaciones, O’Higgins reveló que se negaba porque habiendo ejercido el mando de la nación, debía entregarlo a esta, representada por un Congreso. Tras tiras y aflojas, se acordó que lo haría “ante una asamblea respetable del vecindario de Santiago”. Luego, la concurrencia deliberó y designó a una junta de gobierno que tomaría el mando: Agustín Eyzaguirre, José Miguel Infante y Fernando Errázuriz. O’Higgins les tomó juramento y luego comenzó a pronunciar un improvisado discurso.
“Siento no depositar esta insignia ante la asamblea nacional, de quien últimamente la había recibido; siento retirarme sin haber consolidado las instituciones que ella había creído propias para el país y que yo había jurado defender; pero llevo al menos el consuelo de dejar a Chile independiente de toda dominación extranjera, respetado en el extranjero, cubierto de gloria por sus hechos de armas”.
“Doy gracias a la Divina Providencia que me ha elegido instrumento de tales bienes, y que me ha concedido la fortaleza de ánimo necesaria para resistir el inmenso peso que sobre mí han hecho gravitar las azarosas circunstancias en que he ejercido el mando”. Y luego, se quitó la banda que llevaba cruzada sobre su pecho y la dejó en la mesa.
Y en ese momento, acaso recordando los juicios de residencia del período colonial (en que se rendía cuenta a los gobernadores una vez acabado su período), el siempre impetuoso O’Higgins volvió a dirigirse a la audiencia: “Ahora soy un simple ciudadano. Mientras he estado investido de la primera dignidad de la república, el respeto, sino a mi persona, al menos a ese alto empleo, debía haber impuesto silencio a vuestras quejas. Ahora podéis hablar sin conveniencia. ¡Que se presenten mis acusadores! ¡Quiero conocer los males que he causado, las lágrimas que he hecho derramar! ¡Acusadme! Si las desgracias que me echáis en rostro han sido, no el efecto preciso de la época en que me ha tocado ejercer la suma del poder, sino el desahogo de mis malas pasiones, esas desgracias no pueden purgarse sino con mi sangre. ¡Tomad de mí la venganza que queráis, que yo no os opondré resistencia! ¡Aquí está mi pecho!”.
Esto último, mientras abría violentamente su casaca. En ese momento, dicen algunos historiadores, la multitud quedó estupefacta y atinó a gritar: “¡Nada tenemos contra el general O’Higgins! ¡Viva O’Higgins!”. Luego, O’Higgins tomó su sombrero y señaló: “Mi presencia ha dejado de ser necesaria aquí”. Pocos días después, a inicios de febrero, O’Higgins se dirigió a Valparaíso con el fin de abandonar el país. Solo pudo hacerlo meses después, el 17 de julio de 1823, cuando a bordo de la fragata inglesa Fly viajó hacia el Perú. Nunca más volvería al país y fallecería en Lima, en 1842.
“Al final, O’Higgins será recordado y valorado como un héroe militar de la Independencia, pero no como el organizador de la República -señala Verbal-. Pero, creo, vale la pena revalorarlo y estudiarlo más a fondo por lo que Ricardo Donoso llama ‘La lucha contra la aristocracia’, y en general por su progresismo en términos culturales”.